CONFESIONES DE UNA MUJER. (Sólo para mayores)
La venganza suele ser, de las pasiones, la más innoble. Puede llegar a ser una venda que ciega totalmente los ojos de la razón y convertirse en el objetivo central de toda una vida. Esta historia lo confirma:
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CONFESIONES DE MUJER
Por CALARA:
Mi nombre es Marta: He escrito esto porque he sentido una necesidad imperiosa de confesar todo lo que hice para que entiendan, juzguen y me ayuden a responder esta pregunta: ¿Qué culpa he tenido yo para estar pasando por estos trances?:
El 21 de Agosto de 1982, cuando cumplía mi decimotercer año de vida, me fue un día inolvidable. Lo que para cualquiera mujer hubiera sido una peripecia más de las que conforman su historia resultó ser el principio trascendental de la mía:
Recuerdo que ese Sábado, mandada por mi madre, bajaba al pueblo corriendo ágil, cual una liebre, en busca del emporio con el propósito de volver lo antes posible con algunos complementos que faltaban para ese especial almuerzo. Mis padres habían quedado esperando impacientes mi regreso. Eran ya las 13:00 horas y mi estómago reclamaba con ansias su ración. Por todo esto corrí y corrí bajando por el sinuoso sendero de la pequeña loma en cuya cumbre se emplazaba nuestra casita de adobe campesino; la tienda estaba situada a dos cuadras enfrente a la única plazoleta del villorrio; núcleo cívico que, además, concentraba en su entorno el escaso servicio estatal: un pequeño consultorio médico circunstancialmente cerrado, un cuartelillo de Carabineros, una capilla y las oficinas municipales de Rinconada, mi pequeño poblacho natal.
Por fin llegué e irrumpí jadeante en la vetusta tienda. Don Antonio, su dueño, al verme entrar clavó sus ojos en mis bien desarrollados muslos de manera tal que imaginé que se le saldrían de sus cuencas haciendo un efecto de "zoom". Irritada por la irreverente desfachatez del hombre y agitándome aún por el esfuerzo que había demandado mi "cross country" me detuve súbitamente a unos dos metros del mostrador y procedí a increparlo:
- ¡Qué te has imaginado, viejo sinvergüenza... mirarme así... con esa cara de...!
El ofendido apuntó con su índice derecho hacia mi pubis y me interrumpió con un gran vozarrón diciendo:
- ¡MÍRATE!
Una tibia humedad entre mis piernas, que hasta ese momento yo había asociado con sudoración, me hizo obedecerle. Mi vestido blanco me sacó del error mostrando, impudoroso, el manchón sanguíneo de la menarquia. Por suerte para mí no había nadie más en el local porque a esa hora los rinconadinos se aprestaban a su acostumbrada siesta. Así fue que rápidamente compré la mercadería y emprendí el regreso a casa sabiéndome entonces una potencial madrecita y vistiendo, sobre la mía, una improvisada falda de saco hecho de fibra de cáñamo que me había regalado el buen tendero comprendiendo mi chasco.
Mis padres, de escasa escolaridad y de marcada aprensión en los temas relativos a la sexualidad, nunca me habían conversado acerca de los fenómenos de mi natural evolución. De no ser por mi precoz y persistente curiosidad por querer entenderlo todo, creo que me habría sucedido algo parecido a lo de mi amiga Fanny que, cuando vio la sangre del comienzo de sus ciclos pensó que el fenómeno se debía a la forzada ingesta de betarragas que su madre, por una superstición, le obligaba a comer en cantidades exageradas (creía que estas remolachas mantienen el cutis lozano y terso).
Casualmente ese mismo día llegó a Rinconada, procedente de la Capital, un joven médico especializado en ginecología a hacerse cargo del Consultorio. Mi mamá, ante una insistente petición mía basada en un pretexto, me llevó a visitarle. Yo había inventado unos síntomas para ir a conocerle porque Fanny me lo refirió de una hermosura y fino trato nada común entre los zafios varones de nuestro pueblillo. Mi amiga no había magnificado en grado alguno los detalles de su descripción: su pulcra belleza y su fino talante contrastaba encantadoramente con la rusticidad de todo lo que allí le rodeaba. Cuando palpó mi vientre, con sus suaves y tibias manos, temblé y la agitación me ruborizó hasta tal punto que él percibió mi reacción y me dijo con su tierna vocecilla:
- Tranquila, mi niña, que esto no duele.
