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2

La mujer que le abrió la puerta no era la Vieja Bruja que lo atormentaba con cada sesión, llevándolo al límite del borde del abismo, instándolo a que se asomara. ¿La paciente del turno anterior? Tal vez.
Le había enseñado algunos trucos para defenderse, justo era reconocerlo. Como el reconocer que ahora era él quien paraba el viento, si uno se imaginaba que la vida era como escalar una montaña por un lado y bajar por el otro. Siempre (¿siempre?) había un antepasado parando el viento a los que venían detrás. Uno, cuando era chico, trepaba con esfuerzo, pero protegido del viento porque estaban –cuando estaban– papá y mamá y antes de ellos, los abuelos, y si uno había tenido un montón así de suerte, también los bisabuelos.
Cuando se trepa la cuesta de la vida –qué impacientes y soberbios podemos ser los humanos– se ansía llegar lo más rápido posible a la cima. La joda consistía en que cuando se llega a la cima, y el viento te muestra que sopla –y a veces sopla demasiado fuerte–, se anhela poder descender también en forma urgente, porque el viento ululante, frío, inclemente y constante, cuando uno está ubicado en la parte más expuesta de la cima pelada de la imaginaria montaña de la vida, no da tregua ni siquiera por un instante.
Qué joda. Primero queremos subir y después queremos bajar. Y todo rápido. Ya. Ahora. Sin más trámite.
Los que vienen atrás no lo perciben, porque es uno mismo el que está parando el viento para que los demás puedan llegar. Pero es peliagudo, amigos y vecinos. Tiene sus ventajas también –a qué negarlo–: se puede ver claro y largo desde la cima. Y se puede ver tanto para adelante como para atrás, si es que la Historia tiene sentido y sirve mirar para atrás y revisar el pasado.
Pero lo más peliagudo –a esto pocos se le animan–, es que también se puede ver hasta el fondo y se tiene la certeza que por ahí ya no va a tener que subir la cuesta escarpada. Y cuando mira para el otro lado, sabe con certeza que la bajada no es tan pronunciada, porque la vida como esa montaña es jodida pero justa. Que es más fácil bajar por la falda pronunciada –aunque uno baje de culo y agarrándose de los matorrales–, que subir por la cuesta escarpada, llena de rocas sueltas, matas endebles y tronquitos que parecen resistentes, pero que se quiebran con facilidad.
Eso, si uno aprendió algo en la vida, claro. Porque este mundo está lleno de petulantes que dicen saber lo que no saben y creen en algunas entelequias como la seguridad. También están aquellos boludos privilegiados que creen en el status.
Más allá de todo eso queridos parientes, amigos y vecinos dense por enterados: parar el viento es un tema peliagudo.
Una de dos: o se aprende a ser como el junco, que se dobla para donde sopla el viento y siempre vuelve a enderezarse cuando deja de soplar, o uno corre el riesgo de quebrarse, como esas antiquísimas sequoias gigantes capaces de aguantar el embate de la tempestad durante mucho más tiempo que el soportable. Pero un día cualquiera, una simple brisa otoñal –para ese árbol gigante, endurecido por fuera pero carcomido por dentro de tanto aguantar– se transforma en un ventarrón que lo quiebra o, lo que es peor, lo desarraiga.
De las dos maneras, la vida se extingue.
La Vieja Bruja le había enseñado que la vida es riesgo. Que vivir no es fácil, aunque la mayoría de los mortales se la creen. Que durante su transcurso, en la vida se suceden –depende cuánto ascendiente tenga cada quien con El Que Maneja La Rueda de La Fortuna– dos o tres crisis de ésas que te la voy a contar, y que sacuden las raíces más profundas del ser. Y que lo mejor que uno puede hacer en esos casos es let it be, como cantaban The Beatles. Dejarse ir y reconocer que ha llegado el tiempo de crecer.
