Catástrofe Natural.
Estoy sentado
y en la televisión escucho
cómo el huracán Katrina
ha matado a mil treinta y siete personas.
Me acuerdo que hace unos meses,
un tsunami mató a doscientos ochenta mil inocentes.
Me pongo a calcular.
Si cuento a mis mejores amigos,
Francisco, Ignacio, Alejandra, Constanza,
Ignacia, Macarena, Pedro, Joaquín,
Samira, Claudia, Gustavo, Martín, Sebastián,
Leslie, Allyson, Carlos, José Pablo.
Diecisiete.
Me falta mucho.
Sigo.
Mis dos padres, mis tres hermanas,
mis tres sobrinas, mi nana, mis cuñados,
tíos, primos, mi abuela, mi bisabuela,
los papás de mis cuñados, mis padrinos,
los amigos de la familia...
Llevo como Setenta.
Me falta mucho.
Cuento a mis amigos.
Llego a Doscientos.
Me acuerdo de mis compañeros del Colegio,
los profesores, mis compañeros de cursos más chicos,
los de cursos más grandes que conocí, los auxiliares,
las secretarias. Agrego a mis compañeros universitarios,
a mis nuevos profesores y a aquellos que conozco
solamente por mis amigos.
He llegado a más o menos seiscientas personas.
Ahora viene lo difícil.
Me imagino que una ola los mata.
No sólo a Joaquín o a mi mamá,
tampoco a un par de amigos o
a unos compañeros de curso.
Me imagino que una ola
se lleva con ella
a cada una de esas personas
que por algún momento fueron
parte de mi vida.
Imagino
que un huracán mata a todas
y cada una de las personas
que me hicieron feliz algún momento
y que le han dado sentido
a mis dieciocho años de vida.
Y lloro.
El mundo sigue,
pero el mío ha muerto.
Y lloro.
Lo extraño que bastaría
que muriera Francisco para llorar,
pero han muerto todos.
Y lloro.
Me acuerdo de mi primera sobrina cuando nació.
Y sigo llorando.
Ahora recuerdo que no eran seiscientos muertos,
eran mil treinta y siete muertos por un huracán,
y eran doscientos ochenta mil muertos por una ola.
Y ya no puedo
parar
de llorar. |