En mi fuero interno lamentaba no poder expresarle abiertamente lo grato que era lo que él me estaba haciendo. Mientras tanto mi progenitora vigilaba incómoda, sin perderse detalle, desde una silla puesta por ella misma a dos metros de la escena.
Todo lo que conocía de sexualidad lo había aprendido de algunas revistas de papá que, clandestinamente, yo había hojeado; también había aprendido observando la conducta de las bestias; espectáculos que yo solía disfrutar manipulando instintiva mis zonas erógenas. Por esto, evocando aquellos naturales episodios, mi cuerpo de precoces apetitos sexuales pedía con mudos gritos que mamá se marchara para quedar a solas con el hermoso Rafael Quiñones. En ese preciso instante ocurrió el milagro que necesitaba: Era mi, casi siempre, oportuna amiga Fanny que avisaba a mi madre:
- Señora Lucila: el camión de don Ambrosio la espera para que le dé lo que va a enviar a Santiago; porque su esposo tuvo que ir a arriar el ganado que se escapó pa'l lado del río y no está para hacerse cargo de esa entrega.
Mi madre, no queriendo perder la oportunidad de vender la cosecha de miel, miró al galeno con la resignación de quien se ve forzada a confiar algo muy valioso a un eventual ladrón, rogándole que la excusara por tener que dejarnos tan intempestivamente, se despidió y salió. Pero, al pasar por el lado de la recién llegada le habló muy quedo el consecuente encargo:
- Quédate y cuídamela, por favor.
Fanny, exagerando el encargo, acercó aún más la misma silla que había desocupado mi mamá y adoptó una indiscreta postura de celadora. Entonces el doctor, haciéndome un previo guiño, le solicitó que buscara y le trajera de un mueble del cuarto vecino una carpeta de fichas clínicas. Yo advertí que era una astuta maniobra distractiva porque me di cuenta de que el tal fichero estaba ahí mismo tras él; sin embargo, callé haciéndome gustosa "cómplice" de su disimulado propósito. Cuando mi custodia salió del habitáculo para complacer al médico (y, sin ella saberlo, también a mí) el semblante de éste cambió súbitamente del correspondiente a un profesional de la salud al de un avezado seductor. Quedé petrificada cuando remangó la parte trasera de mi blusa y sus labios calientes descendieron escalando por mis vértebras desde la primera cervical hasta la última lumbar. Luego, explorando los detalles de mi zona pectoral, me susurró al oído:
- Ven a verme tú sola el martes, a la medianoche; te estaré esperando.
Los rosados pezones de mis emergentes mamas se erectaron; sentía como se erizaba todo el vello de mi cuerpo con el cálido roce de su aliento en mi oreja derecha. Estaba a punto de enloquecer de excitación... cuando los sonoros pasos de mi amiga me sacaron de ese erótico trance:
- No pude hallarlo, doctor. - Dijo decepcionada.
- Disculpa mi mala memoria. - Le replicó él, exhibiendo el legajo que había propiciado la oportunidad de nuestro tan gratísimo como breve contacto...
Por causa de mi prematuro desarrollo físico-estético y la consiguiente voluptuosidad que yo inspiraba, varios nativos solían acosarme con requiebros groseros y directos que, aun siendo así, siempre me habían halagado. Mas desde esa tarde, contrariamente, ahora me hostigaban hasta la ofensa los intentos de seducción de mis pretendientes; porque a pesar de no haber consumado aún mis eróticas ansias, me sentía ya la mujer del apuesto Rafael Quiñones.
Esos cinco días de espera fueron cinco noches de soñar despierta. Me imaginaba protagonizando con mi doctor escenas lúdico-eróticas sobre mullidas alfombras de hierbas en paradisíacos escenarios. Soñaba con tener hijos y vivir para siempre con él. Por esto esa clara noche de martes y plenilunio no tuve inconvenientes ni la voluntad necesaria (aquella con que nos dota la sensatez) que impidieran escabullirme de mi hogar a las 00:00 horas. Mis padres dormían profundamente. Con sumo sigilo y vestida tan sólo con una simple bata bajé por el sendero que conocía ya de memoria y fui al feliz encuentro con mi amor. La puerta del consultorio estaba junta; la abrí y entré sin titubeos, decidida y anhelante.
