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Él siempre recogía las flores que encontraba botadas cuando deambulaba en la madrugada. O estaban pisoteadas, o bien desarmadas producto de su funesto choque contra el cemento. Siempre tejía historias respecto al origen de sus abandonos, mientras caminaba; un poco ebrio, un poco cansado de tantas noches por las mismas calles. Su nombre era Víctor, creo.
Hoy la borrachera tenía sentido. Justamente esa noche, en el bar de costumbre se reencontró con Javiera, una niña mujer, de esas que tanto renegaba, pero con la cual hace un par de años había compartido un par de quejidos. Al verla trato de evitarla, recordó su voz chillona y sintió nauseas de tener que escuchar las historias que tanto odiaba, con esa voz que tanto odiaba. Recordó también el rechinar de sus tetas contra su cuerpo, su sudor con olor a perfume caro, su piel excesivamente perfecta.
Ella en un movimiento rápido llegó a la barra. Ya era tarde para cualquier intento de escapar.

- Tanto tiempo – le dijo ella sonriente.
- Hola, no te había visto – dijo él tratando de ocultar el desagrado que le provocaba su presencia.
- Qué estás haciendo – preguntó, mientras las nauseas de Víctor se convertían en manifiestos deseos de vomitar.
- Bueno, es obvio no – le respondió con cierto desagrado.
- Claro … –

A estas alturas Víctor pensaba en una forma de escapar a tan
desagradable encuentro cuando ella irrumpió diciendo:

- Me voy a casar. Te acuerdas de Jaime, el pololo que tenía antes de que nosotros anduviéramos –

Anduviéramos, lo que faltaba. Que palabra tan desagradable y además, que falacia. Si sólo fueron un par de polvos y lo que es peor, aburridos.

- Si recuerdo perfectamente – dijo mientras pedía otra cerveza.

A aquél sujeto lo consideraba como un gran pelotudo, amante de los motores y el rodeo, un imbécil perfecto para una tarada perfecta, rumiaba en sus sienes.

- No me vas a felicitar – le dijo como si se tratase de una obligación.

Víctor nunca fue muy convencional. De hecho, se podría decir que todas sus escasas intervenciones sociales, tenían como único objetivo hacer notar su incansable deseo de que todo lo que existe funcionase de otra forma, la suya.

- Bueno. Que seas feliz, eso debo decir parece. Que tengas muchos hijos, que te vuelvas una anciana al lado de ese pelotudo y que disfrutes del sexo con otro huevón, porque no se si ese imbécil sea capaz de darle un orgasmo a una mosca – le dijo en tono catártico mientras su espalda se relajaba tras las miles de contracturas que le había provocado el acercamiento de Javiera. Esbozo una sonrisa.

Javiera rompió en una estruendosa carcajada que volvió a contracturar la espalda de Víctor.

- Sigues siendo el mismo anormal de siempre – le dijo en tono piadoso - pero me caes bien, de hecho, no me hubiese acostado contigo si me cayeras mal. Creo que debes saber que me he acostado con dos hombres en mi vida: Jaime y tú.
Aquellas palabras de Javiera provocaron un desequilibrio grotesco en Víctor,
quien sin decir nada, y a una velocidad increíble, no pudo más que salir apresuradamente del bar seguido por el mesero, que presuroso intentaba cobrarle las tres cervezas que se había bebido y que no había pagado. De hecho no las pago.
Javiera un poco confundida, un poco victoriosa, volvió a la mesa donde la esperaban dos amigas con tres Martini. Solo un par de frases sobre el misterioso hombre de la barra, las cuáles Javiera evitó perfectamente, para comenzar a dar curso a la borrachera de las féminas.
Víctor caminaba rápidamente por Avenida Caupolicán. El corazón le saltaba, le sudaban las manos, los dientes apretados, las facciones endemoniadas. La avenida mojada por la lluvia interminable que azota los llanos del sur, los faroles amarillentos intentando liberar las salidas.

- ¡Puta de mierda¡ -

La lluvia comenzaba a descongelar las facciones y se mezclaba con una lágrima rebelde exiliada. Y el comenzó a caminar más lento, la intensidad de la memoria se expandía por toda la lluvia.

- Desde cuando – se preguntó.

La agonía lo envolvía. Desde cuando había dejado de ser hombre y se había
convertido en abrigo. En que momento eligió ese destino. Que lo había llevado a ser el oculto, el misterio, la soledad social… y cuantos otros conceptos que elucubro.
Las flores. Aquellas putas manoseadas de siempre, ellas habían sido. Desde el día que recogió la primera, esa que encontró en una vereda cerca de las seis de la mañana, un Enero. Y la trató como si fuera una reina, le dio agua y un hermoso florero donde pudiera lucirse cuando algún visitante equivocado y vagabundo llegara a interrumpir la impenetrable soledad de aquella casa. Desde ahí comenzó todo. Esperó que aquella flor se marchitara, la dejó secarse lentamente hasta que decidiera desvanecerse y marcharse. Ahí comenzó todo. Él la miraba cada tarde y le sonreía, tal vez por los grados de alcohol, la borrachera permanente que tenía desde hace un par de años. Pero le sonreía, y de verdad.
La lluvia le peinaba los cabellos hacia el rostro, las barras de contención a la espalda le congelaban las manos que se aferraban fuertemente al acero, como esperando alguna señal, los camiones levantaban las gotas que ya se habían azotado contra el asfalto. Las manos sueltas, las piedras del río destrozando la boca. El frío se ha completado.
Él siempre recogía las flores que encontraba botadas cuando deambulaba en la madrugada. O estaban pisoteadas, o bien desarmadas producto de su funesto choque contra el cemento. Él sigue deambulando por las noches esparciendo flores asesinas.


Texto agregado el 03-10-2005, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


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