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Iracundo. Flácido y compungido se hallaba don Eriberto, era de esas personas que se detenían a pensar muy bien lo que iban a decir, pero que en ese momento no hallase palabras le indicaba que estaba perdido. Lo que le acababan de contar no era para menos. Había ocurrido, luego de tanto prevenir, de tanto estar tomando cuidado, de esmerarse para que algo así no le ocurriese. Y ahora le pasaba como si nada, como una vuelta en medio de una pista de baile, como cuando una chica se duerme en los brazos de su novio en una sala de cine. Que maldita posesión la suya. Y ahí estaba, Nancy, ella había sido el motivo de todos sus proezas, Nancy. Y ahora le quedaba encinta. Nunca había entendido el desenfreno juvenil. Él que tantas veces se cuidó, se casó y encontró a la mejor de las mujeres. Al menos eso pensaba. Carajo. Nancy era su más preciado tesoro. Nancy, tan dueña de sí, tan propia a su edad. Y de pronto todo ocurrió como una vóragine.
Nancy estudiaba en el colegio dedicado a Nuestra Señora de la Luz, en Maconce, era de esa hija de los González que siempre sobresalen, se codeó con los Altillo, puesto que su padre era el criado de confianza de Don Moreno Altillo, padre de Águeda y Agustín, los gemelos. Eriberto poseía en su fuero interno una de esas cualidades que le distinguen y le apremian continuamente, era un hombre erudito, a pesar de su pobreza, sabía leer y escribir; aquello le fue legado por el propio Tobías Antillo (Altillo) y de modo inconsciente. Don Tobías Altillo le daba la contabilidad y la administración de Altillo a su hermano del alma, André Pérez, y éste a su vez delegaba ciertas funciones en él, el simplón Eriberto que estaba de lado de los capataces, que nunca decía media palabra de más y que cuidaba de su mujer, Reyna. Aprendió lo básico, pero leía, así que cuando Moreno Altillo fundó el Colegio de las monjas Cistercienses, él pidió que le dejasen estudiar a su pequeña Nancy en el colegio de las monjas, que la niña era educada y la madre procuraba que nada le pasara, que siempre velaba porque las cosas estuviesen en orden y era correcta en su modo de hacer y hablar. No se distraía con nada y pensaba sólo en el futuro de su familia, ellos, los González pues. Así que le permitieron a su hijita, la única que pudo procrear con la jíbara de su mujer, ya que tras el parto se negó a parir otro muchacho que le acarrease tanto dolor y daño. Coñó. Nancy fue lo único que la vida le deparó. Y justo después que su mujer muere, porque hasta las santas mueren. Reyna González murió de hemorragia, se sacó un muchachito a los dos años del nacimiento de Nancy, no fue su intención dejarlo solo con esa cría, no, no lo fue. Pero el dolor que le embargó por años, no creyó nunca, que sería superado por otro. Y ahí estaba. Su Nancy, de 14 años estaba preñada, y el bandido ese ni siquiera aparecía. Nancy....
Lo más triste es que cuando ella le dijo que tenía problemas, que un hombre la estaba asediando, él no creyó que fuese nada malo. En sus pensamientos su hija desconocía los placeres de la carne. Pero lamentablemente todos sucumben ante la real condición del hombre pecador. Maldito Padre Restrepo. Una y mil veces maldito. Su hija se codeó con el cura por disciplina, porque la Virgen, Nuestra Señora de la Luz, le recordaba a su mamita muerta. Y aquel cura de mierda, le enseñó lo básico en el culto divino, la hizo la sacristana más joven de la pequeña parroquia. Y pensar que él notó lo de las ausencias de la niña el día justo en que llegó de un viaje de la capital, había estado vendiendo las carnes y las pieles de las reses, por orden de Agustín Altillo, ese mozalbete de mierda, que no daba nada más que órdenes, era prepotente y holgazán, odiaba a los González, y nunca mal disimuló su rabia ni su ira, en el fondo era lo que le permitía revelar que se sentía incomprendido, que la madre le hacía falta y que el dominio absoluto del padre, Don Moreno Altillo, lo estaba convirtiendo en una especie de piojo. Y él, que llegó cerca de las doce de la noche, halló la casa sola, y en desorden. Cosa rara. Buscó a la niña por todos los lugares en los que pensó que una chica de su edad se divertiría. Creyó justo, pues aunque el cura José Restrepo le caía de la patada, visitarle primero para ver si su hija estaba con él. Allí no se encontraba. Tenía más de dos meses que no se aparecía en toda la parroquia. Aquello le inquietó, su hija era muy consciente del esfuerzo que él hacía para sostenerla y que estudiase, para que no malpasara igual que él y su madre, para que fuera alguien distinta, alguien con futuro. Se encaminó hacia el Colegio de las Monjas Cistercienses a esa hora, y tocó la puerta, hasta que su primo Juan María González le habrió la puerta y le miró deslumbrándolo con una linterna: «¿Qué coño está haciendo usted aquí primo? Las monjas están dormidas, venga mañana y aclare su mente». Sabía que algo me turbaba pero no atinó a dar en el blanco, mi primo Juan María creía que estaba allí para adelantar el pago del colegio, entonces le dije la extrañesa de la ausencia de mi hija en casa. Entonces abrió los ojos como platos y me susurró las palabras que aún me atenazan el alma: «Primo, pero su hija no viene aquí porque ustedes deben como dos meses del colegio y las monjas dijeron que hasta que no se pague ella no tiene acceso a las aulas. Y después de eso es mucha el agua que ha caído en el Maconce». Entonces, Eriberto González salió disparado por los lugares menos esperados, el parque, la plaza de la libertad, el cementerio y las callejas desiertas del Altillo nocturno, y no halló nada.
