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El 25 de noviembre de 2002 fui invitado por mi amigo Alberto a su campo, un páramo de veinte hectáreas, mayoritariamente cubierto por extensos pastizales y esporádicos cultivos de estación. El lugar está gobernado por un inmenso ombú centenario que, hasta en las noche más obscuras, se convierte en la única sombra distinguible en el medio del descampado. Fue en las inmediaciones de ese árbol donde los familiares de Alberto decidieron construir un rancho y un tinglado, fue precisamente ahí donde yo pasé mi primera velada como visita.
Era una de esas noches cálidas, claras y secas. La luminiscencia azul de la vía láctea se proyectaba en el sembrado de girasoles que nos rodeaba e incluso más allá, en los pastizales lejanos, y a todo le daba un resplandor blancuzco, a pesar de que había sectores entre los árboles que se encontraban en completa oscuridad.
Permanecíamos sentados junto al fuego, hablando muy de vez en cuando y escuchando los sonidos que traía la brisa que golpeaba nuestras espaldas. Dos ranas croaban acompasadamente; los grillos, que se sentían más cercanos, ponían un manto de estridencia frenética a la sinfónica de seres invisibles. También aportaba lo suyo un búho, que estaba parado como esfinge al pie de un tala, esperando el paso infortunado de algún ratón desprevenido. Más allá de eso, todo se mantenía en un silencio denso.
Alberto contemplaba el fuego sentado en un banco madera con los codos sobre las rodillas, y mientras dibujaba garabatos con un palo en el suelo de tierra seca. Parecía absorto ante los colores entre azules y anaranjados de las llamas, y ante el crepitar de la leña, que a veces era el único sonido que llegaba a nuestros oídos. Sino resultaba que detrás nuestro percibíamos cierta agitación en las ramas más alta del ombú, que parecían moverse por una causa ajena al efecto del viento. Quizá haya sido por eso que yo me encontraba alerta y sin poder sentirme en comodidad.
El fuego hacía que el espacio rodeado por el sembrado de girasoles donde estábamos se convirtiera en un a danza constante de sombras móviles. El rancho era absoluta quietud, salvo por el rechinar de las chapas del techo, que ahora que se enfriaban después del intenso calor de la tarde. Sonaban como si fuesen los pasos de un pie diminuto.
Como a cinco kilómetros se veía la ruta, que era iluminada ocasionalmente por el paso de algún coche. A la izquierda el horizonte era coronado por el aura rozada de las luces de la ciudad lejana.
Desde mi banco de madera me dedicaba a contemplarlo todo: a los girasoles, a Alberto, a los ínfimos alumbrados de las casas aledañas, que se encontraban dispersas en la lejanía, como insignificantes islas en un inmenso mar. Encontré cierta calma cuando centre la mirada en el monte que empezaba detrás del camino de conchilla. Eran dos hileras de eucaliptos altos y frondosos, que acompañaban el sendero de entrada al campo de enfrente.
- Un agujero negro en el medio de la claridad de la noche-, recuerdo que pensé. Desde la distancia adivinaba la pasividad de esa zona. En los dos primeros árboles comenzaba una negrura abismal, que se hacía más profunda a medida que el camino se adentraba en el campo. Fue entonces cuando vi aquello que aún creo haber visto.
En menos de un segundo un punto ínfimo de luz blanquecina abrió la oscuridad de lo profundo del monte y se expandió varios centímetros hasta desaparecer como si nada. Después, todo volvió a ser negrura e insondable y opresiva tranquilidad.
-¿Lo viste?
-¿Qué cosa?
En ese momento, cada uno de mis músculos comenzó a recibir incesantes pulsiones eléctricas. Sentía el párpado de mi ojo izquierdo temblar. Alberto se había vuelto hacia el fuego.
- Enserio boludo, mirame a mí. ¿No viste esa luz?
- No.
-¿No?
Hice silencio y apreté los puños. Alberto se acomodó el mechón grasiento detrás de la oreja. Entonces me miró.
- Sentate ¿Querés?. Vos no conocés el campo, es eso. Sentate y tira un tronco al fuego, que el fuego y el vino en compañía ahuyentan a las ánimas, y a los mosquitos.- Y arqueó una de las comisuras llegando a formar una mueca lo más parecida posible a una sonrisa cínica. Le hice caso.
Mi amigo pronto descorchó una botella de buen borgoña, sorbió del pico y me la extendió.
- Dale un besito, maricón.
- ¿No tenés un vaso?
-Hay adentro. Si querés buscá
Preferí beber del pico. La casa estaba demasiado próxima al ombú, y en el ombú había algo que me intimidaba, no sólo por el presunto movimiento deliberado de sus hojas, sino porque, a su vez, su propia presencia infundaba una sensación de desolación desgarradora e inerte.
