Vestirme de ti por las mañanas,
muy temprano, mientras duermes,
suele ser el hábito que he adquirido
para no olvidarte,
sin saber si duermes a solas
o inundada de besos desconocidos;
el no pasar desnudo de tu memoria
por las avenidas monstruosas de amarillo,
lo considero el acto solemne
con que me aparto de tu ausencia documentada.
Tu camisa de cariño
que plancho cada noche anterior a mis labores,
el reloj con que me esposo
al aroma súbito que estampabas en cada cuarto,
la corbata que cuelga de mi cuello
como tus besos alguna vez míos…
Me visto de ti y con tus años
sin temor a equivocarme,
porque tus palabras, tus pies,
y tu pan amasado combinaron siempre,
y aunque fuese yo
la percha imperfecta dejada por Dios,
yo, vestido de ti,
era la estrella del principado.

Hoy no tengo más ropas
que estos harapos que he gastado de no verte,
me he hecho a la mar
con estas velas sencillas y ajadas
y he naufragado,
como se pierden nefastamente,
el amor y la juventud.