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Ramiro R. Romero
MEBA-EL(*)

Entre tanto, el tiempo no ha detenido su marcha; mi frente se ha llenado de arrugas; mis cabellos han encanecido. Pronto dejaré de sufrir, pero mi muerte será ignorada como mi vida; mis restos serán depositados furtivamente en algún oscuro rincón de la tierra; un carcelero es quién me tributará los últimos honores, y ninguna lágrima será derramada sobre mi tumba!
El prisionero de Estado,
Filon.

AL FIN pronunció el sacerdote las únicas palabras que me gustaba escuchar en la misa: “podemos ir en paz.”
Las diez o doce personas que asistieron ese jueves se retiraban en silencio. Se apagaron los micrófonos y ya no se escuchó ese sonido áspero y constante. Los pies de los fieles se arrastraban por las baldosas de una manera casi rítmica. La mujer que estuvo a cargo del guión ahora juntaba los cancioneros, que nadie usó. Al llegar a la entrada la gente volteaba hacia el altar, hacía una genuflexión, se santiguaba y se iba.
Una a una, fui apagando las velas y se la oscuridad acaparaba el templo. Sólo se habían encendido las luces de adelante, por la poca gente; toda la misa se celebró en cierta penumbra. Yo temía la oscuridad. Terminé de apagar las velas y comencé a llevar los copones, el cáliz y las jarritas del agua y del vino.
Mi hermano tenía hepatitis y tuve que ayudar sólo. Toda la misa me la pasé cabeceando por el sueño. No había dormido la siesta ese jueves. Tenía mucho sueño. Mis hermanos, a esa hora, ya estarían todos en la cama de mis padres mirando alguna película, y yo quería estar con ellos.
Las luces se fueron apagando y todo quedó a oscuras. Yo me fui rápido a la sacristía para sacarme el hábito y poder irme a mi casa.
La sacristía estaba dividida en dos por una pared. De un lado estaban el mueble donde se guardaban los objetos sacramentales y los misales y los libros de la sagrada lectura; el ropero donde se guardaban las vestiduras del sacerdote; los candelabros, algunas velas viejas y otras cosas; también había un cofre muy viejo que parecía un féretro, sobre el cual yo solía sentarme a veces. El otro lado de la sacristía, más amplio, contenía otras cosas, muchas sillas, floreros…
Me puse mi campera después de haber colgado el hábito en la puerta de hierro que unía ambas partes de la sacristía y me até los cordones de las zapatillas. Siempre trataba de no mirar hacia arriba del muro; pero nunca tenía éxito. Algo tiraba de mis ojos en aquella dirección. Este muro no llegaba hasta el techo; sólo superaba en medio metro la altura del ropero donde el sacerdote guardaba sus vestiduras.
Puesto encima de este muro y recostado por la pared de la sacristía, estaba la aterradora figura que atraía mi atención y me inspiraba un gran temor. Su expresión era más dura que su cara de madera, más fría. Su nariz fina, sus ojos fijos bien abiertos, su hábito marrón, todo él era tenebroso. Era de esas imágenes que, debajo de sus ropas, poseían un esqueleto de madera. Era una imagen de San Antonio. El hecho de que atuviese vestido le confería un realismo impresionante que atrapaba mi imaginación. No tenía pies, cómo los fantasmas.
Me resultaba imposible aceptar que aquel era un objeto inanimado. Me imaginaba que cuando todas las luces se apagaban y no quedaba nadie por ahí, él se bajaba del muro, descendía por el ropero al cofre y luego al suelo y abandonaba la sacristía se iba asta la habitación del cura a mirarlo dormir, sentado en los pies de la cama, o que dejaba la iglesia y recorría el pueblo en plena noche.
Ya estaba solo en ese lugar: me había retrazado otra vez contemplándolo.
Volví en mí y me asusté porque me di cuenta de que estaba solo. Dejé la sacristía, apagué las luces e intenté serrar la puerta, pero no pude. La puerta daba a un patio que separaba la casa del padre de la iglesia. Desde esta puerta hasta la puerta de calle, había un corredor, ya a oscuras.
Caminé rápido en dirección a la salida. En el transcurso, asocié el tamaño de la imagen con migo mismo vestido de sacristán: teníamos casi la misma estatura. Entonces pensé que era el fantasma de alguno que fue sacristán como yo.
La luz de la luna sólo alumbraba el principio del corredor, cerca de la puerta de la sacristía. Y era oscuro hacia la mitad y más oscuro hacia donde terminaba. Volteé, no sé porqué, hacia atrás y vi su pequeña silueta abandonar el umbral de la puerta de la sacristía y sumirse en la penumbra en dirección a mí. Su oscura vestimenta no se dejaba ver en la oscuridad del corredor; pero si se veía su pálido rostro de madera, que se acercaba a mucha velocidad. Corrí hacia la puerta de calle, pero tuve pronto su rostro frente al mío y me quedé paralizado ante su fría mirada.