Recostado sobre el sofá de la salita de espera en penumbras estaba mi doctor; quien, al verme, se incorporó solícito extendiendo sus brazos para acogerme tiernamente entre ellos. Nos besábamos intensa y descontroladamente haciendo de nuestras bocas una sola candente y resbaladiza cavidad. Los fuegos de su ímpetu y el mío estallaron en voraz incendio que fundía nuestros cuerpos. Estaba a punto de perder la noción de mi corporalidad cuando lancé un ahogado grito, mezcla de placer y de dolor: Rafael había entrañado su recio miembro en mi estrechísima y anhelante cavidad genital. El delicioso frenesí que precedió al primer orgasmo pleno de mi vida se manifestó con espasmódicos estertores. Gozosa, con el rostro empapado en sudor y saliva, en un estado casi extático, lloré de emoción al sentir esa, hasta entonces, desconocida y suprema sensación de felicidad, tan excelsa como fugaz.
Esa noche no tuve ocasión de ver su cuerpo. Todo había ocurrido impetuosamente y en penumbras, rápido y a través de nuestros ropajes.
Luego de restaurarme con un vaso de gaseosa que me ofreció salí de allí rumbo a mi casita a lavar la bata enrojecida por la sangre delatora de mi desvirgación. Hice todo con el mayor cuidando para no despertar a mis viejos. Era la hora 02:00 cuando me acosté saboreando todavía los exquisitos besos de Rafael y dormí, más plácida que nunca, con la imagen de su bello rostro velando mi sueño.
Al día siguiente me levanté a las 07:00 horas como de costumbre. A pesar de mi somnolencia, por el insuficiente descanso, me sentía feliz y cabalmente mujer. Esta vez el sempiterno panorama del camino a la escuelita que me fuera tan rutinario lucía un semblante extraordinario para mí: los pájaros cantaban mi alegría; las flores aromatizaban mis emociones; el verdor del entorno se presentaba cual escenario hecho de esmeraldas ante mis ojos; los álamos de la vera del camino me rendían honores y me escoltaban. Toda la naturaleza celebraba conmigo mi paso de virginal niña a núbil hembra. Las campanadas que marcaban la hora de ingreso a la escuela me tornaron bruscamente a la realidad y entonces elucubré lamentando: "Tengo apenas trece años y Rafael, veintisiete; soy tan joven para él." Pero enseguida me conformé calculando: "Ah... no importa; pues cuando yo tenga su actual edad él tendrá cuarenta y uno. La diferencia se irá difuminando con el paso del tiempo y cuando él sea un anciano de ochenta años yo seré una vieja de sesenta y seis. Parejas así abundan en este pueblo. Precisamente mi madre tiene cuarenta años y mi viejo, cincuenta y cuatro." ... Estas conclusiones me inyectaron la fuerza que necesitaba para entrar a clases.
Sabía que desde ese día mi objetivo prioritario de cada jornada sería encontrarme con mi amor; propósito que estuve logrando por mucho tiempo y con mucha más facilidad que la prevista.
Habían transcurrido unos diez días desde la llegada de mi amado cuando mi padre sufrió una violenta caída de su cabalgadura y esto dio la oportunidad para que él conociera a Rafael. Éste, pésimamente impresionado por la personalidad hosca de mi viejo, debió resignarse a asistirlo con el fin de cumplir con su juramento hipocrático: lo halló muy bruto. Recíprocamente, a papá tampoco le simpatizó el médico: en la casa comentó que le había hallado "pinta de maricón". Tuve que aguantar la risa al escucharle tan errada declaración. Algún día se tendrá que arrepentir de ese ligero juicio; pensé. Debió ser por sus transparentes ojos color de miel, sus finas y lampiñas facciones, su lacio cabello rubio que caía cual cascada desde su mollera sobre su nuca y sus sienes formando una especie de dosel en su frente; o quizá su frágil complexión o su voz de contralto lo que hizo que mi padre y también la mayoría de los hombres de Rinconada dudaran de la virilidad de Rafael; de la cual sólo yo podía dar fe. Todo esto fue muy bueno para nuestros clandestinos planes pues, tales desconfianzas se tradujeron en confianza ciega para mis autores quienes no dificultaron sino, por lo contrario, facilitaron mis regulares visitas al consultorio y sin ser controlada por nadie. Solía realizarlas con el pretexto de instruirme en biología creando con ello circunstancias idealmente propicias para nuestra secreta e íntima relación. A las 07:00 horas de casi todas las tardes, luego de conversar una acostumbrada gaseosa, nos entregábamos a la locura de aquel bendito placer bajo la experta dirección de mi amante doctor. Ante el temor de quedar embarazada Rafael me tranquilizaba diciendo que lo evitaría hasta que cumpliera mi mayoría legal de edad. Entonces, me prometía, nos casaríamos aunque fuese sin el consentimiento de mis padres.