Lo que a la Vieja Bruja no la hacía ni mejor ni peor. Esa madraza era mucho más dura y ruda que lo que él podía ser con ese caótico conglomerado derrochador de hormonas que constituían las clases que, semestre tras semestre, enviaban nuevas remesas de post adolescentes a la parrilla de Filosofía II y/o Ética para que el turro ése del titular, lo pasara a uno por la parrilla.
La parrilla los huevos. Parrilla, lo que se dice parrilla –como las de los torturadores de Los Años de Plomo de la dictadura–, era cada una de las sesiones con la Vieja Bruja, que debió haber aprendido las técnicas del Manual del Eficiente Parrillero de la ESMA, escrito por guachos expertos en maldades como el loquito ése de Astiz.
Una sola cosa no había podido transmitirle la Vieja Bruja por más que había hurgado en su interior, metiendo más y más el dedo en la llaga: a no hacer nada cuando mayko –el mundo del demonio en la terminología Zen– lo atrapa a uno en la maraña del inconsciente que aflora en una crisis. El seguía empecinado en preguntarse: “¿Qué he de hacer?” En vez de limitarse a no hacer nada y permitirse Ser.
No había podido hasta ahora.
Quizá con el tiempo...


3

La mujer que salió cuando abrió la puerta no era la misma de otras sesiones. Era otra. Como de cuarenta, pero muy bien puestos. Una mujer de ésas de la Gran Puta Para Arriba. Espigada. Elegante. Distinguida. Hermosa, si se la miraba con detenimiento, porque había algo extraño en esa belleza que no conseguía definir. Lo dicho, la del turno precedente. Siempre hay alguien antes de uno.
Una de esas mujeres maduras pero plenas que nos obligan a dar vuelta la cabeza cuando la cruzamos en la calle, no una sino dos veces y nos hacen fantasear con un buen revolcón con la imagen de mamá.
Todo el tipo de Señora de la Casa o de la clase Profesional Exitosa. De vida realizada en plenitud. Marido con excelente posición económica y social. Dos hijos. Casa en barrio distinguido. Un buen Country para los fines de semana. Automóvil para él. Pathfinder para la señora y si alguno de los chicos tiene edad apropiada, uno de esos modelos tipo pedo mecánico mitad chapa mitad fibra de vidrio, en colores re-divertidos también para el nene. O la nena.
Terapeuta de lunes a viernes, con horario limitado y mucama traída del Norte para ocuparse de la casa, para que todo reluzca y llamarla la criada, como en las épocas de los abuelos, porque queda muy paquete tener una negrita norteña para criar y, de paso, someter a servidumbre para que todo esté en su lugar y reluzca y la mesa esté puesta con manteles de lino y copas de cristal, pero con suficiente informalidad como para no caer en el nuevo-rico y el gusto a punto para no pecar de kitsch. Y no olvidar el Miniphone caro, de esos chiquitos y compactos, como sus sentimientos.
Mujer de bridge los viernes a la noche. Compras con American Express Gold, dado que pertenecer tiene sus privilegios y cuenta corriente en un banco de esos que son capaces de pedir certificado de sensatez para manejar la chequera. Vacaciones en Punta un año y Cariló el siguiente. Ya no más Pinamar, porque está lleno de chusma política. Y en invierno, Ibiza o St. Thomas, o Punta Cana, pero sin tornados. Nada de Miami ni el quilombo de Disney World. Colegios caros para los chicos. Aerobic dos veces a la semana para mantenerse en forma y poder abrir las patitas y levantarlas bien altas cuando el amante –jamás el marido–, quiere mostrar lo capaz que es de hacer proezas con tal de arrancarle un orgasmo.
La versión para el marido, va de dieta mesurada para mantener la línea y sexo cauto, hétero, monogámico y marital, algunos quejiditos y a estirar las sábanas, ponerse el camisón, conectar el radio despertador, leer un poco para mantenerse actualizada con los lacanianos y poder hablar con algún fundamento alrededor de la Sincronía de Jung y después, taza taza, cada cual para su casa, a hacer nono que es tarde. Apagar la lámpara de noche –jamás llamarla velador– y dormir el sueño sin sueño de los justos.