En eso, la puerta se abrió y la luz anaranjada de la calle acaparó el corredor. Al tocarle la luz, se desplomó en el suelo, quebrándose uno de sus dedos de yeso. El cura entró y se sorprendió de verme todavía en la iglesia. Se iba a formar una amable sonrisa en su rostro; pero lo vio, tirado en el suelo. Entonces su cara se llenó de enojo. No vio que mi rostro estaba más pálido que su pulóver de lana. Se enojó con migo, tomó al santo con las dos manos y dijo que me fuera a casa. Caminó, muy molesto, en dirección a la sacristía.
La puerta de calle había quedado abierta; corrí lo más rápido que pude. Salí de la iglesia. Crucé la plaza y no dejé nunca de correr hasta llegar a casa.
Volví a ir a la iglesia recién unos días después. Ya no encontré al San Antonio en su lugar habitual.
***
DÍAS DESPUÉS, una tarde en la que fui a la plaza a jugar como lo hacía siempre, noté sin mucho interés que uno de mis amigos no estaba. Nos dispusimos a hacer lo de siempre, mis hermanos, yo y uno que otro amigo del barrio. En cierta forma me gustaba la ausencia de aquel; nunca me había agradado, nos peleábamos frecuentemente; pero claro que las peleas entre niños no duran mucho: siempre terminábamos jugando en la plaza todos juntos. Este no iba a ser el caso.
La plaza era como un alivio para mí, era respirar aire fresco, no estar en mi casa, no temer el enojo arbitrario de mi padre. Pero los ratos de juego no eran eternos e, invariablemente, mi padre salía a la vereda de casa, silbaba y hacía una seña: habría que regresar. A veces el gesto era con la palma de la mano hacia abajo, eso significaba simplemente que nos estaba llamando, que había que ir a bañarse, para después cenar o ir a la misa; a veces la palma miraba arriba: algo había pasado, uno de los tres iba a ser castigado, o quizás los tres. Su disgusto era impredecible; no había manera de mantenerlo contento; siempre algo sucedía y estallaba su cólera. Sus castigos eran muy severos.
Esa vez, por suerte, la palma miraba hacia abajo. Mi casa no era más que unas cuantas habitaciones contiguas con una galería, detrás del tinglado enorme. Frente a la galería había un árbol de palta y más atrás, el baño. Me tocó bañarme último esa tarde y cuando crucé el corredor que iba del baño a la galería, después de haberme bañado, imaginé que el pequeño San Antonio nos observaba desde el yuyal del fondo. No lo hubiese podido ver, estaba muy oscuro. Corrí, hacia la Luz que venía de la cocina. Mamá calentaba la sopa. Estando cerca de ella podía dejar de pensar en el San Antonio, o de temer a papá; pero era imposible estar cerca de ella; había como barreras muy sutiles, infranqueables; había mucha distancia entre ella y yo. Ella siempre nos miraba como desde arriba de un pedestal, como haciendo siempre fuerza por ser la más fuerte, y no había lugar para la ternura. Yo la veía como en un frasco de cristal. Igual era lindo estar cerca de ella, igual dejaba escapar algunas veces —como lo hacía ahí mismo, dándome la espalda, atendiendo la cacerola— un poco de su ternura, mientras yo me peleaba con mis hermanos. Después de comer, ya acostado, otra vez me imaginé al San Antonio. Yo no provocaba esas imágenes, al menos voluntariamente, yo no las quería, pero venían a mi mente de todas formas, y yo las contemplaba con mucho miedo y con fascinación. Lo imaginé él, flotando en la cabecera de la cama, mirando dormir a mis padres. El crujir de sus miembros de madera venía desde la habitación contigua. Luego sentí miedo de que atravesara la puerta y viniese por mí. Mi corazón latía con fuerza, lo podía escuchar por debajo de la frazada. Pero, no sé cómo, conseguí dormirme. Y en mis sueños vi cómo perseguía, por los oscuros suburbios del pueblo, a ese niño desagradable y abusivo. Lo hostigaba hasta que terminaba ahogándose en un estero muy lejos de su madre y sus hermanos. Luego venía por mí flotando al ras del suelo con increíble velocidad; yo estaba en el yuyal del fondo y lo veía acercarse, estando muy cerca de mí yo giraba e intentaba correr pero algo invisible se me interponía entre mi casa y yo, sentía que me ahogaba. Desperté, mi cabeza estaba hundida en la almohada, la cama se interponía entre el suelo y yo; mi brazo derecho estaba doblado a la altura de mi cuello y salía por encima del hombro izquierdo, se había entumecido. No conseguía cambiar de posición y me estaba asfixiando. Finalmente, de alguna manera, pude girar y ver el techo nuevamente; fue él quien me ayudó. Pero no lo pude ver bien, se fue no sé por dónde.
