La calle abría sus brazos de cemento en la mirada de la siesta; bajo los rayos, el sol freía su piel, en el asfalto incandescente. Jugabas a esconderte de los niños; temeroso; surcando la vereda de baldosas, que amparaba tus proezas. Y tus ojos buscaban, la espesura de otros cuerpos, espiando tras las puertas, y los muros de las casas. Yo te vi primero, agitando tu cabello delicioso, en el amarillo de la tarde; brincando entre los troncos, paralelos a tus días; o gritando acalorado, en el recorrido de las huellas. A veces, solo te perdías en el escalón de tu portal; soñando a ser vaquero; astronauta, o policía; dibujando el vuelo de tu mente, en la tibieza del encanto. Y eras todo eso; soldado; ángel; poeta de la calle, enredado en los jardines; elucubrando las razones de tu sino; mientras el cielo flotaba, como una nube silenciosa, en el bosquejo de tu alma. Te observaba siempre; con el rostro quejumbroso y la mirada clara; abriendo el sonido de la calesita, que deslizaba tus mejillas, en un giro de felicidad. Pero el brillo de tus ojos, se asomó al umbral del espejismo, cuando me encontraste; bañado en tu sonrisa de papel, que tejía sueños valederos. Tuve miedo; solté mi aliento en un llanto repentino; me aferré a las sombras del espanto; pero tu mirada estaba allí, rondando mi figura, en un aleteo ingenuo; para acercarte sigiloso, susurrándome: - ¿Nos vamos?
Y la tierra esfumó su itinerario, en un grito del infierno; acorralada en las fronteras de mi debilidad; después, tu mano se aferró a la mía, en un juego silencioso, casi imposible de encontrar.
Ana Cecilia.
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