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Todo sucede por algo

Antonio lleva media hora hablando de lo mismo y estoy pensando en estrangularlo si no se calla de una vez por todas.

- ¡Todo tiene una razón de ser!

¡Ahí está! Lo dijo de nuevo y me imagino dando el salto por arriba del escritorio, cayendo sobre él y rodando por el suelo con mis manos plantadas alrededor de su cuello, apretando firmemente. Podría parecer que se ha olvidado de que las comas y los puntos se expresan como pausas y silencios en le lengua hablada y en su lugar pone la maldita expresión al final de cada oración. Obviamente está emocionado acerca de la pinche promoción y sería una perdida de tiempo el intentar hacerlo hablar con normalidad. ¡Mierda! Yo también estaría tan emocionado de haber sido yo el que recibiera el dinero extra con cada salario. Pero como están las cosas mi emoción es la misma que si me hubiera atropellado un camión, pero ese es tema para después. Por más que no me guste tengo que reconocer que en algo tiene razón. ¿Quién se iba a imaginar que el cambio forzado de un trabajo con responsabilidad directa a uno de soporte resultara en que se convirtiera en el gerente de distrito solo ocho meses después? Primero hubieras tenido que saber que su nuevo jefazo era amigo de la infancia del maldito dueño y que le había estado haciendo la barba en el club de golf todos los fines de semana. También hubiera sido requerimiento esencial saber que el dueño llevaba ya tiempo inconforme con el director general para cuando el entonces jefe de Antonio le ofreció tomar el puesto de soporte o ser despedido. Solo un pinche genio podría haberlo predicho, y sin embargo aquí teníamos al inútil, ineficiente, pendejo de Antonio sentado detrás del escritorio del gerente de distrito, sonriéndome con tranquilidad mientras yo me esfuerzo en mantener la cornisa de mis labios rígidamente hacia arriba para corresponder.

Su secretaria entra con una tasa de café que sitúa enfrente de él. Solo lo mira de reojo. La pobre infeliz se ve perpleja. Nuestro buen Antonio no debe de ser ninguna perita en dulce con sus subordinados.

Levanta la tasa como si fuera champaña.

- ¡Salud, compadre! – dice – ¿Ve tú a saber? A lo mejor es pura casualidad. ¡Pero pos que chingaos! Salucita de cualquier manera – dice soltando una carcajada.

Es una carcajada sonora y autocomplaciente. ¡Pendejo! Se siente parido por los dioses. Pinche falso, esa es mi opinión, la quieran saber o no. Ahora me viene con que todo es producto de la casualidad. Pero sé que su decisión de invitarme a su oficina para contármelo lo último que tiene es ser fortuito. Siento como me sube como si fuera vómito: sabes que es pútrido, sabes que es mejor dejarlo dentro, pero no puedes evitar que suba hasta la boca y salga por ella – deseo que se muera. Su cuerpo desnudo sobre las sábanas arrugadas con los ojos sin vida viendo hacia el techo y perpetuando los últimos momentos de horror y dolor de su vida tan “exitosa”. Al igual que con el vómito, me siento bien una vez que ha salido. El teléfono suena, es su celular. Me hace una señal con la mano, ligera, con los dedos extendidos, es una señal que dice “debo tomar esta llamada, soy ya muy importante y es el precio del éxito”. Esta vez mi sonrisa es real. Percibo la naturaleza de la llamada. ¡Con una chingada que es casualidad! No es ninguna casualidad que la reciba tal como no es producto de la casualidad el que esté sentado yo en su oficina escuchándolo- ¿Qué? Nomás de repente decide compartir su felicidad por ser promovido con su antiguo cuate? No lo creo.

