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6

La mujer no era como la Vieja Bruja, qué va. Se podía decir que era lo contrario. Sus alumnos decían “nada que ver”, cuando querían significar la total diferencia entre parecidos. La mujer era el ejemplo más elocuente del “nada que ver”.
Era hermosa, deslumbrante, sensual, acariciante desde la reverencia con un simple gesto de la cabeza hasta la invitación a entrar en el despacho, un gracioso movimiento casi cortesano de su mano, delicado y con estilo.
Su sola presencia le desató una oleada de sensaciones confusas, entre las que pudo detectar con precisión la excitación. La percibió así nomás. En un fulgurante chispazo excepcional e intenso, que se transmitió a todo su cuerpo produciéndole un ligero temblor en el bajo vientre. Aunque era parecido al miedo, tenía la certeza que la sensación se trataba de otra cosa.
–Yo soy... –empezó a decir, como para romper el hielo inicial y presentarse. La formalidad ante todo.
–Yo sé quién es usted –respondió la mujer, y no le sonó grosera, descortés, ni autoritaria. Le dio la espalda y con un gesto impreciso lo indujo a seguirla por un pasillo casi a oscuras del que no podía ver el final y que se le hizo largo. Demasiado extenso para un pasillo que comunica la sala de espera con el despacho. Al final, más que verlo, lo adivinó e intuyó que la hermosa mujer abriría una puerta. Así lo hizo, y lo invitó a entrar. El la siguió, la frente perlada de gotas de transpiración, el corazón latiéndole a trompicones. Algunas gotitas de sudor se habían instalado, impertinentes, debajo de la nariz, sobre el labio superior, pero no se atrevió al quitarlas de allí.
Sus sensaciones, confusas, corrían por su cabeza como ratas asustadas sobre el piso de concreto de un desván vacío y abandonado, pero no le producía temor. Era la primera vez que la incertidumbre no le despertaba miedo.
También allí la iluminación era difusa. La habitación no debía dar a la calle, porque el silencio era absoluto, ominoso casi. El cuarto estaba vacío –no atiborrado de anaqueles con libros polvorientos como el de la Vieja Bruja– a excepción de dos confortables sillones de relax (de ésos que cuestan una fortuna en Buenos Aires Design) y una mesa baja y negra de diseño moderno y funcional. Sobre la mesa un solo objeto: un libro grande y de tapas tan oscuras como la mesa misma, demasiado voluminoso para ser una agenda de citas y direcciones. Las paredes también estaban desnudas, a excepción de la que se orientaba hacia el poniente, de la que colgaba, enmarcado, lo que debía ser el diploma de la mujer.
–¿Quiere sentarse, por favor? –le sugirió. El percibió que en la sugerencia subyacía un imperativo y que sería estéril negarse. Aunque el tono no era autoritario, sí era persuasivo. Esa mujer despertaba extrañas sensaciones.
Le señaló uno de los sillones separados por la mesita baja. El sillón del paciente. Que no era diferente al de la terapeuta. Curioso, porque aunque en eso del lugar donde aposentar el traste, parecían todos cortados por la misma tijera, pero ella era diferente. Allí había nivel de igualdad. Los dos sillones eran idénticos y lo único que los diferenciaba era la elección determinante de la mujer.
Ambos sillones eran del tipo parental, con apoyabrazos. Mucho más cómodo que cualquier otro que hubiera conocido antes. El obedeció, se sentó y se dejó envolver en su indefinible confortabilidad. Se repantigó y le pareció que el sillón era de esos anatómicos, acolchado, articulados y que se adaptaban al cuerpo del que lo ocupaba. Sillón de yuppie al que sólo le faltaba el apoya pies, para hacerlo completo.
La mujer ocupó el suyo.
Empezó el juego de la sesión.
Los ojos de ella eran casi felinos cuando lo observó en silencio, apelando a ese artilugio de sicoanalista que espera que el paciente empiece a vomitar sus cuitas, dudas y temores. Esos ojos eran color tiempo. A él lo fascinaban los ojos color tiempo que parecen cambiar con el clima. En la penumbra de la habitación, refulgían como dos focos encendidos.
La mirada de ella se extendía cruzando el espacio que los separaba, y que ponía la distancia terapeuta-paciente. En medio, la mesa baja, con el gran libro de tapas negras. No oscuras. Negras. Como las del Libro Mayor de la Empresa. Curioso. Parecía un libro de contabilidad.
En ese momento, cuando levantó la vista alejándola del libro pudo ver a la mujer en todo su esplendor. No era bella. Era mucho más que eso. Alguien –no recordaba quién– le había referido que era hermosa, pero jamás imaginó que podía ser tan hermosa.