Y aunque por arriba de los colores de Lancome y del aroma penetrante del Paloma Picasso, en esa mina flotaba una sonrisa irónica medio seguridad, medio serenidad, con pizca de paz y un apenas de conformismo; por abajo subyacía –se adivinaba, apenas perceptible– el rictus amargo de los que no saben para qué demonios están en este mundo.
La misma que tienen los que saben.
La señora lo miró, pero no lo saludó. Apenas un golpe de ojos, rápido e intenso. Directo a los suyos. Después, le franqueó el paso y lo precedió con la estela de perfume francés usado casi con desaprensión. Muy de ella. Chic. “Pobre del marido”, infirió, cuando lo dejó atrás.
Siempre antes pasaba lo mismo. Antes de él, otro paciente. Cuando llegaba tarde, no les veía la cara. Cuando pudo habituarse a llegar justo a tiempo, empezó a conocerlos.
Detrás de cada uno de esos conocidos-desconocidos, la presencia ominosa de la Vieja Bruja. Neutra. Apenas una sonrisa aflorando en el semblante pétreo.
–Hola, pasá. Pasá –saludaba, casi con una orden, franqueándole la entrada casi con mezquindad. Sosteniendo la puerta con mano férrea como si quisiera asegurarse que entrase sólo él y no los recuerdos ni los ruidos de la calle. ¿Para qué? ¿Qué quería preservar? Si al fin y al cabo el interior de la casa no era más que el reflejo de la fachada.
–Buenas tardes –respondía él, estirando la mejilla para besarla. ¿Besarla? ¿Para qué besar al verdugo que nos espera con la cuerda preparada y el nudo firme? ¿Qué sentimiento contradictorio lo obligaba cada vez a dar uno de esos besos? ¿Hipocresía? Pero si él la detestaba en silencio. Se sentía un poquito como Judas besando al Maestro antes de dar el chivatazo.
–Tocaste el timbre cinco minutos antes –decía la Vieja Bruja, desde que él empezó a llegar temprano. Antes, protestaba porque llegaba tarde.
–Sí –se justificaba él–. Llegué cinco minutos antes. Salí antes para no llegar tarde, porque el tránsito a esta hora desde mi oficina... Bueno. No quería llegar tarde.
–Yo lamento tenerte esperando en la calle, pero antes que vos está la señora que salió. Y yo controlo el horario. Sabés que soy muy respetuosa del tiempo. Lo mismo con vos ¿comprendés? Cuando faltan cinco minutos, empiezo a cortar la sesión...
Como la vida. Igual. La Vieja Bruja se le planteaba como la vida. Si te apurás y llegás temprano, tenés que esperar. Si llegás tarde, te perdés una parte de lo que pasó y te jodés.
Con la Vieja Bruja había que ser tan cuidadoso como con la propia vida. Así nomás que entraba en la casa, empezaba a pisar terreno resbaladizo como hielo carbónico en una pista de patinaje. Cuando uno se sentaba en el sillón –o en la cama, en la banqueta o en el suelo, a elección del paciente–, era como estar sentado encima de un montículo-habitat de hormigas coloradas ponzoñosas. De esas que cuando pican, dejan ronchas.
Allí uno estaba solo frente a la omnipresente terapeuta-que-todo-lo-detecta, y las reglas de juego eran claras. Vale todo. Como en la vida. Allí uno se olvidaba de la Presidencia de la empresa, que se nombraba en minúsculas y no como en las cartas comerciales. En el lugar que uno elegía para enfrentarse a la Vieja Bruja no valía la experiencia de las cátedras, ni Popper, Imre Lakatos o Bertrand Russell. Ni siquiera contaban los veinte tomos de la historia de la humanidad de Will Durant, con toda su humilde intelectualidad. En el sillón uno dejaba de lado toda la erudición de Paul Johnson respecto de la historia del comportamiento del hombre a través del tiempo, siempre invariable y siempre mutante. Allí no existía ni la producción ni el consumo ni los costos o el marketing y, cuánto menos, los descubiertos en los bancos o las tarjetas de crédito.