La última vez no fue diferente y tampoco lo fue la primera, cuando la muy zorra por fin me hartó la paciencia. En ese entonces también sentí la misma urgencia de verla muerta a ella. Cinco años son demasiados para pasarlos casado a alguien a quien odias. La misma cara, mismas quejas, solo que cada día empeoran. No vayan a creer que siempre fue así. Cuando nos casamos estaba tan idiotizado como cualquiera, pero ya saben como son las cosas. Uno piensa que se va a mantener igual de dulce y encantadora por siempre, preparándote el desayuno por la mañana y seduciéndote por la noche. Por supuesto no duró así más allá del primer año y después el quejar continuo comenzó. Pasados dos años deseaba que pararan sus gritos y sus quejas y deseaba que se muriera, si bien solo metafóricamente. Me hubiera quedado igual de contento con que se fuera a vivir al otro lado del mundo. Claro que fue por entonces cuando tuve el accidente.

Había salido a dar una vuelta en bici para escapar de una de nuestras incesantes discusiones. Estoy hablando del tipo de discusiones que te llevan al divorcio. Estoy por fin relajado, pensando en la inmortalidad del cangrejo, pedaleando tranquilo por una carretera cuando ve tú a saber de donde sale un pendejo borracho o drogado en un camión y le pega a la rueda trasera de la bicicleta en el último momento cuando intenta darle un giro al volante para evitarme. Nomás empeora las cosas. La bici, y yo con ella, salimos volando como dos hélices desprendidas de un avión. Curiosamente en ningún momento hago contacto directo con el camión, pero el giro que le da a la bici es suficiente para lanzarme por el aire a más de ocho metros hasta que mi alegre girar es interrumpido cuando el tronco de un árbol se atraviesa en la trayectoria de mi viajante cabeza. Lo que siguió al episodio fueron once semanas en terapia intensiva en lo que los médicos calificaron como “condición crítica”, así. Las dos piernas rotas más un brazo en tres partes, a excepción de cinco todas las costillas, una de las cuales se encargó de perforar el pulmón. Milagrosamente mi espina dorsal había quedado intacta. Aparte de todo esto, tenía el cráneo roto y una inflamación severa del cerebro. Tomaron once semanas para que pudiera abandonar el hospital.

Ese día cuando llegué a casa, tal vez tres meses después de dejar el hospital, Sara parecía estar esperándome. Se encontraba en la sala con los ojos hinchados. Cuando entré levantó la vista, se levantó y comenzó a caminar lentamente hacia mi. Me echó los brazos al cuello y se puso a llorar en mi pecho. Me agarró totalmente desprevenido, aunque el sentimiento más evidente que me causo fue el de una fuerte curiosidad.

- ¿Qué pasa, mi amor?- le dije mientras acariciaba su pelo, vertiendo en ella todo mi encanto.

- Es… es que… - Sollozó y mi paciencia menguaba. Estaba a punto de soltarla cuando, entre sollozos, empezó finalmente a hablar- recibí una llamada – dijo.

Me imagine que había recibido alguna mala noticia, aunque sinceramente no podía pensar en ninguna mala noticia para ella que pudiera pasar por mala para mí.

- ¿Qué quieres decir con una llamada? – dije, seguramente con un tono que mostraba mi exacerbación .

Se separó un poco de mi, sin realmente soltarme.

- ¿Por favor dime que no ha sido una de tus bromas pesadas? – Se estremecía al hablar. Estaba lista para una pelea que, sin embargo, no deseaba comenzar.

- Te prometo que no sé de que me estás hablando– dije, y para variar, le creía. – cuéntame lo que pasó – agregué.

- Era yo misma, ¿entiendes lo que te digo? Era yo misma.

- ¿Cómo que eras tú misma, no te entiendo? – ¿de que diablos podía estar hablando?.

- ¡Era mi propia voz del otro lado de la línea! ¡Dios bendito, era mi propia VOZ! - chilló.

Se había separado de mí, caminaba de un lado al otro del cuarto y se pasaba los dedos por el pelo de manera nerviosa. Volvió a abrazárseme.

- Me… me.. me…

¡Con una fregada! ¡suéltalo de una vez! Pensé.

- Dímelo cariño – dije en su lugar.

Tomo la voz de un niño cuando repite un mensaje que se ha aprendido de memoria.

- Me dijo: “Sabes que vas a morir. Te estaré esperando”.