Todo marchaba bien y normal. Me intrigaba, sin embargo, su exagerado pudor: jamás había podido ver su desnudez. Siempre copulábamos a oscuras en el gabinete de rayos X. Además él se permitía acariciarme, besarme y lamerme entera. No obstante yo sólo podía besar su boca o su cuello. Las veces que yo insistía en explorar su cuerpo él reaccionaba con un "no" suave, pero tajante. Justificaba ese extraño celo aduciendo:
- Mi cuerpo es feo. Temo que después de conocerlo te decepcione y dejes de amarme.
Pero yo le amaba tanto que siempre quería agradarle y por tanto me propuse someterme incondicionalmente a su voluntad.
Cuando los compañeros de la escuela o los otros muchachos de Rinconada me insinuaban alguna invitación, como solían hacerlo tomándose por encima del pantalón groseramente los genitales para alardear de su mal entendida hombría, yo les declaraba a manera de desquite, no mis actos secretos, sino sólo mi gran admiración por la excelsa finura de Rafael. Ellos hacían alusión burlesca a los delicados modales de mi amado con el fin de mortificarme. Me sentía tan ultrajada por eso. Les veía cada vez más burdos, estúpidos e indeseables. Me causaban repulsión. Deseaba gritarles: "¡Sepan que mi dueño exclusivo es ese fino varón a quien presumen maricón y es más hombre que todos ustedes juntos!"
Ya había transcurrido casi un año de mi vida llena de lindas emociones con mi amado. Pero yo hubiera querido dominar el paso del tiempo y situarlo en mis dieciocho años para poder casarme, por fin, con aquel varón del cual estaba profundamente enamorada.
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Una fría tarde de julio el doctor Rafael Quiñones visitaba mi casa. Era la segunda vez que lo hacía desde su arribo a Rinconada. Fue con el propósito de citar a mi padre al consultorio por un asunto, según dijo, "muy especial", justo a la "hora nuestra". Por este motivo ese día mi amante postergó nuestro cotidiano encuentro hasta la tarde del siguiente y me ordenó encarecidamente que no fuese entonces al lugar de mis máximos placeres. Pero mi natural sagacidad y la curiosidad que aún me caracteriza me empujaron al consultorio para esconderme allí, en un closet de la salita; lugar en el cual preví que se reunirían y pasé esperando impacientemente hasta la llegada de mi viejo.
A la hora señalada pude escuchar lo que sigue:
- Don Artemio, - habló Rafael con toda soltura - quiero solicitarle un servicio muy especial e iré, sin más rodeos, directo al tema: debo estar pasado mañana en la Facultad, en Santiago, con unas muestras de semen de un macho sano y de buena estirpe para un experimento de investigación genética que allá estamos realizando y me he acordado de usted...
Mi progenitor conocedor del tema, ya que él mismo hacía los cruces artificiales del ganado en Rinconada, se sintió halagado por la petición de mi "instructor" e, interrumpiéndole, asintió gustoso diciendo:
- Tengo un semental bovino que pesa como seiscientos kilos que le dará excelente y abundante materia para ese menester...
Mas, el médico le replicó contrariado:
- O no me he expresado bien, o usted no me ha entendido: Artemio, he considerado SU salud de hierro, SU madurez ideal y SU tipo racial; es decir, que el semental que requiero es USTED. Recuerde que no soy veterinario; sino ginecólogo.
Papá quedó petrificado en su asiento y yo también en mi escondite. El profesional prosiguió en tono muy convincente:
- Hay cien mil pesos disponibles para el donante. Piénselo. Estaré esperándolo mañana a las 18:00 horas con todo lo necesario para que haga su aporte a la ciencia. Si decide hacerlo no demore. Le sugiero que venga con su esposa para que le ayude.
