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Lo que el Sueño se Llevó

Gozaba conduciendo a su Ford Escort. La mañana era despejada, con un cielo iluminado por un sol que no se decidía a ser muy cálido pero que abrigaba lo suficiente como para que dentro del auto hubiera tenido que quitarse el pullover. Su satisfacción no se debía sólo al hecho de estar en la autopista al volante de su nuevo coche, sino por sobre todo a que buscaba continuamente la perfección en esa tarea. Los cambios siempre a las revoluciones justas; el velocímetro nunca más allá de la velocidad máxima permitida; cada cambio de vía anunciado con la luz de giro; adelantarse sólo por la izquierda y jamás en los tramos donde la línea separadora de carril fuese continuada. El que todo fuera exacto, preciso y previsto le llenaba de un orgullo que lindaba ya con la vanidad. Nunca tendría un accidente, no al menos por él provocado.

Cuando llegó al centro de la ciudad dejó la autopista y siguió por las calles atestadas de tránsito. No era el momento de más afluencia de vehículos, ya que su horario laboral le permitía llegar cuando la gran masa de rodados había disminuido, pero lo suficientemente intensa aún como para que el avance fuera lento e irritante en esta anárquica ciudad. Como siempre, se encrespaba cuando veía que algún conductor se detenía ante los semáforos en rojo pero invadiendo la senda peatonal, o cuando al volver la luz verde los que giraban lo hacían sin importarles que los peatones, que disponían de permiso y prioridad de paso, debían detenerse para no ser atropellados.

Llegó finalmente a destino, un edificio moderno, de exterior vidriado, que no tenía más de cinco años de antigüedad y con estacionamiento propio de tres plantas en el subsuelo. Dejó el coche aparcado en la plaza que por su cargo le correspondía en el segundo subsuelo. En el ascensor se encontró con Javier, el Jefe de Prensa, y con Elke Rau, la Alemana, empleada en la Gerencia de Personal. Además, dos o tres personas de rostros ya vistos pero sin nombres conocidos que eran empleados de las otras empresas alojadas en el edificio. Saludó en general y a sus compañeros en particular. En el piso doce salieron del ascensor los tres y se dirigieron a sus respectivas oficinas.

- ¿ Subirás a comer o lo harás fuera?- le preguntó a Javier.
- Si termino a tiempo con una entrevista en el hotel Presidente, subiré al comedor. Digamos... a la una. ¿OK?.
- A la una estaré esperando. Chau.

El resto de la mañana la pasó en la Sala de Computación, donde están los nuevos equipos mainframe. Con treinta y dos años era el gerente más joven del banco. Ingresó cuando comenzó en la Universidad Tecnológica a cursar la carrera de ingeniería en informática, hace ya catorce años. Siempre estuvo en computación, desde cuando las bases de datos estaban registradas en tarjetas y en cintas. A medida que avanzaban sus conocimientos en la universidad, donde fue un estudiante brillante, escalaba por méritos propios en la consideración de sus jefes y en la utilidad de sus servicios. Se hizo pronto un experto en análisis de sistemas, con una formación cierta y bien fundamentada, cuando en el país no eran muchos los que se dedicaban a esta actividad. Participó en la gran ampliación de la empresa en los años ochenta, cuando se abrieron sucursales en casi todas las provincias. En esa oportunidad y siendo aún estudiante, fue uno de los más activos en el diseño y desarrollo del sistema que utilizó el banco en su red ampliada, y hasta asistió a sus compañeros programadores en la codificación en lenguaje C de los programas de bases de datos, con diseño estructurado, cuando aún la mayoría seguía haciéndolo en Cobol. Cuando algún programa se "colgaba" durante su ejecución, su conocimiento de la estructura y rutinas del mismo era tal que cuando el error era imposible de identificar, se recurría a él, aunque no era esa su función, para que lo "despulgara" e hiciera otra vez ejecutable. Encerrado con dos o tres operadores de estaciones y algún programador que le asistiera, no se detenía hasta que todo el programa fuente fuera verificado y recompilado. Siempre encontraba el error.

Ahora el banco usaba un software hecho por una multinacional. La red de sucursales se había extendido a todos los confines del país y hasta en el exterior, y resultaba más económico comprar un nuevo sistema y aplicación a una empresa que se dedicara exclusivamente a esos desarrollos, que aumentar la plantilla y diseñarlo internamente, con los costes y demoras que eso implicaría. Cuando se mudaron al flamante edificio, se renovó casi todo el equipamiento, que aunque el anterior tenía sólo unos pocos años de uso, era arcaico en comparación con los que el increíble e impredecible avance tecnológico lograba en aumento de capacidad y velocidad de ejecución con los actuales, que seguramente serán obsoletos en dos años más. El contrato incluía la capacitación de cinco técnicos del banco para el futuro control de este sistema llave en mano y servir como instructores de todo el resto del personal de la Gerencia. Fue incluido entre los seleccionados y en Silicon Valley, California, donde estaba la empresa proveedora, en poco tiempo ratificó su capacidad y asombró a sus entrenadores. Cuando volvió luego de tres meses, el Gerente de Telemática, a quien ya el avance arrollador de la cibernética lo había abrumado, decidió que no podía seguir el ritmo de ese vértigo de nuevos conocimientos y optó por la paz de una jubilación. Vacante el cargo, a nadie asombró que Rafael Lozano, nuestro personaje, fuera designado para suplantarlo.