Comenzó a llorar de Nuevo, mojándome la camisa con su baba. Su cabeza descansaba sobre mi hombro y no podía ver mi cara. Me permití sonreír.

- ¿Qué puede significar? Por el amor de Dios, dime que significa.

- No lo sé. – contesté. Pero en privado creía saberlo.



Más o menos tres semanas después, Sara y yo fuimos comer a un restaurante bullicioso del centro de la ciudad. Me estaba contando la serie de incidentes que le habían ocurrido sin interrupción desde que recibiera la llamada. De acuerdo a ella, las quemaduras que tenía en el estomago eran causadas por el agua hirviente de una hoya que había utilizado para derretir mantequilla en baño maría. Juraba haber apagado el fuego una vez que la mantequilla de había derretido 45 minutos antes. Aun así cuando había agarrado la hoya para lavarla, ésta se mantenía al rojo vivo.

- Se te debe haber olvidado apagarla – dije. Desde mi punto de vista esto era perfectamente factible en una estufa de cerámica, donde no hay una llama visible.

- ¡Por el amor de Dios, Miguel! - saltó. – Si ese fuera el caso el agua se hubiera evaporado ya, ¿no?

- ¿Y estás seguras de que habían pasado 45 minutos? Igual en lo que te pusiste a hacer algo te dio la idea de que había pasado más tiempo del que realmente era..

Esta vez echo la mirada hacia arriba, lista a renunciar en su intento de convencerme. Poco sabía que no necesitaba ser convencido.

- Ya había terminado el pastel para el que había derretido la mantequilla. ¿Tienes idea de cuánto toma preparar uno? ¿Y qué me dices de mi brazo, que explicación le das?

Miré la escayola de yeso. Tenía escrito en diferentes tipos de tinta los típicos mensajes de “buena suerte/ que te recuperes / no te rindas”. Ya me había contado como dos días después del incidente con el agua hirviente tuvo que lavar una mancha de café que había causado cuando había colocado la tasa demasiado cerca de la orilla de la repisa y ésta había caído. Estaba a gatas frotando con jabón cuando sonó el timbre. En el momento justo en el que giro la cabeza de manera instintiva hacia la puerta, la plancha cayó desde la repisa superior, rozando su cabeza y aterrizando con todo su peso sobre el brazo izquierdo.

- ¿Me vas a decir que moví toda la pared y que ocasioné que cayera?– preguntó y reconocí para mi mismo que tenía razón. La repisa superior era angosta y la inferior, donde estaba empotrada la estufa, suficientemente ancha para que la plancha tuviera como poco tocarla en su caída.. – ¡Si no hubieran tocado a la puerta me hubiera dado en la cabeza!

Hizo una pausa que utilizó para sacarse un pañuelo de la manga. Se limpió las lágrimas de los ojos y se sonó con fuerza la nariz.

- No estoy durmiendo Miguel. Apenas si duermo algo. Está lleno de pesadillas. Es casi peor que estar despierta.

Hubiera sido gracioso de no haber sido un asunto serio. Para ser honesto, me pareció graciosísimo y tuve que esforzarme verdaderamente para no ponerme a reír. Debo reconocer que nunca la había visto tan perturbada… ¡y vaya que la había visto perturbada!. Esta vez era diferente, parecía estar al borde de la locura. No solo era lo del agua caliente y lo de la plancha, aparte había tenido dos accidentes de coche. El primero había dado como resultado una luz rota y un buen trabajo de hojalatería, pero al menos las bolsas de aire habían funcionado cuando se estrelló contra el árbol al esquivar al perro. El segundo accidente no había dejado marcas de importancia en el coche, pero a todas luces había sido el más grave. Sara conducía de regreso a casa después de recoger el coche del taller en donde lo habían reparado del choque con el árbol. Cuando llega a un crucero se detiene para ver en ambas direcciones, me dijo, y después de asegurarse que no venía ningún coche comienza a avanzar. Un movimiento en el borde de su campo visual la hace pisar el freno justo en el momento en el que un camión de gran tonelaje pasa zumbando frente a ella. El camión no se detiene, ni siquiera aminora la velocidad de la misma manera en que no se ha anunciado con el claxon. Se queda sentada, sin moverse por dos minutos, temblando violentamente, hasta que nota los coches que hay detrás, presionándola a moverse o quitarse de su camino. Junta todas sus fuerzas para mover el coche a la cuneta. Cuando camina alrededor del coche para tranquilizarse se da cuenta de que la placa delantera no está en su lugar. En el sitio donde debería estar hay unas marcas de pintura negra que van de izquierda a derecha a lo largo de la defensa. La placa, con apenas cinco milímetros de espesor ha sido arrancada de un tajo.