Yo supe de antemano que ante tal considerable suma de dinero mi padre olvidaría cualquier escrúpulo. Y así fue efectivamente: al día siguiente a las 18:40 horas, gracias a la eficiente estimulación de mi madre, Rafael obtenía de parte de mi progenitor la muestra seminal y mi padre, así mismo, la recompensa ofrecida.
Yo acudí, apenas regresaron mis padres, al encuentro de costumbre. Le mentí a Rafael que mi padre me había contado de su viaje a Santiago para poder preguntarle:
- ¿Cuándo regresará?
Por respuesta a mi pregunta recibí el vaso de gaseosa conque solíamos comenzar nuestros amorosos encuentros. Lo bebí rápidamente porque estaba ansiosa de placer. Antes que pudiera insistir en saber la fecha de su retorno un repertorio de sus deliciosos besos partió desde mis labios, prosiguió por mi cuello y continuó descendiendo por mi insaciable cuerpo de mujer adolescente.
A los pocos minutos yacía yo tendida de espaldas, entregada a la sensual vorágine de goces, sobre la camilla de la salita de rayos X en penumbras. Mientras, allá abajo, el doctor besaba apasionadamente mi pubis y manipulaba con excepcional maestría mi interioridad genital.
El dulce orgasmo me llegó seguido de un profundo y tan invencible sopor que, sin darme cuenta, me dormí, laxa e inconsciente...
- ¡Marta!
- ¡Marta, despierta!
Las manos mojadas de mi dueño y su voz suave me volvieron gradualmente a la lucidez después de casi una hora.
- ¿Cuándo volverá de Santiago? - Le pregunté, casi instintivamente, una vez más.
- Tan pronto como me lo permitan mis quehaceres en la Facultad.- dijo con la mirada brillosa de lágrimas y perdida en el insondable horizonte de su pensar.
Tras despedirme de mi amado con un tierno beso, aún somnolienta y muy triste, emprendí el regreso a casa.
Desde aquel día comenzó un terrible transcurso que fue consumiendo la ilusión de volver a verle. Pasó un mes y no me llamó al teléfono comunitario del pueblo. Ni tampoco me escribió al correo. Guardando el secreto de mis transgresiones en mi vientre materno, cada día que yo vivía era un paso más hacia la desesperación; un grado más de angustia: una virtual agonía. Rehuía a mis padres. No me interesaba por nada ni por nadie. Pasaba tardes enteras oteando desde mi loma hasta la puerta del Consultorio. Al verla clausurada, era una lápida tras la cual yacían muertas mis esperanzas y gran parte de mi vida. Soñaba con ver aparecer por el polvoroso camino de acceso a Rinconada su pequeño automóvil de color verde metálico.
Al tercer mes de la desaparición de mi querido doctor, y de mis menstruaciones, empecé a tener náuseas y vómitos contrastados con impulsos irrefrenables de voraz apetito. Al cuarto mes fue imposible seguir ocultando mi ostensible preñez: mis padres lo notaron y dieron rienda suelta a su rabia llenándome de improperios al tiempo que me demandaban que les confesara el nombre del autor del hecho. Yo me dediqué sólo a guardar un profundo y largo silencio que duró días. Mientras tanto mis progenitores debieron cargar con mi vergüenza porque en el villorrio se desató el acostumbrado escándalo que solían provocar tales acontecimientos. Si mi engendrador no me golpeó para que "delatara al malhechor" fue porque mi madre le rogó que tuviera conciencia de la fragilidad de mi estado. El escarnio y el juicio público a que fuimos sometidos obligaron, sin embargo a papá a intentar reivindicar el honor familiar buscando indicios que lo llevaran a concluir quién me había "humillado". No faltaron los vecinos que le convencieron de que no podía ser casualidad que mi embarazo coincidiera con la ausencia del médico Rafael Quiñones; con quien todos sabían que yo pasaba largas horas. Pero como el pueblo lo había afamado de sodomita pensaban que era imposible que fuese él el padre de mi criatura. Ante su pertinaz insistencia, presionada por su actitud depresora y con mi ánimo muy vulnerable, por fin, le confesé llorando a gritos a papá mis incógnitas relaciones nupciales con Rafael; que él efectivamente era el padre del hijo o hija que yo esperaba y que ese hermoso y delicado varón era el ser que yo más amaba en el mundo.