Sentada en el vano de la puerta se hallaba Nancy, con los ojos vidriosos e hinchados por el llanto. Estaba irreconocible. Qué pasa, intentó preguntar Eriberto, pero el semblante de ella lo revelaba todo y ese descubrimiento le enchinó la piel.
«Pero si eres una niña. Una niña por el amor de Dios».
Mientras que la niña lloraba sin consuelo alguno. Y con la sencillez de su inocencia le relató paso a paso los hechos.
Carlos González, sobrino de Eriberto, era su amigo en el colegio, se interesó en ella al verla. Se trataron y entablaron una linda amistad. Carlos era «amigo» de Águeda Altillo, aunque en realidad era el que le llevaba los pinceles de un lugar a otro y sus padres estaban orgullosos de su infante pues él quería seguir los pasos artísticos de la notable y endiosada maestra de las artes altillanas, fue en una de sus andanzas con Carlos que Agustín, el hermano de Águeda la vio. Se extrañó de que una chiquilla tan linda, fuera a su casa y él no la conociese, así que le hizo el comentario, como quien no quiere la cosa a su hermana, la que le dirigía las palabras a puros empellones. Ella terminó contándole lo que él quizo sobre Nancy, incluyendo que su padre era Eriberto, el único de los capataces que medio leía y que además vivían solos pues la madre de la niña había muerto cuando la pequeña era apenas una infante. Así que el cuadro comenzó a gestarse de modo crítico. Él la buscaba al colegio, conversaba con ella, le orientaba en las tareas y era su apoyo en los momentos de crisis, fue Agustín Altillo quien le dijo qué hacer cuando le bajara el flujo sanguíneo, quien le dijo cuál era el nombre de «la luna», o sea, de la llamada menstruación, fue él quien la hizo consciente de los cambios hormonales en su cuerpo y además quien la indujo a seguir leyendo astutamente a Cervantes y su «Quijote». Mejoró la escritura y caligrafía notablemente para que él viese que tomaba muy en serio sus acotes y que no se sentía al menos con él, por el contrario, sentía que su mente flotaba en un nimbo de conocimiento extremo. Y entonces ocurrió, padre, fue tan sencillo y simple la primera vez que no entendí lo que ocurría hasta que sentía que me sangraban las piernas y sentía un calor enorme que me arropaba, que me extasiaba, como una lanza que me atenazaba y me henchía por dentro. Y entonces combulcioné, sentí un hormigueo por todo el cuerpo y mis pezones endurecieron, y esa sensación me gustó mucho, muchísimo. Pero yo no sabía nada, sólo experimentaba con fuego, jugué con fuego y el fuego me quemó papá. No creí que todo fuera tan sencillo y tan complicado. Pues tan pronto como empezamos a tener relaciones sexuales, él dejó de hablarme en público, de dirigirse a mí para que hiciera los quehaceres de la casa, de que le limpiara su habitación, aunque esa parte sí la seguimos haciendo hasta hace cuatro días. Porque hace como dos meses que me sentí mareada y extraña, algunos alimentos me dan nauseas y he tenido que salir corriendo del colegio, porque la loción de Sor Hopps me irrita y enoja. El hijo del Doctor Sousa, me vio y me diagnosticó el embarazo. Entonces fue que leí sobre él, papá, yo no sé qué hacer, no sé qué puedo decirle a usted que es mi todo, porque él, Agustín Altillo, no me quiere cerca de su casa, que porque él está comprometido para casarse con la tal Margaret Hopps, la sobrina de la Priora del Convento, que su padre lo mataría si sabe que yo estoy esperando una criatura, que usted y yo debemos marcharnos ahora del pueblo, o que asumamos las consecuencias, porque ya una vez el P. José Restrepo le hizo una taponera a usted con lo de mi mamá, y que aquí todo se sabe.
¿Qué hacer, qué coños hacer? La piedra y el huevo y él, Eriberto González, como muchos otros no era nadie, había llegado a ese pueblo en busca de porvenir y prosperidad con sus hermanos y sus padres, se había enamorado de una pueblerina de los alrededores que tenía por nombre Reyna y ella ya no estaba, ahora tenía que salir, recoger todo y marcharse. Pero no estaba todo perdido, él sabía qué hacer.
Al día siguiente, en la casa donde vivieron un señor de honradez extrema y una niña criada sin madre, sólo quedaron cenizas, dos cuerpos carbonizados y el orgullo y la decencia salvados, aunque sólo en apariencias, porque la mayor parte del tiempo, las apariencias engañan...
Eriberto se levantó sudoroso, se encaminó hacia el cuarto de su hija Nancy y la vio dormir plácida y gracilmente, envuelta en sus paños de bebé y deseó con toda su alma que lo que había soñado no fuera real, porque su mujer, Reyna, dormía a su lado y si era menester cambiar ese sueño, iba a salir de Altillo en ese mismo momento. La capital siempre obra para bien, igual que la vida cotidiana y la gente de todas partes.
A la mañana siguiente Eriberto, su esposa Reyna y su hijita Nancy, de dos años, salían de Altillo para no volver jamás. Ese era un deseo que pretendía hacer realidad, porque sus vidas habían cambiado gracias a la providencia.

Texto agregado el 03-10-2005, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-12-2006 y que la inocencia y la dignidad y las intrigas de la vida... buena historia, interesante.. lo va llevando a uno. son cosas que pasan muchas veces, hay millones de caminos y por cada acción que vamos tomando nos encontramos aqui. me hace pensar en universos paralelos. saludos moribunda
04-10-2005 Me ha parecido muy interesante y bien narrado. ¡Adelante! y ¡Felicidades! Trique
 
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