Hubiera continuado contándome más si no fuera por la interrupción de un hombre que rondaba los cuarenta. Lo había visto acercarse a nuestra mesa de la dirección de los baños, a espaldas de Sara. Pensé que era extraño que no lo hubiera visto pasar antes cuando se dirigía hacia ellos. Por un lado, me parecía familiar, aun si no podía especificar de dónde o por qué. Pero aún si su cara no me hubiera dicho nada, no me cabía duda de que lo hubiera notado. Su ropa parecía la que Arman hubiera diseñado para el dictador norcoreano Kim Jong Il. Corte ajustado, de un gris ni muy claro ni muy oscuro. Parecía relajado al punto de que por dentro solo existiera un vacío, y quitando el hecho de que se movía, resultaba difícil percibir la vida en él. En esto pensaba cuando alcanzó nuestra mesa, y para mi mediana sorpresa, puso su mano en el hombro de Sara. Giró la cabeza y en el espacio de tres segundos su expresión intentó esbozar una sonrisa, si bien tímidamente, al reconocer una cara familiar, la sonrisa se cambió por perplejidad mientras recibía el beso en la mejilla y luego paso a convertirse en una boca medio abierta al reconocer positivamente la cara que había reconocido segundos antes.

- Sara, Miguel.- Nos hizo una seña con la cabeza – que gusto verlos de nuevo. Tengo que irme, pero estoy seguro de que muy pronto nos volveremos a ver. – Y habiendo dicho esto se dirigió hacia la salida, a través de la puerta y se adentró en la multitud de la calle..

Sara me volteó a ver:

- Ese era Manuel Orozco. El esposo de Miriam, ¿no es así? – el miedo se mostraba claramente en su voz. Por alguna razón que desconocía yo, quería que le dijera que no era así. Pero su pregunta misma había dado un nombre a la cara. Caí en cuenta de que era él.
-
- Sí, estoy seguro de que sí era Manuel. – contesté.

Cogió su bolsa del respaldo de la silla en donde colgaba. La puso sobre la mesa enfrente de ella y, abriéndola, comenzó a buscar algo de manera frenética. Sacó su lápiz de labios, algunas monedas que habían quedado sueltas y algunas otras cosas que puso, más bien que arrojó, sobre la mesa. Lo más poco usual es que también había sacado un par de Tampax que estaban a la vista de todos. Esto iba claramente contra su naturaleza recabada y formal. Por fin encontró lo que andaba buscando: un trozo de periódico que desdobló con torpeza. Lo miró con atención, leyéndolo una y otra vez, asegurándose de que las palabras que leía eran las correctas y que sus ojos no le mentían. Comenzó a temblar de manera casi incontrolable y tuvo que proporcionarle apoyo a la cabeza con la palma de la mano. Empujó el papel hacia mí. Parecía alguna especie de oferta de trabajo. Le di la vuelta al papel para poder leerlo. El texto estaba dentro de un marco negro de unos 15 centímetros por lado. Era una esquela.


Ayer a las 11:30 horas de la mañana Manuel Orozco, 42 Murió al ser asaltado y recibir un disparo en la cabeza cuando intentó resistir a sus asaltantes. Le sobreviven su mujer, Miriam y sus hijos Luis y Emilio.Descanse en paz, que Dios lo tenga en Su Gloria..


Era el periódico del día. Fue entonces que entendí más allá de cualquier duda por qué su cara me había sido tan familiar.