Pese a todo lo que me inquietaba la situación me sentía feliz de portar dentro de mi ser el fruto del amor que me sería consuelo cuando naciera. Pensaba que Rafael lo había querido así para dejarme una parte de él al saber con antelación que no regresaría. "Es posible que sea casado y tenga su propia familia en Santiago"; conjeturaba yo.
Oportuna, como la lluvia que cayó aquel día Sábado, 28 de Abril de 1984, después de una sequía en la zona, nació mi hijita: su piel era morena como la de mi padre y la mía; sus rasgos eran exóticos, parecidos a los de un bebé oriental: su frente era extraña: alta y aplanada; su lengua y sus labios lucían secos y fisurados; tenía anormales pliegues verticales de piel en la comisura interna de sus ojitos: mi niñita sufriría el Síndrome de Down. Yo, que no entendía de eso, no le di la importancia que tenía su anormalidad y mis padres evitaron hacerme conciencia de ella. Lo que yo más lamentaba era que no hubiese heredado algún aspecto de la exuberante belleza de su padre. No obstante sentía revivir con esa criatura en mis brazos.
A la semana de mi feliz parto una corazonada me llevó a mirar por la ventana de mi habitación hacia la plazoleta y vi, con suma alegría, que la puerta del Consultorio estaba abierta. Bajé de inmediato con la intención de mostrarle a mi amado nuestra hijita. Cuando entré en el recinto encontré a mi padre, furioso, frente al doctor Quiñones en una violenta discusión a gritos en presencia de dos carabineros. Recuerdo a mi padre apuntando al doctor con un índice acusador increpándolo aproximadamente en estos términos:
- ¡Señores policías: acuso a este depravado de pervertir a mi hija que apenas tiene catorce años y ya ha parido una cría de él!
En atención a los gritos de papá, inquietos y curiosos, los vecinos de Rinconada fueron allegándose como si hubiesen sido invitados. Entonces el médico respondió a gran voz:
- ¡Señores representantes de la ley y ustedes vecinos escuchen con suma atención lo que ahora diré: sepan que el único pervertido aquí, precisamente, es este sujeto que me acusa...
El alboroto que se estaba produciendo fue concitando el interés de más y más rinconadinos que repletaron ese salón de espera. Cuál de ellos más ansiosos de saber en que terminaría aquel evento tan poco común allí.
El galeno continuó:
- Tengo todas las pruebas para certificar lo que digo. ¡Escuchen!:
Corría enero de 1954 cuando este hombre que ustedes ven aquí: el "respetable" don Artemio José Lacalle Salas, en ese entonces de veintiséis años de edad, entró de noche por la ventana de la casa de doña Hortensia Quiñones Herrera, mi ahora difunta abuela, y violó bajo amenaza de cuchillo a su nieta Violeta Olaya Quiñones quien, a la sazón, era una adolescente de escasos trece años...
Mi padre, cual si hubiera sido transportado al pretérito de aquellos hechos que relataba el médico, virtualmente ausente, no reaccionó. Su cara delataba un estado de enajenación: estaba pálido, mudo, con sus ojos desorbitados mirando hacia ese pasado condenatorio.
Rafael prosiguió su referencia:
- No hubo pruebas; pues en ese tiempo la ciencia y la medicina legal no contaban con las posibilidades actuales. No obstante, hubo un testigo ocular: un borracho consuetudinario vecino de ellas el cual, por su vicio, no fue considerado creíble ante el tribunal. Así fue que pasó el tiempo y el caso prescribió legalmente...
El silencio era sepulcral. Los presentes se mantenían expectantes, compungidos y ávidos de escuchar. Quiñones respiró profundo y continuó su relato:
-Fue tan grande el sufrimiento y el heroísmo de esa pobre niña, obligada a ser madre por este sucio bandido, que esperó a que la inocente criatura que albergaba en su vientre naciera y luego se suicidó lanzándose por la ventana de la maternidad desde un cuarto piso...
El facultativo, ahora ahogando un sollozo, prosiguió su alocución:
- Pasó el tiempo necesario para que yo entendiera los sucesos que, por lo que me atañen, siempre quise saber; y un día el borracho del barrio, en su lecho de agonía, me confirmó el brutal cometido, repitiendo hasta su muerte el nombre de este violador. Solamente faltaba que el avance de la ciencia descubriera las claves del ADN como prueba irrefutable de la acreditación genética del linaje.
