A los ochenta y cuatro años pocos logran dominar su propio cuerpo, los movimientos son cada vez más torpes y hasta duele mantener los brazos levantados, aunque solo sea para peinarse y debe hacerlo ahora, en dos segundos, su pelo está imposible de largo, encrespado, seco, blanco y... el ensayo debe comenzar.
Sara Fuentes va y viene desde la habitación al baño, manipula el motor eléctrico de su silla de ruedas con la mano izquierda y cruzado sobre los apoya brazos, un refinado bastón de mango nacarado. Sara siempre lleva su bastón, lo desliza, lo acaricia con la mano libre, lo incorpora a ella como si fuese una continuidad de su figura angelical, casi flotante.
Me mira ansiosa por el espejo del toilette, como todos los días me acerco y le ayudo a recoger su pelo con unas veinte o treinta horquillitas de metal, después, le acerco el lápiz de labios, el maquillaje, el perfume, las cremas, quiere lucir perfecta.
¿Te das cuenta, Isabel? Me dice como todos los días, (lo único que marca la diferencia es que unas veces me llama Isabel, otras María, otras... bueno, el nombre que salga en ese momento). ¿Te das cuenta?, dice, el tiempo va descendiendo, se vuelve oscuro y cada instante es más estrecho, mientras las horas se desplazan ágiles como comprometidas con urgencias inventadas, este tiempo resulta impenetrable, todavía me falta desayunar y ya estamos prácticamente sobre el horario del ensayo.
La observo descontrolada terminando de arreglar su cara. Sara Fuentes es hermosa, aún con tantos años. Llegó aquí hace unos meses y muy pronto consiguió el respeto y la admiración general.
Como siempre, toma dos tragos de su café negro, casi amargo, y sale con la cabeza en alto, manejando con extrema elegancia su silla de ruedas.
Isabel, me dice, deberías quedarte aquí por si comienza a llegar gente. Hoy ensayamos con público, querida, falta muy poco para el gran estreno y me interesan los comentarios, son decisivos, de ellos depende nuestro porvenir y gloria.
Son apenas las seis menos cuarto, es invierno, el pasillo es una inacabable línea oscura a cuyos costados se alzan innumerables puertas en sombras.
Me quedo aquí. Como casi todos los días, Sara avanza excitada, con una mano lleva el control de la silla de ruedas, con la otra agita su bastón por el aire, dibuja ondas, marca compases, giros, se arranca una a una las horquillas del pelo hasta dejarlo suelto, mueve cabeza y hombros al compás del bastón y en medio del absoluto silencio, Sara danza, rubia y exquisita en sus giros, variaciones y contorsiones mágicas.
A veces baila, otras veces dirige su orquesta y toca el piano, como hoy. Cada una de las puertas del pasillo es una tecla, Sara las va rozando, suavemente al principio, luego, a medida que el concierto avanza en movimientos, las golpea con velocidad y fuerza. Una mano en el motor de la silla a velocidad máxima y en la otra mano el bastón para alcanzar la madera de las teclas. Los otros internados comienzan a salir enardecidos, locos gritan desde adentro de los cuartos, el alboroto es total. Ya es la hora.
Hago sonar el timbre, llegan mis compañeros de guardia para ayudarme, preparo la jeringa con sedante y se la aplico a la artista. Dormirá hasta el mediodía. Mañana la función no se suspende.
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