Mantuve el primer trago en el buche por un momento para sentir el cuerpo soberbio del vino, el dejo picante y el sabor a madera en el paladar. Hasta que tragué y bajó por mi esófago como una caricia cálida y pesada. Eso me tranquilizó.
- ¿Qué silencio hay ahora viste?-.
- Es que los grillos se van a dormir a las once. ¿No sabías?.- Me guiñó un ojo y volvió a lo suyo. Con el palo grabó sus iniciales en la tierra: A.R., y las tachó.
- Haceme caso, vos mirá el fuego mejor. No le tenés que dar bola a esas cosas.
-¿ A qué cosas?-. Hubo un nuevo silencio entre los dos.
Se oía el ronroneo lejano de un motor que se acercaba, hasta que el sonido tomó la forma de un camión doble acoplado que pasaba por la ruta. La noche parecía un tanto más oscura que antes, sin embargo se seguían viendo con nitidez la cabeza de los girasoles y la copa de los árboles estaban iluminadas por un fulgor pálido y anónimo. En ese instante el ombú permanecía inmóvil.
El vino me aguzó el olfato. Se sentía el perfume de los jazmines del jardín, mezclado con el olor de la resina de los pinos y el del humo áspero de los leños que se quemaban. Por unos segundos tuve tranquilidad, hasta que me sobresaltó el relincho de un caballo proveniente de un establo cercano.
- Sos un boludo-, fue lo que me dijo Alberto antes de incorporarse con pesadez y agarrar la botella para irse dentro del rancho.
A pesar de que no encontraba agradable la idea de quedarme sólo en aquel lugar, junté valor y decidí no seguir los pasos de mi amigo, en parte para no hacer una nueva demostración de cobardía.
En la soledad mi pecho era oprimido por la tranquilidad y la inmensitud del espacio abierto y desconocido. Me generaba desconfianza. Sin embargo, luego de un tiempo conseguí cierta calma, a tal punto que llegué a encontrar reconfortante el calor que me ofrecía el fuego y la pasividad con que la noche me recibía. Entonces pensé que Alberto tenía razón, indefectiblemente yo era un boludo. Mis pulmones ahora se ensanchaban con profundas inhalaciones de aire límpido.
Pero tuve la idea de apartar los ojos del fuego para contemplar la grandeza majestuosa del campo. Fue cuando vi aquella figura resplandeciente que se acercaba a través de los girasoles. Ni bien la vi no pude establecer qué era y, si mi vista no hubiera insistido, mi inconsciente me hubiera hecho pensar que se trataba la luna u algo así, que se reflejaba increíblemente entre las plantas . Pero mi vista insistió, y resultaba imposible que un reflejo se movilizara de tal forma.
Recién cuando estuvo a dos o tres metros de salir del sembrado puede ver que aquello tomaba la forma del cuerpo de una mujer esbelta de un blanco cadavérico que rozaba la trasparencia. Avanzaba lentamente, aunque no delataba el movimiento de sus pies, como si en lugar de estos tuviese ruedas que las trasportaran. Tenía puesto un vestido amplio y antiguo, y una capelina bordada con puntillas, todo, en apariencia, del mismo color que la piel. Los rasgos de la cara eran duros e inmutables, y sus ojos inmóviles, de una tonalidad indescifrable, aunque podría jurar que toda su esfericidad ocular era de un leve celeste.
Salió de entre los girasoles y siguió avanzando lenta pero ininterrumpidamente. Sin reparar en mi presencia pasó frente a mí, que me encontraba francamente aturdido sin tener plena conciencia de los que estaba presenciando.
Algo que tenía la contextura de un chico -pero bien podría no serlo porque las formas se confundían una con la otra- la acompañaba tomado de su mano izquierda. Me quedé en silencio, sin siquiera poder mover un dedo de la mano. Hubiera gritado, pero simplemente quedé sumido a la contemplación de aquella mujer que pasaba frente a mí y que pronto comenzó a alejarse, hasta introducirse nuevamente en el interior de los girasoles y su propio resplandor se fue difuminando hasta quedar confundido con la claridad de la noche. Después los grillos volvieron a cantar. Después, sólo después, sentí el corazón golpear violentamente contra mi tórax.
La fogata quedó ardiendo toda la noche, yo mismo la alimenté con varios kilos de leños antes de encerrarme bajo llave en el interior del rancho. Recuerdo que esa vez, desde el insomnio de mi catre, concluí que Alberto había estado en lo cierto: hubiera sido mejor mirar el fuego. Porque el fuego ahuyenta, dicen. Además por si los mosquitos, y por si las moscas.

Texto agregado el 04-10-2005, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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