Enfrentado a la Vieja Bruja, como frente a la vida, uno estaba solo con su circunstancia detrás y la verdad por delante (si es que se animaba a mirarla, a reconocerla y aceptarla. Y si no se animaba, peor, porque lo enfrentaba quiérase o no); sola, limpia, aséptica, cruel y sin concesiones, hasta desgarrar al paciente y hacerlo sangrar.
Si a eso lo llamaban gestalt... ¡Gestalt las petunias! Inquisición. Potro de tormentos. Hierros calientes y tenazas para desollarlo a uno vivo y sin piedad. Y cuando ya no quedaba ni un centímetro cuadrado de piel para arrancar, cuando estaba desnudo sin atinar ni a taparse los genitales, indefenso y aturdido, venía la sal gruesa. Sal sobre las heridas, para que dolieran más. Y si no te gusta, lamete las heridas solo, pero después, a ver si te gustan con más o menos sal. ¿No le ponés sal al Filet Mignon y a las papas fritas? Entonces, si querés, ponete un poco más de sal en el lomo. Lamete las heridas con sal y date cuenta. Sentí. Padecé. Pero viví. .
¿O es que vivir es otra cosa que padecer mucho y disfrutar de a poco? Es como si las circunstancias te dieran contra las cuerdas durante catorce rounds y antes del final, te dejaran un poco en paz, te pusieran paños fríos, te emparcharan los cortes en la cara, te dieran calmantes y te aseguraran que ya no más. Que ahora el triunfo era tuyo por haber soportado los golpes. Y uno se la cree. Y disfruta un poco y ni bien comienza a tomarle el gusto a la felicidad, otra vez el Peso Pesado te pone contra las cuerdas y dale otra vez con las piñas sin asco.
¿Por qué siempre padecer? ¿Sólo padecer? ¿Qué carga de mierda es esa, y de dónde viene? ¿Por qué no disfrutar? En ese orden se repetían las preguntas de la Vieja Bruja, y cada pregunta planteaba una paradoja. Entonces faltaban las palabras, se cerraba la garganta y se secaban los labios. Uno se quedaba mirándola, sin comprender si se estaba burlando o si hablaba en serio. Igualito, igualito que ante algunas situaciones de la vida, en que nos sentimos tan estúpidos y ridículos que recién entonces tomamos conciencia de lo efímero que es el transcurrir de esos más o menos veintinueve mil doscientos días –hora más, hora menos– que suman nuestro paso por el mundo de los vivos. Porque decir ochenta años parece un montón. Pero trescientos sesenta y cinco días que tiene un año –si las matemáticas y la sucesión de día-noche y la maestra no nos metieron el perro–, multiplicado por ochenta años promedio que ha conseguido el bicho del reino animal, género humano, subgénero homo sapiens sapiens merced a los adelantos de la ciencia moderna, resulta en la simpática, redonda y fatídica cifra de 29.200. Sí. Como se lee y como se escribe. Vein-ti-nueve-mil-dos-cien-tos días, que cuando uno anda por la mitad no es lo mismo que cuando recién empieza a vivirlos. Jodidas 700.800 horas. ¿Corren rapido, eh?
Ad vitam aut culpam.
¿Cómo hacerle entender a la Vieja Bruja el sufrimiento que trae aparejado el amor? ¿Lo trae? ¿No es posible amor sin padecimiento? ¿Cómo hacerle entender que desde aquella primera vez que se había entregado total, confiado y vulnerable y lo habían estafado, ya nada era igual? ¿Era posible desandar el camino y revolver en la basura hasta encontrar aquellos objetos viejos para dejarlos en la basura, pero sacárselos de encima de una buena vez?
Aquella primera vez.