El doctor secó con un pañuelo el sudor de su cara y las inhibidas lágrimas que ya le habían asomado; luego siguió:
- La niña que nació producto de ese aborrecible atentado creció y fue inscrita en el Registro Civil con el primer apellido de su abuela que le sirvió de paterno y materno. Felizmente la vida dotó de una profesión ideal a la doctora en ginecología, Rafaela Quiñones Quiñones...
... ¡QUIEN AQUÍ Y AHORA LES HABLA!
Varios presentes, ellos y ellas, sujetando lágrimas, confusos, oscilaban sus cabezas en señal de que en sus mentes no cabía lo que estaban experimentando; la mayoría guardaba un silencio absoluto y expectante:
En este punto de la narración la, ahora develada, ginecóloga Quiñones interrumpió momentáneamente su relato y comenzó a despojarse de las anchas ropas bajo las cuales ocultaba su fino cuerpo de mujer; ya totalmente desnuda, ante los atónitos presentes. Con los ojos desorbitados, el rostro extrañamente desfigurado y los dedos de sus trémulas manos orientados hacia su pecho, continuó diciendo:
- Yo, nacida fruto de la violación que les he referido, juré ante la tumba de mi madre encontrar y hacer pagar su infamia a la bestia que vino a este pueblito a esconderse cobardemente de su oscuro pasado.
Les aclaro que lo que hoy les he confidenciado ha ejercido una influencia determinante en mi orientación sexual: soy lesbiana. Estudié ginecología para no tener que atender a hombres; hacia quienes me anima un odio patológico.
En ese instante hizo su aparición en escena mi madre; ella no entendía nada de lo que allí estaba ocurriendo.
La doctora Rafaela, dirigiéndose ahora a los dos policías presentes, les dijo:
- A ustedes, representantes de la ley, me entrego y confieso que he inseminado a la señorita Marta Lacalle con semen de su propio padre Artemio Lacalle. Por tanto la criatura que Marta sostiene en sus brazos es nieta e hija de este violador...
Finalmente la médica Rafaela Quiñones se arrodilló, alzó sus ojos y sus brazos al cielo y exclamó llorando a gritos:
- ¡MADRE, DESCANSA EN PAZ: YA TE HE VENGADO!
En ese momento yo, Marta, súbitamente relacioné todo lo sucedido y pude inferir que Rafaela Quiñones, mi hermana paterna, por la obsesión de vengarse, me había seducido disfrazada de varón haciendo uso de sus caricias y una prótesis a modo de miembro viril. Entendí que me había suministrado droga para causarme somnolencia en nuestra última noche; ocasión en la cual, de seguro, me había inseminado con la muestra recientemente conseguida a mi padre. Comprendí lo de sus pretendidos pudores corporales. Sentí además que me había utilizado para liberar los impulsos de su orientación sexual: Todo había sido una sucia farsa y el amado hombre que yo había idealizado se desvanecía, junto a mi materna felicidad, en su perversa intriga.
Todos estos acontecimientos me afectaron tan gravemente que al poco tiempo entré en un estado de locura durante el cual envenené a mi padre y luego me lancé con mi hijita al río para escapar de la desgracia. Pero tan sólo mi pequeña murió ahogada porque yo fui rescatada con vida y enclaustrada por siete años en este manicomio donde he escrito ésto y, hasta hoy, expío mi doble parricidio. Ahora ya estoy bien. Mañana me darán el alta.
Mi buena madre, que me ha visitado todas las semanas de mi encierro, vendrá mañana para llevarme, por fin, a casa.
He sabido que la ginecóloga Rafaela Quiñones fue derivada, desde la penitenciaría, a esta misma clínica psiquiátrica bajo tratamiento por una catatonia esquizofrénica que le ha tenido a las puertas de la muerte. Espero que me permitan visitarla. Después de todo... es mi hermana ¿no?...
FIN.
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Aclaro que todo lo que aquí he relatado es fruto de la fusión de algo de la realidad con una recóndita y oscura fantasía que ha brotado de mi caprichosa imaginación.
Cualquier similitud con personas o sucesos efectivos es coincidencia pura.
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CALARA.- |