4
Ese día llegó cinco minutos antes, para asegurarse de estar a horario. Se había puesto su mejor traje. La camisa que más le gustaba. Corbata de seda y zapatos bien lustrados. Consultó su Rolex. Cuatro minutos. Tenía tiempo. La Empresa funcionaba sola y ya la nombraba otra vez con mayúsculas. Muchas veces se había hecho trampa con el horario. No quería repetirlo.
Terminaba por volver a ese lugar conocido. La casa de la Vieja Bruja, que habría recibido su título merced a los oficios de algún burócrata imbécil que no sabía que la estaba habilitando para hurgar en el alma de sus pacientes para después desollarlos vivos como en una mesa de disección.
Le resultó extraña la calma en el barrio. Barruntó que podía ser por la hora. Una hora poco usual para una sesión de terapia.
La casa era una más entre tantas, pero al mismo tiempo diferente. ¿Contradictorio
eh? Claro que era contradictorio. La vida era una sucesión sin interrupciones de contradicciones repetidas hasta el hartazgo. El hombre era contradictorio. Ni bueno ni malo. Bueno y malo, ya que hay quien quiere ponerlo en esos términos. Los sentimientos eran contradictorios. La vida, compleja. Las relaciones, una madeja de motivaciones: deseo, carencias, necesidades, sueños. Todo mezclado, ligado y enmarañado como si un cruel gato caprichoso hubiera estado jugando con la madeja.
Ese día no tenía ya fuerzas para resistir los embates del espejo que era la terapeuta. No se sentía bien. No, no. Que nada bien, pero fue igual. Tenía que ir. No debía sabotearse. Y no podía ni debía, ni quería faltar a la cita ni llegar tarde.
Aunque llegó cinco minutos antes de la hora, no tocó el timbre. En su interior, una voz precavida le avisaba que no iba a ser como con la Vieja Bruja, ni iba a empezar el remanido sonsonete de: “... llegaste antes, pero yo con el horario...” Con el tiempo había adquirido paciencia. Había asimilado una pizca de tolerancia. Había aprendido a no inferir... en todos los casos.
Del interior de la casa no llegaba ni siquiera el amortiguado susurro de las voces, pero sabía –tenía la certeza– que sería recibido en el momento preciso. Justo a Tiempo. Ansioso, miró otra vez la hora y comprobó que faltaban cuatro minutos. Decidió usar esos cuatro minutos para cambiar.
A partir de ahora no sería lo mismo. Esta vez iba armado de coraje para enfrentar el día y el futuro, porque sabía que los problemas no duraban siempre, ni había cuerpo que lo resistiera. Nada hay en este mundo que dure para siempre. Ni la alegría, ni la tristeza. Ni la pasión, ni la indiferencia. Ni la risa, ni las lágrimas. Siempre. Nunca. Jamás. Palabras que el hombre debería usar con cautela. A Dios, parecen ponerlo de mal humor y las circunstancias parecen tener predilección por divertirse de lo lindo, viendo como la gente dice “siempre” y, al cabo de un momento, tiene que desdecirse.
Ese día iba dispuesto a darse la oportunidad que merecía. Quería poder amar en libertad. Dar sus clases. Respetarse. Confiar. Ser libre. Amar. Y volver a esperanzar, a tener Fe. ¿Qué era la Ética si no el arte de vivir bien? ¿Y Moral? ¿Acaso era otra cosa que confianza, respeto, libertad amor y fe para uno mismo y para dar?
Esos pensamientos lo ocupaban, cuando volvió a mirar el reloj.
Ya era tiempo.
Tocó el timbre y esperó.
5
Escuchó los pasos amortiguados –quizás este consultorio tenía alfombras– y un susurro. Otro paciente. Seguro. Como aquella Señora de su Casa que apestaba a perfume francés y amedrentaba con su pretendida seguridad, la paciente de la Vieja Bruja. La paciente de las tres menos veinte.
La puerta se abrió cuando faltaba un segundo para su hora, pero el que apareció era un hombre. Antes de salir, el tipo vaciló, como si dudara ante el simple hecho de tener que salir. Se volvió, miró fijo a la mujer que se desdibujaba entre la penumbra del interior de ese nuevo ambiente apenas iluminado con luces tenues, y se enfrentó a ella.
–Entonces... –hizo una pausa antes de la pregunta–: ¿Está todo bien? –no parecía que sintiera dudas. La pregunta se le antojó casi una formalidad. –¿Puedo irme tranquilo?
–Sin duda alguna. Tranquilo –contestó una voz femenina desde la penumbra. Pero no era la voz de la Vieja Bruja (Claro, si por eso cambiaste). Esta voz era sugestiva, seductora, convincente y hasta sensual, si se quiere. Nada más lejos y diferente de la actitud prepotente que lo había terminado hartando.
En el rostro del hombre se dibujó una sonrisa. No cualquier sonrisa, ni de compromiso. Era una sonrisa plena de satisfacción. No había ni siquiera un atisbo de pesadumbre. No había congoja ni falsedad. Sólo certidumbre. El gesto calmo y sosegado de quien ha conseguido llegar al final de un problema peliagudo. Había alivio y... ¿resignación? Tal vez.
Además había algo que se percibía con facilidad en su gesto: una sensación profunda y genuina de paz interior. De esa que aflora desde el fondo del alma y se refleja en la profundidad de la mirada. La que no puede disimularse ni ocultarse, porque la delatan los ojos.
El hombre y él apenas se miraron. Una actitud habitual en los pacientes que se cruzan en la sala de espera de un consultorio de sicoanalista o terapeuta o como carajo quieran llamarlo. Ese no era momento para hacer jueguitos semánticos. El que sale no quiere que el otro lo mire y el que sale no quiere que uno lo mire a él. Los dos saben cuáles son las razones primordiales por las cuales están allí: los conflictos en el tomate, la gorra, la Máquina de Pensar o la croqueta. Rótulos y marcas a elección del consumidor. Cruzarse en la sala de espera con el paciente anterior y con el que lo sigue, es como salir del confesionario y darse de bruces contra el penitente que espera su turno para ponerse de rodillas y empezar a susurrar sus miserias a la oreja de un cura que, muchas veces, se queda dormido de tanto escuchar gansadas. Uno hace como que no pasa nada. Como si no estuviera allí. Como si en realidad, a lo que viene, es a conversar con el sicoanalista acerca de plástica, pintura posmoderna o la incidencia de la teoría del Big-Bang y las especulaciones de Stephen Hawking en relación a los agujeros negros y el despertar del Universo.
Le cedió el paso al hombre, que cuando traspuso el vano de la puerta y percibió –igual que cuando olía el Paloma Picasso de la señora paqueta–, el aire de dignidad, resignación y paz que el hombre llevaba consigo. Cuando llegó a la calle, el sol brilló, casi incandescente, como si el tipo hubiera necesitado darse un baño de luz, y el cielo hubiera querido darle el gusto.
Era su turno. Entró a la casa en penumbras.
(Continuará. Si llegaron hasta acá, ya falta poco, tengan paciencia y tolerancia con este escribidor)
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