Abierto por completo, como las señoras se abren de piernas cuando reciben al hombre con genuina generosidad de cuerpo y espíritu; o como cuando no tienen más remedio que abrir bien las piernas para dejar paso a la nueva vida. Y el otro –la otra– se había aprovechado de la vulnerabilidad. Y la decepción dejaba huellas profundas. ¿Cómo se hacía para volver a amar sin condiciones? ¿Cómo se explicaba que la entrega incondicional era dolorosa, aterrorizante, irremediable e imposible a esta altura de la soiree?
Armado hasta los dientes. Como el título del film. Así había andado por la vida. Alerta y al acecho por miedo al sufrimiento. Y de ahí que la relación de pareja tendía a ser dramática, densa, sufriente sin remedio. No le procuraba bienestar la presencia silenciosa del otro. Y no sentía compartir, ni que el otro (la otra) compartiera, la confianza, el respeto, la libertad y el amor. De la fe, ni hablemos. La devoción y la simple admiración mutua, esa extraña sensación que proporciona el simple y grandioso hecho de estar juntos un hombre y una mujer.
¿Había disfrutado del amor alguna vez? Sí. Claro. Durante un instante y después, la decepción. Eso era la felicidad. O eso era, al menos, lo que él creía que era la felicidad. Un destello de alegría, de confiada libertad, un estallido multicolor de éxtasis profundo y plenitud. Pero demasiado corto y demasiado real para ser verdad.
¿Después?
Después otra vez la inclemencia de la negritud del dolor.
Palabras. Cientos de miles de palabras. Cientos de millones de fugaces pensamientos buscando explicar lo inexplicable. Entender pero no sentir lo que se entiende, porque la razón y la lógica tienen argumentos que la Máquina de Bombear sangre y emociones no comprende.
Libros y más libros leídos con voracidad, buscando en la Filosofía –esa maltrecha matrona que sólo había parido hembras–, y en sus hijas dilectas el punto de luz que iluminara el camino para poder sentir. Para abandonarse en la entrega. Ni la Ética, ni esa petulante con pretensiones de sabihonda llamada Epistemología; ni la belleza fatua de la Estética o la extravagante locura de la Metafísica le habían podido echar una mano. Para qué hablar de las hijas bastardas: la Política, gran sublimadora de la mentira y la Sicología, que como la Vieja Bruja le confundía las cosas desde aquel tarambana austriaco de barbita enamorado de su mamá, que había descubierto la pólvora de explicarlo todo con los sueños, la libido, Eros, Thanatos y la masturbación sin culpa, porque la culpa desde onkel Sigmund –nattürlich, mein herr– no existe. Si hasta la hija mayor, la Lógica, le había salido medio tarambana y acostumbraba engañar con espejismos de razón en el desierto de la sabiduría. Y la Historia. De esa mejor no hablemos. Memoriosa, rencorosa y vengativa la muy cretina, quizás por ser la incomprendida de la familia. Todo mezclado. La Biblia y el Calefón, como decía Discépolo, que no tenía aspiraciones ni vocación de sabelotodo.
Era él. ¿O era cosa de Soledad? ¿El o su mujer habían confundido el rumbo? Posiblemente ambos. O quizás no había ya ni siquiera un rumbo, ni camino, ni sendero entre los yuyos para transitar juntos.
Si para Soledad amar significaba decir Te amo o contárselo a terceros, a él no le resultaba suficiente. Por cierto que esos labios que alguna vez había besado con auténtica pasión, cada vez se abrían menos para decir Te amo.
¿Y para él? ¿Cuál era para él el significado de amar? ¿Dar cosas? ¿Proteger a soledad y a los chicos de los horrores de este mundo?
Quizás todo se resumía a que él no le daba todo lo que ella necesitaba o creía necesitar. O quizás era que ella creía que él no le daba todo lo que ella creía que necesitaba. Cosa de mujer dañada. De hembra que ha amado, durante un fugaz instante, o ha creído amar. Cosa de madre que ha parido hijos de un hombre y ha visto por un instante sublime que se puede trascender dando vida, pero no le resultó suficiente. Cosa de pretender saber qué es lo Superior, y darse de bruces contra la pared cuando se comprende que a lo mejor no existe. También podía ser producto de la confusión de creer que él era El, para comprobar y llevarse el gran chasco –para su desgracia– que él no era nada más que un hombre.