Era la primera profesional que conocía con esa belleza casi irreal. Por lejos aventajaba en perfección a cualquier otra que conociera en toda su vida. La excitación se mantenía, pero no era sólo sexual. Había algo sublime en esa sensación, que no acababa de comprender. Se limitó a dejarse llevar por lo que sentía.
El cabello, tan negro como las tapas del libro, por momentos chispeaba con reflejos rojizos o dorados, como el rubio que era el color que más lo atraía. La luz amortiguada jugueteaba en esa cascada de pelo oscuro y largo. La piel clara, con un toque rosáceo tenía la textura perfecta del marfil, y los ojos color tiempo acentuaban su perfección. Por un instante se le antojaron los ojos gris azulado de su madre. Al instante siguiente tornaron al verde, como el mar calmo en un día de invierno. Y volvieron a fluctuar. De pronto los sintió azules como el cielo despejado y un temblor repentino e inesperado lo sobresaltó. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza.
La mujer vestía un traje sastre impecable, de dos piezas. Un modelo Chanel, abotonado hasta el cuello, dejando asomar solo el moño de una blusa de un blanco inmaculado. El cuello largo y estilizado asomaba como una columna que sostenía esa preciosa cabeza. Tenía el porte de quien se ha criado en un lugar donde la opulencia es natural y la elegancia, una obviedad.
¡Qué tan diferente a la Vieja Bruja! Usaba polleras de paisana, camisas floreadas de jubilado yanqui de vacaciones en el Caribe. Esta mujer era lo opuesto. Casi como una analogía entre su vida anterior y la actual.
Cuando cruzó las piernas, comprobó que eran estupendas. Enfundadas en medias de seda negras, zapatos de taco del mismo color y de diseño clásico. Todo en ella era armónico y su gusto, exquisito. El atuendo era acorde con la personalidad y se acomodaba al aire de solemnidad de la mujer y del ambiente. La solemnidad era condición para una mujer terapeuta y esta era, sin lugar a dudas, la mujer más solemne –y al mismo tiempo excitante– que pudo conocer en toda su vida.
Acomodada en su sillón, extendidos los brazos con soltura, movió apenas una pierna y la cruzó sobre la otra, entrelazándola por detrás, como sólo saben hacerlo las mujeres que han crecido en ambientes distinguidos, en los cuales se les enseña a caminar con garbo, a sentarse con propiedad y a moverse con esa mezcla de agilidad y sensualidad felina, que es lo que las hace diferentes. Esta mujer era distinta a todas.
Nunca supo si el apoyabrazos tenía una botonera incorporada o si al alcance de la mano de la mujer había un comando a distancia. Lo cierto fue que, con un solo movimiento, la intensidad de la luz de la habitación varió. Las luces, difusas, brillaban en algún lugar impreciso del cielorraso, empotradas quizás en molduras que las hacían invisibles. Aquella habitación era casi aséptica y al mismo tiempo resultaba acogedora.
–Me complace conocerlo –dijo la mujer–. Por fin... –la voz era suave, melodiosa, de tono bajo y dulce. Una voz parecida a la de Soledad cuando en aquellos primeros y lejanos tiempos del inicio, hacía el amor. O cuando quería herir a fondo. Una voz parecida a la de su madre, cuando lo acunaba, o a la de sus hijas, cuando secreteaban con él.
–¿Tenía referencias de mí? –quiso saber, de pronto halagado e intrigado a la vez.
–Sí –respondió ella–. Lo esperaba...
–Entonces usted sabe cuál es la razón que me trae aquí ¿verdad? Ahora bien, mi problema...
El comenzó con su discurso y la mujer lo escuchó laxa y paciente, sin dejar de mirarlo a los ojos. Esos dos faros en la oscuridad parecían taladrarlo, calando hondo en su alma, en lo más profundo de su ser. Se escuchó a sí mismo, como en sordina, como si su propia voz le llegara de un lugar lejano y fuera de sí. Su propia voz, haciendo el resumen de su vida. Le resultó asombroso poder hacer síntesis limitándose a lo esencial, porque era propenso a divagar e irse por las ramas. Habló y habló sin saber durante cuánto tiempo. En cierto momento la mujer, sin dejar de mirar y sin perderse ni una palabra de su relato, se inclinó hacia delante y tomó el libro de tapas negras, apoyándolo sobre su falda. Sus dedos largos, de uñas cuidadas, jugueteaban con los bordes y en sus labios perfectos y carnosos asomaba una dulce y tranquilizadora sonrisa.
–En concreto, el caso es que no pude amar... –concluyó él, inclinando la cabeza para esquivar aunque más no fuera por un minuto la penetrante mirada.