- Tal vez me equivoque hace un momento. Debe de haber sido alguién que se parecía a Manuel. - mentí.

Asintió torpemente. Necesitaba creer que lo que decía era cierto.



Esa noche vi el líquido salir por abajo de la puerta y extenderse por el corredor. Oía el sonido del agua saliendo del grifo y, separadamente, cayendo sobre una superficie dura. Abrí la puerta y entré. El suelo estaba cubierto por el líquido rojizo, en la bañera estaba Sara. Su cara, blanca como la de un fantasma, flotaba en un mar de rojo.

Caminé hasta la sala atraído por un sonido agudo que venía de ella. El teléfono descansaba descolgado sobe la mesa. Lo colgué para volverlo a descolgar y me lo puse al oído. Pasados unos segundos escuche la voz femenina: Tiene un mensaje. Como resultado del sistema automático, la palabra un no sonaba como parte integral del mensaje y la enfatizaba sobre las otras dos palabras. Un mensaje, solo uno, pero con uno basta. El mensaje había dejado más o menos a la hora en que nos encontrábamos en el restaurante. Era la voz de mujer, obviamente contrariada: Sara, soy Miriam. Es acerca de Manuel... lo... lo mataron ayer. ¡Los cabrones le dieron un balazo! ¡Me mataron a mi Manuelito a sangre fría, los hijos de puta! Ay Sara, ¿qué va a ser de mí? La voz se convirtió en llanto hasta que pasados unos segundos el tono indicó que había colgado.


Antonio lleva varios segundos escuchando por el teléfono y puedo ver con gusto como la sonrisa en su cara desaparece de repente junto con toda la sangre de su cara. Los hombros se le arquean y los dedos que sostienen el celular comienzan a aflojarse, deseando deshacerse de él pero sin atreverse a hacerlo. Me dirige la mirada y yo le sonrío. Por supuesto que piensa que es a él a quien sonrío y su intento miserable por devolver mi gesto aviva mi sonrisa.

La suerte no tiene nada que ver con que yo esté aquí. Hay una razón por la que Antonio decidió, al parecer sin más, llamarme, sintiendo literalmente la necesidad de compartir sus sentimientos conmigo más que con nadie más. Porque aun si nos llevábamos bien cuando trabajábamos en el mismo departamento, nunca habíamos sido cercanos. Existe una razón por la cual el buen Antonio se olvidó de repente de que la última vez que había sabido de mi había sido meses atrás cuando había tenido un accidente de bicicleta, y después cuando le contaron del resultado de las once semanas que había pasado en un estado cuasi-comatoso. Si se detuviera a pensar en ello recordaría el momento en que decidió llamarme, pero no podría acordarse de haber hecho la llamada. Su pobre secretaria está ahora mismo preguntándose que hace hablando y riendo solo en su oficina. No, no hay nada fortuito en mi encuentro con Antonio. Soy su comité de bienvenida a su próxima vida. ¿Qué otra explicación posible puede haber para que esté hablando con un muerto como su humilde servidor?

No hay verdad más grande: todo tiene una razón de ser.

De otra manera no estarías tú en este momento leyendo estas líneas y preocupándote por los pobres de Sara, o Antonio, o Manuel. La casualidad no tiene nada que ver tampoco con que estés leyendo estas mismas palabras. Por ponerlo de una manera simple: estaba predestinado que leyeras esta historia. ¡Pobre Antonio! Cuelga el teléfono y ya parece tener un pie en la tumba. Ha comenzado para él de la misma manera que pronto comenzará para ti. Duerme tranquilo hasta que te llegue la hora. Porque habrá de llegarte y entonces recibirás la llamada, espérala, tal vez sea la próxima, con suerte no, pero llegará, y pronto, y cuando lo haga te habrían de quedar pocas horas de sueño. Es solo cuestión de tiempo. Yo te esperaré... tic… tac… tic… tac...


(se agradecen comentarios y votos. Luis)

Texto agregado el 04-10-2005, y leído por 450 visitantes. (0 votos)


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