Nunca me agradó mi nombre.
Nacido un día de sol robusto; el primaveral desfile de flores rociando aromas, los volantines surcando los cielos poblados de aves en ritos de apareamiento; cazando insectos transportadores de polen como sembradores de vida; en donde la noche estrellada absorbe en su regazo el nocturno platino de los antepasados ahora estrellas; guías como linternas en el túnel pulcro que es la realidad; señas del tiempo eterno que es el gobierno de la soltura de nuestras pieles y de nuestra funesta desaparición.
La gente vivía del Centro, los sombreros y los abrigos, los lustradores de botas de Ahumada trabajaban de modo expedito para satisfacer a los banqueros que, llevados por el tiempo de economías rebeldes, regalaban propinas, cogían sus periódicos, caminaban entre la masa cabizbaja productora del país.
Soy el tercer hombre de mis hermanos; solía jugar con el mayor de ellos en la parra del patio: los fugaces rayos de luz despistaban nuestros cegados disparos de uvas maduras.
Cuando oíamos el motor del Chevrolet corríamos al tercer piso; ático desde el cual permanecíamos ocultos de nuestro padrastro. Era banquero.
En las tardes, mi madre hacia convites a sus amistades, cocinaban galletas y compartían rumores; su voz estuvo siempre apegada a los muros de la casa, era opinión menor ante la autoridad de mi padre.
El hospital recibía muchos niños; el doctor Eizaguirre, de brazos robustos y enseñanza europea, sentenció mi nombre con la punta de su pluma.
II
Las tardes verde olivo de luciérnagas fugaces me pillaban semidormido sobre fantasías alegóricas; mi definida responsabilidad y orden traían lágrimas a los ojos de mi madre, que veía en mí su deseo encausado.
Jorge, mi hermano mayor, se recibía de abogado de la Universidad de Chile, entregándose a los senderos que harían de su vida una competencia feliz. Mi segundo hermano, Joaquín, nació autista. A veces le oíamos llorar o reír, otras olvidábamos su encierro. María, mi hermana melliza, encontró en un diario de mi padre muerto el dolor del hijo enfermo; hijo que bautizó con su nombre y que abandonó con flores negras.
Llegó cuando vivía mis seis años, una tarde de reunión familiar con los Ochagavía, familia materna oligarca. Su nombre, Fernando Eguiguren. María lloró toda esa noche. En su cuerpo cultivó el presagio del desgarro de su intimidad. Mamá, en cambio, recuperó el brillo ilusorio de sus ojos y corrigió con sonrisas las arrugas de la pena. De los Ochagavia aun recibo cartas, la última de ellas llegó trágica.
III
Caminaba por Alonso Ovalle dos cuadras hasta el colegio. Aprovechando el recreo, las palomas recogían las migajas de pan del patio apenas los jesuitas las arrojaban.
A las diez de la mañana, con los zapatos sucios y el corbatín arrugado, con sudor sobre la frente, en aquel octubre 12 de primavera ciega, tres golpes en la puerta azotaron con mayor fuerza mi corazón. Fue la primera conversación, entre muchas, después de los recreos.
Hace un par de años atrás, tras leer una carta de confesión de mi madre, supe que ella, octubre 9, había pedido aquella entrevista.
Esa tarde, tras recordar las aves de los patios del colegio y lanzar algunas migas simbólicas rememorando su ausencia, esbocé al cielo una amplia sonrisa.
Manuela, prima del sur, llegó de improviso; y con ella trajo a mí un insólito sentido de escape de mi mismo. Recuerdo con ella las praderas de Calera de Tango; la primera borrachera; el olor a pasto impregnado en la ropa que nos siguió camino a casa. Siento hasta el día de hoy el dolor de las espigas incrustadas en los calcetines.
Un día de invierno, mientras me adentraba en una iglesia, una señora se acercó para preguntarme cuál era mi sentido más agudo. “Debe ser ante la ausencia de manos tiernas por lo que mi piel tiene más memoria que mi cabeza”; respondí.
IV
Llegó la lluvia y en el colegio se formaba un lodazal de piedras, tierra y pétalos de rosas viejas. Las hojas de los árboles danzaban aún amarillas, cobijadas en el aire del otoño pasado; en otro tiempo, otro espacio, veo en ellas la imagen de mis recuerdos desordenados, perdidos en la inmensidad de mi inexperiencia. Bebo un café.
Veo en televisión un reportaje de un tocayo santo, colega de servicio. Recuerdo el sueño de mi madre, quizá deseo también fuese de mi padre y, con designios celestiales, fuese éste el real guía de mi yo marioneta.
Un tío me dijo, como consejo vocacional, que con la edad que cumplía era tiempo de tomar mis propias decisiones para las acciones a futuro. Paradójicamente, para hablar de esto, fuimos al café Paula donde me regaló un chorreante helado. Cumplía 16.
Moncho, un amigo de infancia, en aquel tiempo, comenzó con sus lejanías del grupo literario. Nadie supo el porqué hasta la carta que leí junto a tres más del grupo, procedente de la Vicaría. Mi madre fue la que recibió la carta; el sobre en mis manos traía un suave olor a llanto.
Los años pasaban sobre todos, pero Jorge parecía tener un aura especial. Quise ser como él.