Pero no sólo conocimiento técnico trajo Rafael de los Estados Unidos. Volvió como un admirador entusiasta del orden del tránsito en ese país, tanto en las calles de las urbanizaciones, como en las de las ciudades, carreteras y autopistas. Su disciplina natural se exaltó de admiración ante el respeto y sujeción a las normas que las personas de todas las edades y sexo observaban al conducir. Y aquella disciplina se trocó en fanatismo, y manejar a su automóvil, como dijimos al comenzar este relato, le producía el gozo inefable de la perfección lograda.

A la una subió al piso quince donde el banco había instalado un comedor para su personal. Allí ya estaba Javier sentado a una mesa con otros dos empleados. Con ellos se sentó Rafael. Cuando se acercó el mozo ordenó su almuerzo sin consultar al menú. Para beber, agua.

- Tuve otra vez el mismo sueño - confesó.
- ¿Cuál, el del accidente? - preguntó Javier.
- Si. Pero cada vez más real. Incluso ya es tan repetido que en el mismo sueño me digo que lo que ocurre lo estoy soñando y ya no me agito por la pesadilla como las primeras veces.

Como los otros dos compañeros de mesa escuchaban sin preguntar el tema del sueño, aunque demostraban curiosidad, Rafael les explicó:

- Ya van tres o cuatro veces que tengo la misma pesadilla. Voy por una autopista conduciendo plácidamente mi coche, conservando siempre mi carril y sin exceder los 120 ...
- Doy fe de su prudencia. Es el reglamento hecho persona. - terció Javier.
- ...cuando en una bifurcación el camino asciende en una curva a la izquierda. La velocidad máxima que indican las señales es de 70 Km/h, por lo que mientras giro aminoro la marcha. Voy por el carril central. Al completarse la curva el camino vuelve a bifurcarse. Yo debo seguir por la izquierda, pero un automóvil que me está sobrepasando por ese lado, sin aviso previo y con maniobra brusca decide tomar la bifurcación hacia la derecha. Para evitar atropellarlo, giro para ponerme paralelo a la bestia que me cierra el camino. Freno mientras trato de evitar el roce... La primera vez me desperté justo en ese instante. Verme en mi cuarto, silencioso y oscuro, me dio el alivio que se siente siempre que despertamos de una pesadilla. ¡Flor de susto!
- Che, Rafa, contales como te hicimos pagar el vino del almuerzo por haberte salvado... - dijo, riéndose, Javier.
- ¿Y volviste a tener la misma pesadilla? - preguntó Pontoriero, uno de los que se estaban informando de los sueños de Rafael.
- Si, dos veces más, sin contar la de anoche, que fue la cuarta. Pero cada vez veo todo con más claridad. En el primer "accidente", o cuasi "accidente", ya que zafé al despertarme, las cosas eran imprecisas, los movimientos como en película con cámara lenta. En cada nueva pesadilla, se agregan datos, pero yo creo que como sé que es un sueño, me detengo a ver detalles. El color del auto es verde, un verde petróleo, y algo viejo. Aunque la segunda vez volví a pegarme el susto de mi vida y desperté también agitado. Ya en la tercera ocasión no me asusté al ver al auto venirse encima y tampoco clavé los frenos, hasta que miré al frente y vi que me acercaba al guardarriel y a una baranda metálica... Me volví a despertar agitado.
- ¿Y en esta última? ¿Te mataste por fin? - comentó risueño Javier.
- Casi. Se iba repitiendo todo como una película ya vista varias veces. Que voy a tomar la bifurcación de la izquierda, que aparece el enemigo sobrepasándome, que se me tira encima y trato de esquivarlo, que me voy sobre del guardarriel, pero en lugar de frenar dejo seguir la escena... total es un sueño, me digo. ¿Curioso, no? Atropello al guardarriel, lo paso por encima, me voy contra la baranda y caigo desde una altura... aquí sí casi se me aflojan los esfínteres. Tuve esa sensación de vacío en el estómago que nos da cada vez que en una pesadilla nos caemos de una altura. ¿No les pasa a ustedes?.

