Aquí, junto al puente Bulnes, algunas prendas sucias, bolsas con neoprén, adolescencia de aire libre.
Aquí, junto al puente, donde el hedor remece los sentidos de la culpa; donde los desperdicios del río son juegos juveniles de gente pobre.

Piedras de barro; colchones húmedos; el frío que se cuela entre los telares de la lana regalada; ya sucia, hace algún tiempo.
Esa tarde traía cartones, en tinte de niebla crucé el puente; ví las luces, oí el motor. Esa noche lloré con las estrellas, abrazado a un chaleco roído por la nostalgia.

Me quedé más tiempo del esperado soñando su retorno. Supe de varios que ya no volvería. Conservé la esperanza; me sentí humano, me sentí observado desde el cielo; busqué lugares, gente; recé por compañía después de tanta soledad; me sentí olvidado; viejo.

Buscando lo desconocido, me resigné ante la espera.

Los días en adelante endurecieron mi rostro, apagaron mis lágrimas, torcieron mis músculos.

El cartón, el vidrio de botellas consumidas, los periódicos de noticias anteriores; la lluvia que mojaba mis raíces; quebrando mis huesos; ahogando mis angustias; en un segundo extrañé su invitación, odié mi soberbia.

La luna brilló como en el día de su venida, el recuerdo miel fue borrado por una imagen de gaviotas en el río. En el cielo, leí su sonrisa.
La cruz que colgó en mi pecho me la robó el tiempo; la estrechez de mano, la caricia en el pelo; el brillo acogedor de sus ojos serviciales quedó en mi corazón.

El primer diario recogido en esa mañana me hizo alzar la mirada; el eterno agradecimiento que exhalé fue transformado por el cielo en una pieza más de nube en cruz.