–Diez mil a uno –había presagiado la Vieja Bruja. Las posibilidades de arreglo de la pareja, y acto seguido que para ella no era como para hacer apuestas–. Pero si vos querés correr el riesgo... es tu apuesta y es tu vida...
–Diez mil a uno –había tomado sus chances, recurriendo a la reserva del tanque de ese depósito de combustible agotable que era la esperanza. Al fin y al cabo, el único juego de azar que lo tentaba era el Poker Indio. Cuatro cartas sobre la mesa, destapadas. Una tapada. Cuando se empieza, aparenta ser un juego estúpido, pero cuando uno se descubre apostando fuerte, la carta tapada cada vez se hace más grande y más pesada y lo único que tiene valor parece ser la tenacidad en seguir aferrándole las pelotas al tigre cuando empieza con los zarpazos, y de nada sirve tener nada más que manos ligeras.
–Momentos. Vos y Soledad invirtieron los momentos. Ustedes sólo parecen haber tenido momentos de bienestar y los confundieron. Mirá, si en toda regla hay una excepción, el caso de ustedes no parece ser la excepción. Confundieron momentos de bienestar con estado de bienestar. Y esos momentos son los que hacen que sigan juntos. Son poco pegamento para una superficie demasiado grande –parecía opinar, pero estaba sentenciando.
–¿Entonces? –se disparó la pregunta con la sensación de entrar en la espiral de ansiedad.
–No sé. Decime vos. ¿Qué pasa entonces...? –implacable, la Vieja Bruja.
–Yo pensaba que... –balbuceó, sin saber qué venía a continuación.
–Vos pensás demasiado. Y sentís muy poco –el nivel de agresividad de la Vieja Bruja, ese día, había pasado de la línea de Moderado a Extremadamente Riguroso.
–¿Qué tiene de malo? –Rápida. Protectora. Balsámica surgió la actitud de defensiva.
–No es crítica. Es mostrar una realidad que percibo desde mi objetividad nada más –argumento de terapeuta. Otra vez había caído en la trampa de la Vieja Bruja–. ¿Ves? Siempre a la defensiva. ¿Cómo pretendés llevar adelante una relación... una vida, digo, si estás siempre a la defensiva.
–Yo no soy el único culpable. Ella...
–¿Y quién habla de culpas? ¿Qué es la culpa y qué hace acá? Ella es ella y vos sos vos. ¿Qué lugar tiene la culpa entre dos personas que se aman? ¿No te das cuenta que cuando la culpa se instala entre un hombre y una mujer, entre un padre y un hijo, entre un hermano y otro se vive siempre caminando por el borde, volviendo al pasado, buscando la explicación de lo inexplicable..? Además... –hizo prolongada la pausa, casi interminable, desafiándolo con la mirada sin misericordia–. ¿A dónde fue a parar tu dignidad? Perdiste. Resignate. Jodete. Date cuenta.
Así de duro. Despellejado como en mesa de anatomopatología. Y después, cuando la carne y las entrañas están expuestas, la sal. Cauterizar y cicatrizar al mismo tiempo. Duro. A little too much hard.
Era la specialité de la maison de la Vieja Bruja. Patada al castillo de naipes y ¡PAF! Todo se derrumba.
–Tengo miedo...
–¿Miedo de qué?
–De herir. De ser herido...
–Que te hiera. No te engañes. Es un pésimo negocio –sólida como una roca, la respuesta. Un directo a la mandíbula.
–Sí, que me hiera –avergonzado, el rubor le cargó las mejillas.
–Si no querés, no pasa. Si no te dejás herir, no te hieren.
–Entonces no me entrego. Porque si me entrego, me muestro vulnerable. Si me muestro vulnerable, me hieren. Si el otro no quiere ser feliz, es como el perro del hortelano. Ni come ni deja comer. Ni es feliz, ni deja que los demás lo sean –con la parrafada, se sintió seguro. Todo encajaba, como en un rompecabezas de piezas simétricas, pero con algunas cabeza abajo.