–Comprendo –respondió la mujer.
–Me siento muy mal por eso –agregó él.
–Ya no hay necesidad –aseguró la mujer, extendiendo su mano para acariciar las de él.
Aunque lo sorprendió, se entregó a la caricia. El contacto lo tranquilizó y lo turbó, todo a un mismo tiempo.
–¿No hay necesidad?
–Claro que no –lo tranquilizó la mujer. Se incorporó, lo rodeó, se puso detrás de él y comenzó a masajearle el cuello mientras hablaba: –Ahora... tiene que ponerse en paz. Ha vencido al primer enemigo del hombre. Ha vencido al Miedo.
–Yo... no lo creo. Siento miedo... –dijo él, casi en un tono de disculpa.
–Así se vence al Miedo –asintió la mujer–. Sintiendo miedo. Desafiándolo. Pese a él, debe seguir adelante en su aprendizaje. Es normal que se sienta lleno de miedo, pero no debe detenerse. Y en algún momento ese enemigo tan artero, que parecía tan terrible, termina replegándose. Es cuando uno empieza a sentirse seguro de sí mismo. Ya la tarea que tiene por delante no le inspira terror.
–¿Entonces no volveré a tener miedo?
–No. Usted ha conseguido conquistar al miedo.
–¿Y si algo me pasa de nuevo? –quiso saber él.
–Usted ya sabe qué hacer. A cambio del miedo, usted consiguió claridad. Claridad para ver y comprender. Ese es su segundo enemigo –explicó la mujer, sin abandonar el masaje que, a la vez, era gratificante caricia.
–No comprendo. ¿La claridad de pensamiento es también mi enemigo?
–Sí. Tanto o más peligroso que el miedo. Porque es tan difícil de obtener que disipa el miedo, pero al mismo tiempo lo ciega –aseguró ella–. Usted se vio forzado a no dudar nunca de sí, a creer que podía hacer cuanto le venía en gana porque todo lo veía con claridad. Mas todo es un error. Cierto es que veía claro, pero incompleto –sentenció.
–Pero si yo dudé... hubo veces que dudé –quiso argumentar.
–Sí. Dudó. Pero no lo suficiente. Aunque esos momentos de duda, le permiten ahora vencer a su segundo enemigo. Usted venció a la claridad de mente –lo interrumpió ella, con un gesto desmañado–. Usted dudó e hizo más todavía: enseñó a otros a dudar.
–No lo sabía –contestó él, avergonzado.
–Cierto que no –certificó ella, y sus manos siguieron moviéndose acariciantes y envolventes en los hombros y el cuello de el, aflojando la presión, dispersando el abatimiento que cargaba desde hacía tanto tiempo que ya no recordaba cuándo había empezado. –Como que tampoco sabía que cuando derrotó a su segundo enemigo, cuando ya nada pudo dañarlo, porque estaba en una posición desde la que advertía que la claridad mental no es otra cosa que un punto delante de los ojos, y comenzó a ver claro y el ver ya no era una ilusión y el punto ya no era un punto, allí consiguió el verdadero poder.
–¿Poder? ¿Cuál poder? –preguntó él, cada vez más ansioso–. ¿Qué es el poder?
–Fue su tercer enemigo. El más fuerte y persistente de todos. Es tan embustero e ilusorio, que nos hace creer que ya no debemos cumplir las reglas, sino que podemos hacerlas. Es fácil, después de todo, rendirse al poder. Uno se cree invencible. Se siente el amo del Poder. Y no se da cuenta que no es otra cosa que un hombre más, pero que de repente se ha vuelto cruel y caprichoso, que todo lo que imagina lo consigue y todo lo quiere para sí.
–Nunca tuve poder –aseguró él.
–Sí. Lo tuvo. No existe una magnitud de poder. Puede ser efímero y pequeño, quizás, comparado con otros. Pero Poder al fin –lo reconvino.
–¿Lo tuve? –un súbito destello de completa comprensión le hizo saber con certeza absoluta que aquella mujer era muy sabia.
–Sí, lo tuvo. Y lo tiene. No lo perdió. Como tampoco perdió su claridad –era fácil entregarse y creerle a la mujer.
–Entonces soy un hombre derrotado por ésos a los que usted llama mis enemigos –concluyó él, con cierta pesadumbre.
–No –ella era tranquilizante–. Sólo es derrotado por el Poder el hombre que muere sin saber cómo debe manejarlo. Sin saber qué debe hacer con él. El Poder –explicó–, no es una carga sobre su destino. Usted tiene dominio de sí mismo. Usted pudo decidir cuándo y cómo usar el poder. Usted fue, en líneas generales, un hombre justo. Otros lo han dicho, y ello constituye la prueba irrefutable que ha sido un hombre.