Después de aquello no pude quitarme su rostro pálido y su pequeña figura oscura y flotante. Iba a la escuela y pensaba en él, iba a la casa de la abuela y no prestaba atención a nada sólo a esa imagen en mi mente; me volví taciturno, me aislé de los otros niños, de mis hermanos. Sólo pensaba en lo que había pasado e intentaba darme alguna explicación. Y mis ideas al respecto, no pudieron ir por peor camino.
***
NO SÉ DE DÓNDE saqué la estúpida idea de que era mi ángel guardián. Supongo que fue por esa vez que supuestamente me salvó de la asfixia. Más aún cuando relacioné el sueño que había tenido, con las noticias de la misteriosa desaparición de ese niño que yo detestaba. Al principio me resistía a imaginar ciertas cosas, por temor a que se vuelvan realidad. Un día al volver de la casa de una tía, traje conmigo una revista que había encontrado, que hablaba sobre los ángeles, así fue como le encontré un nombre, que nunca debí haber pronunciado.
Por las noches no dormía mientras oía discutir a papá y mamá; nunca supe si mis hermanos también los oían. Nuestra relación fraternal no pasaba de compañeros ocasionales de juego, para el resto de las cosas éramos como tres islas (tal vez solamente yo era una isla; no lo sabré jamás.) Una noche una discusión terminó de mala manera; inesperadamente se enciende la luz de mi pieza y entra papá diciendo no sé qué (mi mente no quiere recordar detalles); mamá le seguía, llorando. Nos levantó a los tres y nos dijo que sacáramos algunas ropas, que nos íbamos con él. Mamá le suplicaba que se quedase. Me acuerdo que yo estaba junto a papá con el pijama celeste, y con un vaquero y un buso en mis manos. Papá gritaba e insultaba, pero no sé qué decía exactamente. No recuerdo cómo se resolvió la situación; no nos fuimos a ninguna parte. Cuando pienso en ello, me siento culpable porque yo estaba dispuesto a irme con papá, no sé los otros dos. La imagen de mamá llorando en el umbral de la puerta de su habitación, rogando que no nos fuéramos... Cuánto dolor puede soportar un ser humano. Yo sentía mucha pena por mamá pero no podía atravesar ese muro de cristal que me alejaba de ella. A veces pienso que quizás no sólo ella sino todos, estábamos metidos en frascos. Lo que hubiese ganado con simplemente acercarme a ella; sería todo tan diferente...
Yo sentía que estaba solo, hasta el maldito momento en que le puse un nombre a esa cosa y empecé a verlo como mi protector.
Durante el día no le tenía miedo, todo lo contrario; pero, de noche, soñaba que venía hacia mí y que yo no podía huir, algo me impedía el movimiento. Esos sueños me aterraban. En cada sueño él estaba más y más cerca. Era como si un elástico nos estuviera juntando progresivamente en cada sueño. Pero durante el día parecía que olvidaba esos sueños y fantaseaba con la idea de que él volvería realidad lo que yo imaginase.
No sé que había hecho alguno de los tres, pero papá amenazó con castigarnos cuando volviéramos a casa; fue esa misma tarde que encontré la revista. Sus amenazas siempre se cumplían. Al llegar a casa, antes de que él termine de cerrar el protón de enfrente, escondimos debajo de las camas y detrás de los roperos, los cintos de papá y los nuestros, los que encontramos por ahí de mamá y otras cosas con las que él pudiera pegarnos. Al rato, estando los tres en nuestra pieza, aparece papá en el umbral de la puerta. Nos llama de a uno, no ordena que crucemos la puerta...
Después del castigo, cada uno en sus camas, yo me preguntaba lleno de odio, dónde pudo haber estado él, que no vino a protegerme de aquel monstruo. Supuse que fue porque no lo había llamado por su nombre. Acurrucado en mi cama, dolorido, con los párpados apretados, pronuncié el nombre una y otra vez, deseando que apareciese y que cumpliera mi pedido.