V
El Parque O’Higgins se vistió de fonda en aquel septiembre de sueños confusos. Las empanadas y el vino, las cuecas y los sombreros de huaso gobernaron los corazones patrióticos. En el mundo, el caos se vivía como el apocalipsis de la Biblia. Mi padrastro lloraba más seguido. Joaquín no estaba en casa desde el matrimonio de María, evento del cual omito relato por las condiciones del casorio y las consecuencias familiares. Mi refugio, un libro de retiros ignacianos.
El patio de la residencia jesuita rememoraba años de gloria y un sepia nostálgico me llevó a recordar a mi padre. Las palomas eran mascotas de presagios coloridos; cuando una de ellas de un blanco enceguecedor entró en mi habitación, me dediqué a esperar noticias. Ese día, en la tarde, recibí una invitación del sur, la primera a mi nueva dirección. Manuela se casaba al mes siguiente.
VI
Desde aquel día en que el primer jesuita me retiró de clases, comenzó a ser esto una práctica habitual dentro de mis días escolares. Una “onces” en la residencia, con tres sacerdotes, un diácono, tostadas, mermelada de durazno, miel, queso sureño y té inglés fue la real apertura de puertas.
Me comparaban con mi tocayo religioso, anunciando como ángeles en canto de gloria que perfectamente podía ser yo el indicado para continuar su obra. Recibí como regalo su primer libro. Para el grupo literario, ésta era una obra ejemplar.
El tiempo trajo y llevó cosas. Los Ochagavia se cambiaron de casa a lo alto de la ciudad, las enredaderas de la casa tapaban en reiteradas ocasiones la chimenea, el aire se hacia más espeso. El doctor Eizaguirre recibía premios de ciencia; las industrias textiles arrastraron el futuro de mi hermana y Joaquín, en su encierro hospitalario, se expresaba como el mejor de los artistas cubistas en la pintura de su habitación. Mi madre recibía además, los problemas existenciales de Fernando, ya anciano.
Ante mí se abrían senderos de iluminación pasiva. La lectura se transformó en mi
pasatiempos favorito, sobretodo al leer los escritos internos de mi tocayo, a esas alturas, enfermo de un naciente cáncer. Los ejercicios de un mes me vistieron de sotana negra y de sabiduría conocedora de un universo bondadoso.
En más de una ocasión le ví, caminando con paso firme, saliendo para la Avenida Matta o para el río. Yo me dedicaba al estudio de la teología. Mi madre me extrañaba con sentimientos encontrados desde la soledad de la casa, que pese a su corta distancia, parecía separada por un desierto de la residencia.
VI
María me invitó un día a su casa. Al verme, reflejó en el brillo de sus ojos esperanza de salvación. Sergio Pérez, su marido, era maestro carpintero; ambos trabajaban cerca de su hogar, por la Estación Central. Corrían los 50’s.
Le hablé de Manuela que sentí era lo único que podía compartir con ella. En la noche, albergado en las frías sábanas de la residencia, tras mis oraciones; lloré mi lejanía.
VII
Cuando entró en mi habitación una paloma negra, cual presagio de canto de muerte, un escalofrío alarmante recorrió mi cuerpo. Fue la tarde de la carta de los Ochagavía.
Memé, la tía Memé, nos había dejado con todos sus recuerdos, que por más esfuerzo de cultivar, fueron con ella al Edén.
Fue mi primer funeral, primero en el cual ejercía mi vocación eclesial, el primero; del cual aprendí mucho. El misterio de la muerte me alejó de los sueños de mi madre, descubrí en los cuerpos fríos mi real vocación de sacerdote. Acompañe los últimos días del cáncer de mi admirado tocayo, en rezos eternos encomendé mi vida a su destino. Recuerdo sus lágrimas, sus puños estrangulando las sábanas, sus balbuceos desesperados. Acompañé la muerte de tres ancianos que con él fueron al cielo el día de la cruz de nubes, que desde el Hogar de Cristo lucía como la verdad luminosa.
Mis otrora manos de adolescente confundido fueron reemplazadas por esto, manos huesudas de extensos dedos blancos; venas que desean respirar fuera de mi piel.
El candor de la muerte reflejó en mi actitud una solemne paciencia. Con ella sepulté también mi deseo de conquista; de apetito por el conocimiento.
VIII
Desde Francia, una carta de Jorge me decía que no podía dejar a sus hijos ni a su esposa y que, sin embargo, le quemaba la culpa por estar ausente; que su corazón estaba aquí, en aquella pieza. María llegó tarde. Sergio decidió esperar en la sala contigua. Joaquín hijo comenzó a pintar en gris, Joaquín padre manifestó su tristeza con un llanto desde el cielo que sentimos caer como lluvia fría, desconsolada.
Fernando se fue a la costa. Su mayordomo me llamó una tarde; en su testamento habían donaciones para el Hogar de Cristo y también el deseo de ser velado por su adquirido hijo.
Viajé una semana a la costa, distribuí los dineros, contemplé en el horizonte marino a la familia escurrida como arena.
María heredó la casa, con ella en un día de Mayo recorrí sus nostalgias y me embriagué de sus recuerdos.
Desde el ático, recordé mi último funeral. Mi madre, en su agonía, me entregó una carta de confesión. Le dí la extremaunción. Cogió mi mano y me dijo: “Gracias Alberto; hijo; por hacer de mi vida un sueño”. Cerré sus ojos. Aún desde el ático, al contemplar las estrellas, ciento sus párpados derrotados en la yema de mis dedos.
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