De pronto cayó como un bulto al piso.
Las hermanas Letelier, en el centro de la fiesta, comentaban las prácticas sexuales aprendidas en Barcelona con un par de marroquíes. Sonreían con la secreta esperanza de revivirlas con los dos estudiantes de Arquitectura que en ese momento tenían al frente. Uno de ellos sostenía con una mano un cigarrillo, mientras la otra en el bolsillo intentaba disimular la erección que le provocaba el relato de Estefanía, la menor de las Letelier. El otro tipo lanzaba una supuesta mirada erótica a la mayor, que era interpretada por ésta como un efecto fisiológico de los cócteles sobre el desfigurado rostro del sujeto.
Al caer se rompió los dientes. Ni siquiera intentó disimularlo. Con gran dificultad se puso de pie en medio de las carcajadas de los presentes. Volvió a inclinarse para recoger los dientes esparramados por las baldosas. Apresurado y tambaleando se refugió en el baño.
Estefanía era preciosa. Tenía nalgas y senos perfectamente redondeados, una cintura que cualquiera hubiese querido manosear, una espalda para morder, incluso para masticar. Era la doncella perfecta: su inteligencia y astucia era inversamente proporcional a la exquisitez de su cuerpo. Sus cabellos también tenían algo especial, no se que era, pero eran especiales. La mayor, de la cual no recuerdo el nombre, reflejaba en sus curvas el paso de los años, como declamando al mundo los cientos de hombres que habían saltado sobre ella. Estefanía padecía de ese exquisito y tortuoso vicio de calentar la tetera. A veces se servía el té, la mayoría de las veces no.
En la soledad del baño, frente al espejo, Juan Carlos pudo apreciar los efectos de aquel trompazo con las baldosas, recién ahí, y debido a la impresión, su borrachera disminuyó. Acto seguido comenzó a sentir un intenso ardor en la zona de los labios. Enjuagó durante largos minutos su boca, limpió las manchas de sangre de su ropa y cara, se miró nuevamente al espejo y volvió al salón principal. Ya todos habían olvidado el incidente.
Estefanía amaba el coñac. Eso decía. La verdad es que le encantaban los malos poetas franceses, lo único que había leído en su vida, esos que se jactan de emborracharse diariamente con coñac y que en realidad no escriben nada que vaya más allá del romanticismo. Malditos perpetuadores, hijos de la gran puta Francia. Y ella tenía toda la estética de una gran puta francesa. De hecho cultivaba con creciente interés el arte de la puta europea.
Juan Carlos generalmente no bebía coñac (solía perder la conciencia, de hecho muchas veces, no sabía como había llegado a su cama), pero el dolor que le causaba el choque contra el piso hacía necesario un licor anestésico. Mientras tembloroso aún por el golpe llenaba su copa, apareció Estefanía y le pidió que llenara también la suya. El accedió y se marchó sin mirarla, sin decir nada.
A las cuatro y veinte el sonido de un disparo interrumpió la animada fiesta. Segundos después se escuchó un llanto estruendoso. Provenía desde el baño y era de la mayor de las Letelier. Estefanía se había volado los sesos. Juan Carlos dormía profundamente en un sillón del rincón de la sala sin que nadie se percatara. En su mano derecha apuñaba con fuerza los dientes que había perdido tras el resbalón con la cáscara de plátano.
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