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Caminaba ayer rumbo a mi trabajo cuando me topé con un papel arrugado que ondulaba en la vereda y que a todas luces era una carta. La letra escrita en ella, pequeñísima, no daba mayores luces sobre su contenido, así que no alcancé a leer ni siquiera una sílaba. Estuve tentado de agacharme a recogerla y salir de todas las dudas. Me intrigaba el hecho de no saber que drama se tejía tras esa caligrafía diminuta. ¿Acaso se plasmaba un doloroso adiós? ¿O era simplemente la declaración amorosa de una liceana hacia su amor imposible, tal vez el apoderado de alguno de sus compañeros. A medida que me alejaba de ese trozo de papel garrapateado, la duda me atenaceaba y se abría un laberinto en mi corazón angustiado. ¿Quién podría asegurar que una vida no estaba en peligro en esos precisos momentos y que sólo se aferraba a la tenue esperanza de esos trazos? Seguí caminando con una culpabilidad incierta. Pensaba para mí: -Los hombres somos seres mezquinos que usamos mayores o menores anteojeras según nuestra propia conveniencia. Efectivamente, la gente pasaba indiferente sin siquiera percatarse de esa petición de socorro tirada en el pavimento. Seguí caminando, tratando de olvidarme de ese dramático llamado. ¿Quién sería ella? ¿Una joven que en estos momentos vivía la angustia más suprema? ¿En que instante se atrevió a arrojar ese símil de botella mensajera en el mar yerto de cemento? ¿Acaso yo era el único que estaba en condiciones de acudir en su rescate? Moví tristemente la cabeza y doblé la esquina, después de esto, otras ideas se apoderarían de mi mente, rezagando para siempre algo en que, de ser partícipe, me transformaría en una persona más digna, más humana. Caminé tres pasos, pero algo me detenía y me impedía continuar. Con el ímpetu de un ejército liberador que acude al urgente llamado de una aldea acosada, desanduve lo andado y me dirigí resuelto al lugar en que el papel vacilaba con los embates del viento. Cuando estaba a pocos pasos de la carta, una mujer de aspecto prosaico se dirigió al lugar con determinación y agachándose, tomó el papel entre sus manos sucias. Por supuesto que yo no iba a permitir que alguien de tan poca delicadeza se hiciera parte de una situación que se merecía un escenario más sublime. Por lo mismo, me abalancé sobre la mujer y le traté de arrebatar la carta. Ella me contempló con sus ojos de loca y luego su rostro se desfiguró en una mueca de profundo agravio. Forcejeamos con porfía, ella trataba de guardar el papel entre sus senos abundantes y yo, asiendo su mano mugrosa, trataba de arrebatarle el papel. Finalmente, un guardia que merodeaba por el lugar, intervino para zanjar esta molesta situación. Le expliqué cual era mi afán y el tipo me contempló como no comprendiendo. Luego miró a la mujer y le sonrió. Ella le respondió con un guiño y un arsenal de dientes cariados ensombrecieron lo que quiso ser una sonrisa. –Están coludidos- pensé para mí- ante esto, poco tengo que hacer aquí.
Cabizbajo, sin ánimos para continuar bregando por esa causa a todas luces perdidas, me alejé despaciosamente. Una brisa traicionera trajo a mis oídos la voz bizarra de la mujer:
-Este Pancho como siempre tan descuidado. Una vez más dejó tirada la lista de mercaderías. Menos mal que la recuperé ya que no estaba dispuesto a transcribirla una vez más.
La estridente carcajada que ambos lanzaron, me sonó a humillante derrota, a perdición y a vergüenza por este estigma que cargaré durante todos los años que me resten de vida…
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