Llegó el mozo con los pedidos, comida rápida y frugal. Durante el tiempo que duró el almuerzo, todos contaron a su vez experiencias diversas con pesadillas o sueños apacibles que se repitieron o son tema recurrente. Hasta hubo quien explicó, psicólogo aficionado, el porqué de estas insistencias del subconsciente, según había leído en una revista de divulgación científica. Cuando Lumelski, el cuarto comensal, confesó que su fantasía onírica repetida era el encontrarse de pronto desnudo en la calle y de su desesperación por ocultarse, dio pie a especulaciones del motivo de su subconsciente para tales aventuras y las chanzas fueron más que los platos del almuerzo breve. Cuando concluyeron con los cafés, firmaron los vales, dejaron una propina y volvieron a sus respectivas tareas, que estas sí eran reales y "a veces más ingratas que una pesadilla", observó el "Tano" Pontoriero.



El banco montaba una nueva sucursal en San Miguel y Rafael, como Gerente de Telemática, fue a verificar la instalación de la red de computadoras que la empresa proveedora había dado por concluida. Estuvo allí toda la mañana y su plan de comprobación de errores era tan minucioso que no dejó paso por ejecutar. Procuraba realizar intencionalmente todos los errores posibles para confirmar la invulnerabilidad del sistema, en programa y en conexión de red. A pesar de algunas fallas, provocadas de intento y fáciles de mejorar, aprobó la instalación. Comió con los técnicos de la instalación de la red, esta vez un menú nada frugal. Hasta bebió un vaso de buen vino Cabernet Sauvignon. Se sentía pesado, amodorrado, y cuando lo comentó le ofrecieron descansar un rato en un cuarto con cama que se había dispuesto para el personal de vigilancia. Su prisa para regresar a la casa central le indujo a no aceptar.

Volvía conduciendo su propio auto, por el Acceso Norte. Era la primera vez que entraba a Buenos Aires por esta autopista desde que fue reconstruida, por lo que todo le resultaba novedoso. Aunque la velocidad máxima permitida era de 130 Km/h, no quería exceder los 120, lo que le obligaba a usar un carril cuya máxima era ésa. La autopista casi sin curvas le permitía una conducción despreocupada, relajada, y pronto apareció allí al frente el cruce de la Gral. Paz con su laberinto de niveles entrecruzados. Atento a las indicaciones de los distintos desvíos, reconoció el camino por donde seguir. Una rara sensación lo iba invadiendo, por que no le resultaba extraña esta zona, por el contrario, la había recorrido ya varias veces... en sus sueños recurrentes..."¡Zas, otra vez estoy soñando!" "Lo de San Miguel, la inspección, la comida,... todo es un sueño". No sentía fastidio por ello, sino la tranquila convicción de que pronto se despertaría y estaría en su habitación de soltero en su chalet de Las Rejas..."Ahora la curva ascendente a la izquierda...Los carteles de velocidad máxima 70 Km/h..." "No reduzco, sigo con los 120, total es un sueño..." "Ya veo la bifurcación..." "Voy a la izquierda..." "Como siempre, aquí está el auto pasándome..." "Es verde... tiene las abolladuras de siempre... ahora va a tirarse a la derecha... ¡ahí viene!... como siempre... trato de esquivarlo... voy contra el guardarriel... ¡qué claro todo, más que nunca!... ahora choco, rompo la baranda... ¡qué golpe, lo sentí como real...! caigo y me despierto..."

La noticia sacudió a todos sus compañeros del banco. El conductor más precavido, aplomado y responsable, muerto en un accidente de tránsito. Lo que más desconcertaba a todos, incluso a los peritos de la policía, era que no se observaban en el pavimento señales de haber intentado frenar, a pesar de que los frenos fueron verificados como operables, en las primeras pericias técnicas. Las crónicas de los periódicos resaltaban la incertidumbre sobre las causas del accidente. Sólo los más próximos a Rafa creían saber la verdad sobre esta tragedia. Durante el velatorio, reunidos en un aparte, estaban Javier, Pontoriero, y el que iba a ser director de la sucursal de San Miguel. Este último también viajaba a la Capital en su auto detrás del de Rafael. Ignorante de los sueños de éste, repetía una vez más cómo había visto el viraje brusco de Rafa hacia la derecha y cómo se llevó por delante al guardarriel y a la baranda, sin intentar siquiera frenar. "Fue como si hubiese querido suicidarse o se hubiese quedado dormido". Pero Javier y Pontoriero sabían que Rafael en sueños había tenido una premonición de este accidente. Ni suicidio ni sueño. Creyó estar soñando, pero las cosas realmente sucedían.

- ¿Y el auto verde, no se detuvo, no lo detuvieron? - preguntó Javier.-
- ¿Auto verde? No había ningún auto verde - fue la respuesta del testigo.

Juan Avila, Agosto de 1988.

Texto agregado el 05-10-2005, y leído por 129 visitantes. (0 votos)


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