Abrió los ojos y vió el barro. Suspiró, se tocó la cabeza, pelos pegados, costras de sangre. Aire puro. Aire que viajó al compás de voces fugaces, aire que vagó hambriento de auroras. Abrió los ojos y vió el barro, alzó la vista y respiró su humedad. Sus ropas bañadas en sangre, su cuerpo consumido de sudor ajeno, su mente en blanco. El barro, las sombras. Un ave, un mensaje. Un cuerno, un llamado. Quiso levantarse, lo hizo, sus movimientos fueron derrotados por la gravedad, lamentó un zumbar en la cabeza, lamentó levantarse, quiso dormir. Prados verdes, soñó con voces acogedoras, con los arco-iris de sus tierras eternas, con la nostalgia del agua caída de los cielos, tropezó al tratar de caminar, sus piernas paralizadas, su corazón helado. Balanceó con su cuerpo el recuerdo de los fuegos y los blancos, derrumbó con su flaqueza el cuerpo de hermanos destrozados. Cayó con muchos. Cayó como muchos. Inspiró el barro. Su barro. El cuerno se alejó, su conciencia se alejó, se despidió de bosques y neblinas, se sometió a la tierra. A su tierra. Creyó levantarse, y los otros miles de su color, de su raza, de su tierra gritaron en silencio, se movieron lentos y desaparecieron, se hicieron estrellas y humo, recibieron la pólvora estallando con ella, sus trozos se desplegaron como alas de aves legendarias y surcaron los cielos, y la sangre de la tierra se hizo río y torrente y nueva tierra, como una apocalíptica costra gigante, y todo ocurría desde nada y el aire se hizo voz guerrera y el sol se ocultó tras las espadas y las bestias y el mar se teñía de naves que se alzaban sobre la costa y volaban los pedazos desintegrados de espíritus fugaces, se apagó la luz del bosque y el regazo de las cumbres nevadas se fugó al infinito, y seguía viajando por senderos polares, montado en leyendas, y sus antepasados ancestrales abrieron los cielos y las tierras y la noche blanca gruño pétrea, y con más fuerza azotó en hierro las heridas, y aún con más fuerza volaron las aves

legendarias que de sus plumas desplegaron lanzas y el torrente de sangre trágica se consumió en su costra apocalíptica y entonces abrió los ojos, de párpados vencidos y luchó con levantarse de su postramiento de guerrero arrasado por el tiempo y un punzar en su cabeza revivió la desesperación de su raza, y no dejó de latir en su cráneo expuesto su pasión de pueblo araucano y aún así no pudo seguir los cuernos, los mensajes de esperanza tierna, y entonces despidió con una lágrima un momento mágico, un momento de adiós eterno. Habían pasos. Pasos de botas enemigas, pasos de invasores despiadados. Habían voces, voces de mensajes indescifrables, voces de lenguas ajenas. Solo su inconsciente sintió el pánico. Pero no reflejó en sus visiones agónicas advertencia alguna. Su poncho exhaló por él el hálito de sus células. Sus células dormidas, apagadas. Tampoco presintió el movimiento de la tienda. Ni escuchó las reiteradas ejecuciones. No palpitó el terror de su muerte. Dos pies dentro de la tienda. Un paso más, dos botas más. Aire frío. Cantó un ave. Rodillas al piso, voces extrañas, luces fugaces. Vista al cielo, al ejecutor, el entrecejo. Ojos inyectados de odio. Quiso gritar. La mira del motor del metal asesino en su cráneo expuesto. Risas. Carga. Quiso gritar con más fuerza. Convulsiones, historia reprimida, un vuelo de conciencia unido a la voz de los antepasados de la tierra, de los árboles. Un disparo, su disparo, eco de la voz de la araucanía arrasada. Un disparo, otro eco, otro canto, otra historia.