–Usted sabe tantas cosas de mí... –empezó a decir, casi estupefacto.
–Es mi ocupación –asintió la mujer.
–Pero a veces me dejé llevar por el poder. Por momentos me cegó. Y lo advertí, y lo rechacé.
–En cada una de esas oportunidades su pelea continuó. Nunca se entregó por completo y un hombre sólo es vencido por sus enemigos en la vida, cuando ya no lucha y se abandona.
La mujer estaba hablando de paz y él comenzó a percibirla. De pronto el agobio en los hombros y el dolor en el pecho que lo habían acompañado durante tantos años como gravosos y amargos compañeros de ruta, cedieron terreno a la caricia y en un instante tan breve como fugaz, desaparecieron.
–Ahora me siento bien –expresó, gratificado y agradecido, girando el cuello laxo, dejando que las manos expertas y tersas prolongaran la caricia. Aquello no era un masaje. Era la más hermosa de las caricias que mujer alguna le deparara en la vida. De esas que se empiezan a extrañar cuando uno las pierde.
–Cuánto me alegra escucharlo decir eso –susurró la mujer.
–Entonces ya puedo irme –giró la cabeza para mirarla.
–En un instante –aseguró ella, con un último deslizamiento de sus dedos, y volvió a ocupar su lugar en el sillón.
Otra vez debió tocar un mando en el apoyabrazos, porque la luz se tornó intensa. Ahora veía cada detalle de la habitación de paredes vacías, a excepción del diploma colgado en la que se orientaba hacia el Poniente.
–Usted no ha tomado notas de todo lo que le conté –señaló él.
–No es necesario –respondió la mujer, y con una de sus manos abrió el libro que otra vez, casi oníricamente de pronto apareció sobre su falda. Sus dedos recorrieron las páginas hasta encontrar la que parecía buscar. Hizo una pausa, como si estuviera evaluando la reacción que podía provocar su gesto y se inclinó hacia delante, apenas ladeándose hacia él, para mostrarle el libro–. Mire... Acérquese y véalo por usted mismo –invitó.
Hizo lo que la mujer le pedía y miró la doble página abierta ante sus ojos. Era una doble página de un libro contable. En el ángulo superior derecho aparecían sus nombres y su apellido y la fecha y hora de su nacimiento. En el ángulo superior izquierdo de la página enfrentada, un espacio vacío por llenar. Abajo, tres columnas.

DEBE = 0
HABER = 0
SALDO = 0


Y una serie de anotaciones que llenaban las páginas, de las que no pudo descifrar su significado, pero lo aceptaba y lo comprendía. Cómo podía ocurrirle tal cosa. Los tres ceros, debajo de cada columna, balanceaban el libro.
–El balance está hecho. Usted puede irse –concluyó la mujer y él la miró, ya sin miedo, mientras ella terminaba de completar el espacio del ángulo superior izquierdo que había estado vacío y rubricaba la página con una estilográfica de oro. Terminó con la fecha de ese día y acto seguido le preguntó:
–¿Tiene hora?
El no había notado que la mujer no usaba reloj. Miró su Rolex que era preciso hasta la exasperación. Seguía marcando las 15:30 p.m.
–Tres y media... eso dice el reloj, pero creo que ha dejado de funcionar porque cuando llegué... –empezó a explicar él.
–Tres y media. Está bien –lo tranquilizó ella. Dio un respingo y consignó, por fin, la hora. Sharp. Ese momento. Ese instante. Ni el anterior, ni el siguiente.
–Ah, claro –dijo él, comprendiendo.
–Me regocija comprobar que ha entendido –comentó la mujer, y él pudo percibir su regocijo.
–Usted no es psicóloga –aseguró él, sin asomo de duda.
–No lo soy –respondió ella, tapando la estilográfica y cerrando el libro. Señaló el diploma colgado en la pared: –Soy Contadora Pública y como ha podido comprobarlo, acabo de cerrar, firmar y certificar el balance de su vida.
Durante un instante tan largo como la eternidad, él la miró a los ojos con inusitada intensidad. Se perdió en el azul cobalto frío como una mañana de invierno junto al mar. De alguna manera, comprendió que la sesión había terminado y ahora sí, podía marcharse en paz.
Entonces la siguió hasta la puerta de calle.

(Continuará. El que viene, es el último, lo prometo...)

Texto agregado el 05-10-2005, y leído por 126 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-10-2005 Me pareció espectacular, como hablas de la mujer como la defines y te tomas tu tiempo en ella, es magnifico lo profunda de tus narraciones, me gusta y voy por final, un beso lagunita
 
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