Sexo, Drogas y Muerte en las junglas políticas de Locombia
La servidumbre que arrinconada
al fondo del pasillo ni siquiera
se atrevió a arrimarse al umbral
de la puerta convertida en un
astillero improvisado en el piso
solo escuchó un dúo desaforado
de gemidos, maldiciones y
resoplidos que se prolongaron
hasta el mediodía cuando Julito
salió casi desnudo bailando una
danza frenética y enigmática con
saltos, volandas y piruetas como
de mazurkas ignoradas, balalaikas
exóticas, patacorés atávicos y
currulaos pornobscénicos hasta
desparecer detrás de una ceiba
añosa y descolorida que había sido
plantada por el Coronel Juán José Ron-
dón cuando el ejército de los lanceros
del llano pasó por el valle del Orteguaza
a ponerse a las órdenes del General
Mascachochas.
Solo dejó una pata de tarántula
blanca dando coletazos en el
pecho de su abuelo y una garúa
parsimoniosa e iridiscente de alas
de libélula que se amontonaban en
el linóleo lithuano que Medardo
Micolta le había vendido a Don
Julio Perdomo antes de emigrar
rumbo a Montería.
Esa misma noche la India Zobeida
veló el sueño de su suegro, el ogro
que la había agarrado del brazo y
casi desnuda la había obligado
a punta de cañón a abrirse de
piernas ante el cuerpo amoratado
y sangrante de Sodomito.
Fué un sueño poblado de estertores
y gemidos interrumpidos por breves
períodos de sollozos y maldiciones
tenaces cargadas de amenazas y
obscenidades irrepetibles.
Desde la noche de su cópula
inconcebible en la mesa de billar
de la Taberna Berna y para
desesperación de los machos más
exigentes de Florencia,
San Vicente del Caguán y Tres
Esquinas renunció a los placeres
de la carne, a los tráfagos inútiles
y las vanidades ilusorias del ruido
mundanal y se enclaustró en el
convento de la Beata Santa
Maripondia donde sus carnes
turgentes, sus senos de pezones
jugosos como nísperos de Navarro
y su monte de venus tan cercano
e inalcanzable como los jardines del
Diablo de la selva peruana, donde
medra el Chuyachaqui, o los oasis
cristalinos del Kalahari, realzados
a través de las batolas blancas
que eran la única prenda permitida
por Sor Cunegunda, la Madre Superiora,
llevaron a la muerte prematura por anorexia nerviosa y al suicidio culpamentoso
a varias de las novicias y hermanas.
Hasta Mutope salió del pasadizo secreto
detrás del osario donde se había
escondido casi tres años por temor
a la venganza del señor de Rancho
Perdomo y se entregó a una
vorágine permanente de pajas
irreprimibles detrás de Zobeida,
olvidando por completo que el
Rey del Arroz había puesto precio
a su cabeza desde la noche que lo
sorprendió dándole por el culo a
sodomito en el hospedaje para flojos
que administraba el Turco Fuád
y cuyo propietario vivía en Bogotá,
donde era uno de los miembros más
destacados del Opus Dei.
Cuando se enteró, al mediodía,
de la visita de su hijo Julito al
Rancho Perdomo, la India Zobeida
sin siquiera pedirle permiso a Sor
Cunegunda había al instante
corrido a evitar una tragedia, pero
llegó demasiado tarde cuando ya
su hijo había desaparecido rumbo al
Tambuyacu siguiendo la ruta marcada
por el General Bolívar en su regreso
desde Cuarumaru con veinte picunas
y la fórmula desconocida para
atravesar los Yateviales de los que
el Barón Alexander Von Humboldt,
sabiamente, había omitido toda mención
en su breve y famosa monografía sobre
el sistema para producir el curare.
El árbol de Yateví es un condrodendro
tormentoso cuyo tronco contiene
meniespermas altamente venenosas
que en dosis mínimas pueden matar
a un hombre extremadamente robusto
en quince minutos.
Todos los músculos del cuerpo se relajan
y luego, en menos de cinco minutos
se paralizan generando una asfixia
progresiva hasta causar la muerte en
una agonía desesperante que no
pasa de diez minutos.
Según la teoría del biosemiólogo caqueteño Orígenes Chanquivilca, los Yatevíes forman
una malla subterránea de raíces
con terminales semiotrémicas que en
cuanto alguien da el primer paso en un
yatevial activan un mecanismo de
defensa en los árboles desatando
una tormenta invisible y finísima de
las espinas mortales del Yateví,
a menos que el caminante conozca
la fórmula secreta para evitar la
activación de esas fatídicas duchas
de espinas venenosas.
Al cabo de tres noches empezaron
a sonar las campanas de la Iglesia de
San Jesusito anunciando el deceso
del Rey del Arroz y cuando la casa fué
abierta finalmente para rendirle honor
público a tan benemérito hijo de la
república y miembro veteranísimo
del Parlamiento Nacional, del anciano
erguido y fuerte de 89 años y 1.99 mts.
de fibra y músculo lo único que
encontraron las comadres y las
rezanderas del pueblo fué a un viejecillo
diminuto y cuasiesquelético con un escapulario en la barbilla y un ejército de tarantulitas
blancas golpeteando el cuádruple vidrio
reforzado con zuncho sueco y lianas de
jayuma negra pugnando por salir del
féretro de mangle rojinegro y
resignadas al hipnótico ajetreo
de entrar por la boca entreabierta
y desdentada para volver a salir por
las cuencas de los ojos cubiertas
por una precipitación incesante de alas de caballito del diablo que se disolvían al caer sobre
el sudario confeccionado a las volandas
con unas sábanas conseguidas por la
India Piraquive y manchadas de sémen y
lubricaciones anales de reclutas rosquetos
porque las tomó sin fijarse de la canasta
donde le llevaban los tendidos sucios de
las camas del hospedaje para flojos
administrado por el Turco Fuád.
Solo las comadres y las rezanderas
pudieron presenciar el nauseabundo
espectáculo del cadáver del Rey del
Arroz, porque a mediodía empezaron
a arribar los hijos naturales del finado
llegados en un estado como de trance
hiperactivo y belicoso desde regiones
tan remotas como Chapada Dos
Guimaraes en pleno Matto Grosso y Punta Desengaño en la antártida argentina.
Se bebieron todo el brandy y el congnac
Napoleon, se limpiaron el trasero con
los cortinajes rosados de Lyon
importados por Sodomito, se masturbaron
hasta la resequedad frente a los cuadros
del Rapto de las Sábinas y el emperador
Adriano desflorando a Antinoo y acabaron
en una semana con las provisiones de
tres meses. Desesperados y carcomidos
por una furia sin treguas esperaron a
Chichikov quien se había volado a Cali a
esconderse en la casona del Doctor Reveiz
y solo se marcharon por el temor
a enfrentar los poderes mágicos de la
colérica Zuname, no sin antes jurar
que pronto regresarían a tomar
posesión de su herencia porque en lo úni-
co que todos estaban unánimente
enfrentados era que cada uno de ellos
tenía todos los derechos para convertirse
en el único, justo y legítimo heredero
de la fortuna del Rey del Arroz, y en
cuanto a Julito Perdomo, su nieto
Picuna, bien podía teletransportarse
a las cabeceras del Tambu Yacu
antes de que lo denunciaran por
comunista ante el general Matallana,
que te mata ya y ná......
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