Jacinto Pérez, caminaba a paso lerdo por los senderos de las sepulturas de aquel ya longevo camposanto.
Espalda curva, tanto por los años, como por la habitual posición que debía adoptar, para realizar su labor de conservar en buenas condiciones aquel funesto lugar.
-¡Qué!… ¿Qué es esto?… -Azorado estaba; una mano salía por entre la tierra… ¡Extraño!… -se me quieren arrancar los muertitos -Murmuraba- mientras leía lo que decía la lápida:
“Aquí yace Juan el Limosnero
murió pidiendo una ayudita
pero le robaron su sombrero”
-¡Ay, mi madre! ¡Que me vienen de los muertos! Maldito el sombrerero que le quitó su sombrero, pero a mí déjeme, no más, que me largue y cárguele a otros la mano desenterrada, ¡Ay qué miedo!- gritaba a la vez que con infructuosos esfuerzos intentaba quitarse por todos los medios aquella mano descarada que el tobillo le agarraba.
De repente, un susurro se oyó en el cargado ambiente y la enrojecida y lagrimada cara de Jacinto miró hacia el cielo, cual reo de muerte implorante de piedad:
Una limosnita por favor,
déme una monedita que
me alivie la penita
de estar muerto, ¡so mamón...!
Jacinto Pérez dio un respingo al oír aquello y cayó cuan largo era al suelo, entre estrepitosas sacudidas de llanto y miedo...Una mano sobresalía del suelo, agarrándole ahora los pelos, estirando con esmero, con artesana maldad de mujer...
¡Despierta!…¡Despierta!… hombre de Dios, -gritaba la anciana mujer- …El calor te ha deja’o tumba’o, te vas agarrar una insolación, y… ¿Qué pasó con tu sombrero?…
Jacinto, aún medio mareado, escarbando en la sepultura, “¡No estoy loco!… ¡No señor!…” exclamaba alborotado…
…Juan el Limosnero… Había recuperado su sombrero…
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