***
ESA NOCHE SOÑÉ lo de siempre, pero esta vez la persecución llegó a su fin. Estaba sentado en mi cama y podía ver todas las partes de mi habitación, no estaban mis hermanos. La puerta se abre sin ruido alguno y por ella entra él. Se acerca lentamente hacia mí; yo me apretaba contra la pared, parado en mi cama. Se pegó a mí y yo hacía fuerza para apartarlo, pero no podía: tenía mucha fuerza; caímos al suelo forcejeando; a mí no se me ocurría más que rezar, pero no daba resultado, no conseguía apartarlo de mí. Parece como si quisiera fusionarse con migo. El sueño (o el recuerdo que tengo de él) se vuelve confuso en esa parte. De repente, me veo con un cuchillo de cocina en mis manos, era más grande que había en mi casa, ya no estaba más en mi pieza sino en la de mis padres, me faltaba un dedo en una mano. La cabeza de mi padre, yacía peligrosamente por debajo del cuchillo, mi mamá dormía del otro lado de la cama, dándole la espalda; una fuerza me bajaba los brazos en dirección a mi padre. Quise retroceder; no tenía pies. Giré la cabeza hacia la puerta que daba a mi pieza; ahí estaba yo mismo con una sonrisa atroz. Comprendí que esto ya no era el sueño. Yo estaba en él; o donde antes él estaba, y él ahora se iba y se acostaba en mi cama. La fuerza me seguía empujando hacia mi padre, levantaba mis manos, acercaba el cuchillo hacia la cabeza. Yo intentaba resistir. Imposible describir lo que sentía en ese momento. Logré soltar el cuchillo, luego de forcejeos con migo mismo, y cayó a los pies de la cama. Entonces pensé en salir de esa habitación, de esa casa. Conseguí sin mucha dificultad el movimiento. Salí de la pieza. El tinglado de la ferretería estaba cerrado; tenía que salir por el techo. Lo hice, y me encontré en la calle. Pensé en esconderme y no se me ocurrió otro lugar que la iglesia. Crucé la plaza, no sé si alguien me vio; y la puerta de la iglesia estaba cerrada. Pensé entonces en entrar por el campanario. No me costó nada subir hasta ahí. Levante la tapa metálica que da a un entrepiso. Me quedé ahí.

Sentía un impulso de perseguir, de buscar alguien a quien robarle la vida. Abandonaba el campanario algunas veces; iba a mirar a las personas mientras dormían, a buscar en sus sueños algún indicio que me permitiera encontrar a la persona que sería la siguiente prisionera. Pero yo me resistía; no quería dañar a nadie. Pero al mismo tiempo era conciente de que mis resistencias no iban a durar por siempre. Decidí permanecer entonces en el campanario, lejos de cualquier persona.
Una vez, como tantas, salí de noche por la tapa metálica, para contemplar el pueblo; hacia el cementerio vi que, al costado de la ruta, se estaba quemando un inmenso yuyal. El fuego resplandecía en la noche. Entonces decidí que podría arrojarme a las llamas y acabar así con esta maldición. Abandoné la torre y me dirigí con toda velocidad hacia el fuego. Pronto estuve frente a él. No sentía el calor. Contemplé el fuego por un rato, pensé en mi madre, en mis hermanos, en mi cuerpo de madera quemándose. No me atreví a hacerlo; fui cobarde. Volví al campanario.
No abandoné mi escondite desde entonces. Muchos años después, logré reunir fuerzas y escribir esto, tal vez alguien lo encuentre.
Mi conciencia se va desvaneciendo de a poco. Sé que pronto en mí no habrá más que ese instinto de persecución. Por eso es que escribo estas páginas que no sé si algún día han de llegar a persona alguna, son un intento de advertencia, para que nunca a nadie se le ocurra invocar ese nombre maldito (que tuve cuidado en no escribir.) Debí haber tenido el valor de destruirme cuando tuve la oportunidad; pero es eso lo que siempre me falto: valor. Quizás, de esta manera, el cobarde que soy haga algo útil por la humanidad. Mi voluntad se desvanece. Pronto llegará la hora de las persecuciones, de la espera infatigable junto a alguien que esta durmiendo.
FIN.

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* Encontré el texto original en un entrepiso que hay en el campanario de la parroquia de San Antonio, en mi pueblo. El texto estaba toscamente escrito a lápiz, repleto de tachaduras; el título, con diferente caligrafía, casi ilegible, estaba escrito con lo que parecía ser excremento de lechuza.


Texto agregado el 03-10-2005, y leído por 258 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-11-2007 Este texto me recordó a algunos cuentos de Borges, por varios motivos. El primero, es que está relatado en primera persona, lo que va llevando a una primera interpretación en la lectura, que tiene la apariencia de ser autobiográfica, (no importa si lo es o no) con un relator-niño que vivencia en carne propia su papel , lo que tiene una vuelta de tuerca al final cuando se descubre que el texto es un manuscrito, encontrado por otra persona, el que transcribe la historia. También existe como una clave al final, que lleva a una relectura interpretativa al texto, y como en Borges, no es completamente evidente y requiere algún tipo de investigación, o deja la intriga de un enigma (el fruto de mi "investigación" te lo diré en privado, por las dudas, ja ja ja). Excelente el cuento! andrula
 
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