En una tienda oscura y polvorienta, lucía un medallón un chiquillo de diez años... andaba revolviendo prendas de ropa de un lado a otro, jugando ora con un pañuelo de flores o con una bufanda roja de esas de lana trenzada.
De su medallón manaba una peculiar luz que impregnaba la estancia de singulares tonos y colores. Cuando el niño, que por cierto se llamaba Luxcalco, tropezó con una escalera de madera vieja, de esas chiquitinas de tres peldaños, fue a dar con un viejo maniquí femenino que le miraba duramente.
En aquella mirada percibió una maldad enorme, y viniendo él como venía de un mundo distinto de aquel, supuso que aquella cosa querría hacerle daño, así que cogió el medallón y pronunció una palabra...
“¡Luz! …” nada…
Y recordó las fieles palabras de enseñanza de su maestro:” Hijo mío, si te encuentras en aprietos, repite tres veces la palabra ¡Luz! … y serás auxiliado”
“¡Luz! … ¡Luz! … ¡Luz! …”
Una claridad inmensa abrazó aquel pequeño lugar, y la aureola que revestía al blanquecino niño tocó a aquella figura femenina cambiándole el semblante de duro a uno de mirada tierna…
Y el miedo vaciló y huyó... y aquel maniquí invertebrado de rasposos ojos duros y boca de falso carmín habló en un lenguaje de canción... Y el niño la cogió de los brazos y bailaron un vals a la luz de neón... Tras las rejas, afuera en la calle adoquinada y húmeda, en la noche cubierta, un búho silbó...
Un, dos, tres... continuó el vals, en cuerpos rápidos, entre percheros nocturnos...
Y así, el niño Luxcalco fue sanando almas, curando corazones rotos y ablandando las miradas de todos los habitantes de la Tierra.
Su misión: iluminar el mundo…
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