Berto era un excelente abogado que aumentaba su prestigio día a día. Sus casos eran imperdibles y la clientela que se había forjado le permitía un muy buen pasar. Todo iba demasiado bien en su vida menos un estigma que arrastró por años. Su padre, un hombre de la farándula, transitó por todos los caminos del espectáculo y cuando las puertas se le fueron cerrando por su edad, no encontró nada mejor que hacer que disfrazarse de payaso y trabajar azarosamente en un circo itinerante, como lo son casi todos.
El asunto es que de un día para otro, Berto se vio involucrado en un gran escándalo y su prestigio se trasformó en una simple pompa de jabón que se desintegró en el aire. Todos los staff se negaron a tenerlo entre sus filas y el pobre abogado tuvo que conformarse con trabajar de tinterillo en una oscura oficina.
Deprimido y sin horizontes, una tarde se confinó en su casa y se dedico a hurgar entre las rumas de objetos en desuso. Aparecieron álbumes de fotos antiguas, cuadernos, revistas, tapices descoloridos arrumbados sobre todo esto. Recién entonces reparó en un baúl desvencijado que parecía un triste sarcófago esperando ser llevado al vientre de la tierra. Cuando Berto abrió el baúl, se encontró con dos enormes y colorinches trajes, una caja repleta de pinturas, una peluca rubia toda despeinada y la infaltable nariz roja oculta entre los pliegues de la ropa. Un par de inmensos zapatos y dos manos gigantes completaban la indumentaria oficial del payaso. Berto contempló sin mayor emoción ese inventario nostálgico y recordó aquellos momentos lejanos cuando su padre rutilaba en el circo mientras él se empeñaba en licenciarse de abogado. Nunca nadie supo que el payaso Palangana era su padre y el jamás había hecho el menor esfuerzo por sacar de la duda a alguien. Ambos, padre e hijo, eran muy parecidos y era indudable que cualquiera habría adivinado su parentesco. Por eso, nunca se les vio juntos, por los prejuicios del hijo y la comprensión del padre. Ni siquiera en su muerte, repentina por lo demás, Berto quiso reconocer nada y se esmeró que el funeral fuese simple y con el menor número de personas acompañando la triste despedida.
Ahora, sin embargo era otra cosa. Derrotado, herido casi de muerte en su prestigiosa profesión, los horizontes que le aguardaban eran nebulosos e inmisericordes. Casi sin pensarlo, tomó la nariz de plástico y meditando en esas cosas tristes del ayer, se la colocó sobre la suya. Pensó que debería verse demasiado ridículo y sonriendo sin ganas
se contempló en un espejo. Un escalofrío lo hizo retroceder al ver la estampa de su padre sonriéndole desde el otro lado. Fue, por supuesto, una simple ilusión ya que su parecido con Palangana era más que evidente. Con mano trémula, abrió la caja de colores y comenzó a pintarrajearse el rostro tal y como lo hacía su padre. Más tarde se colocó uno de esos apolillados trajes, se calzó los inmensos zapatos y se plantó la película rubia sobre sus escasos cabellos encanecidos. De inmediato, le pareció sentir que una sangre renovada comenzaba a circular por su organismo, se sintió increíblemente liviano, afloraron en su mente los detalles amables de la vida, las anécdotas, las risas que tanto había mezquinado para sí y para los demás.
-¿Qué fui juzgado por presumírseme culpable? ¡Que más da! El tiempo siempre termina haciendo justicia. Vamos, hombre de la nariz roja, payasito bueno de las veladas gloriosas. Para ti no deben existir las penas, transfórmalas en caricaturas que harán reír a los espectadores. Ríete con ellos, sal de tu cascarón burgués, acude a alegrar al mundo que eso sólo te traerá contento.
Y así lo hizo. Sin temor a ser catalogado de loco, se encaminó por las calles de Dios, sonriéndole a los ancianos y a los niños y estos le devolvían las flores de sus carcajadas. Pronto se corrió la voz que el payaso Palangana había resucitado y ahora recorría la ciudad enarbolando su amplia sonrisa y su voz atiplada. Y Berto, mientras más disfrutaba con esto, más rehabilitaba la imagen de su padre en su mente redimida…
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