–Nadie puede herir al otro si el otro no se deja herir. Deberías aprenderlo. Es hora. De lo contrario, es un juego. Y vos sos parte del juego –otra patadita y el castillo de naipes al suelo.
¿Cómo había podido creer que todo iba a terminar bien? Si entre él y Soledad sólo había juegos: tené razón. Competí. Sé el primero. Controlá. Manipulá. Sé perfecto. Dominá. Todos y cada uno de los cimientos de la relación. ¿Cómo podía sostenerse un edificio tan pesado con esos cimientos tan endebles?
Revertir recriminaciones, exigencias, insultos, agravios, agresiones, golpes. Carga demasiado pesada para soportar y para remontar.
Y los juegos. ¡Ah, los juegos! Los jugaron todos y uno por uno. Buscaron negar su existencia. En algún momento reconocieron que existían pero la intransigencia de ambos era un muro muy alto y grueso. No se podía derrumbar. No se podía escalar para dejar atrás, para cerrar heridas, para mitigar dolores. Diez mil a uno, había dicho la Vieja Bruja. Una apuesta como para pensárselo no una sino dos y hasta tres veces antes de asumirla. Se negaron la última posibilidad y perdieron la capacidad de amar. Un día llegaron visitas. Inesperada, se presentó la Señora Indiferencia, sin anunciarse. Entonces, se acabó todo.
Todo lo demás vacío, hueco, infructuoso, inservible e irreversible. Irrelevante.
Claro que no por ello, dejaron de existir los problemas. Los muy empecinados, como los conejitos blancos del cuento de Cortázar, siguieron apareciendo, empeorando las cosas.
Naturalmente, como ambos hicieron que no existían, no buscaron ni encontraron soluciones. Y los problemas siguieron allí. Y ya no importaron los hijos, ni el patrimonio, ni los amigos, ni los recuerdos de las cada vez más lejanas ilusiones compartidas. Sólo el rencor, anidando en ambos como una larva maliciosa, contagiosa y traicionera, siempre al acecho, esperando la oportunidad para corromper el alma.
Y la Vieja Bruja que no le daba tregua. Más los problemas que no cesaban de aparecer.
Cada lunes, a las tres y media, la Vieja Bruja lo obligaba a mirarse al espejo. A odiarse. A no entregarse. A crecer.
Uno de esos lunes (ya no recordaba cuál), decidió que no lo aguantaba más. Que era una especie de boludo que le pagaba a una Vieja Bruja para que lo desollara vivo. Que todos los lunes besaba a quien detestaba tanto. ¿Para qué iba?
Tenía que haber una salida y una razón. Tenía que ser duro con los problemas. Tenía que poder vivir con su alter ego doliente y torturado. Tenía que poder.
Lo vieron cambiar.
Al principio, creyeron que era para bien. Se mostraba más tranquilo. Más seguro. Más armado. Una sólida coraza lo cubría de pies a cabeza y lo protegía de los demás. Pero no podía protegerlo de sí mismo.
Soledad no le creyó. Sus hijos imaginaron que la ausencia momentántea de peleas y caras largas, significaba cambio y fuera. Muy pocos advirtieron que a él la pasión lo consumía. Amor y odio no son más que las caras opuestas de la pasión. Los días pasaron y la Señora Indiferencia encontró su lugar en la casa, y se instaló sin pedir permiso. Y nadie se atrevió a echarla.
La Vieja Bruja siguió en su casa decrépita, y los días esclavos del tiempo, siguieron transcurriendo sin prisa y sin pausa.

(continuará, si no los aburre. Se agradece si me lo hacen saber)

Texto agregado el 05-10-2005, y leído por 154 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-10-2005 Amigo, aburrir,quien puede,es magica tu manera de relatar,me encanta porque ,me lleva por diferentes lugares de la vida,del sentir de la realidad,es muy bueno ,no creo que tarde mucho en continuar,un beso ,te leoo***** lagunita
 
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