No han sido pocas las controversias, algunas furibundas, que en los últimos 500 años se han entablado en torno al Descubrimiento de América. Antropólogos, filósofos, geógrafos e historiadores sólo coinciden en aceptar que la hazaña colombina constituye el acontecimiento más trascendente de la historia y el que más profundas transformaciones deparó a la humanidad en los dos mil años transcurridos de nuestra era. No debería extrañar, entonces, que con el correr del tiempo hayan proliferado tantas disputas alrededor de la paternidad de tamaña proeza, de cuyo prestigio han pretendido apoderarse instituciones, dirigentes y gobernantes de los países más diversos. En efecto, cronistas, historiadores y pensadores aún discuten si fue realmente Cristóbal Colón, representando a la monarquía española, quien comandó la travesía naval y arribó durante la madrugada del viernes 12 de octubre de 1492 a la isla caribeña de Guanahaní a bordo de una nao y dos carabelas. De ese modo, de acuerdo con la versión oficialmente aceptada, se habría entablado el primer contacto directo entre aquellos intrépidos marinos provenientes de Europa y los pueblos oriundos del ignoto continente que, a continuación, habría de denominarse Indias Occidentales, Nuevo Mundo y, finalmente, América, como lo conocemos en la actualidad.
A propósito de la primicia atribuida al inefable navegante genovés, diferentes posturas historiográficas hacen hincapié en las divergencias existentes alrededor de este suceso que conmocionó al mundo -el conocido y el que se acababa de dar a conocer- y que alteró radicalmente la escena internacional a partir de entonces. Así, hay quienes opinan que no habría sido Colón el que protagonizó el debut en materia de viajes al continente americano sino que tal mérito correspondería a Erik el Rojo, quien al frente de una flotilla vikinga, habría descubierto sus costas muchísimo antes -siglo XI- del momento marcado por el calendario moderno como efeméride alusiva al Descubrimiento. Cabe consignar que, en todo caso, se ha comprobado que este nórdico pelirrojo descubrió Groenlandia y que, además, colonizó la única franja habitable de ese gigantesco territorio insular que aparece cubierto por una espesa capa de hielo permanente y que conforma la isla más grande y más desolada del planeta.
· Disputa académica con final bochornoso
No conformes con atribuirle al legendario guerrero y navegante normando la exploración de aquella gélida región boreal sólo frecuentada por focas, osos, lobos marinos y alguna que otra tiritante tribu de aborígenes esquimales, en 1965, las prestigiosas Universidades estadounidenses de Harvard y Yale, contando con el apoyo académico del no menos renombrado Museo Británico de Londres, anunciaron una nueva y desconcertante teoría a propósito del viaje inaugural al continente americano. Según dijeron, habría sido una misión islandesa al mando de Ericsson (el hijo de Erik), compuesta por descendientes del contingente pionero, la que recaló por vez primera en las costas norteamericanas cuatrocientos años antes de que el almirante Cristóbal Colón programara, negociara, organizara y concretara su tan mentado periplo. Entre las pruebas que exhibieron para validar el novedoso planteo, que amenazaba con pulverizar la más grande epopeya española de todos los tiempos, los catedráticos de ambas universidades yanquis presentaron a la prensa un mapamundi supuestamente confeccionado por aquellos viajeros donde figuraba “Vinlandia”, nombre que las antiguas sagas mitológicas escandinavas daban a la lejana región visitada por ellos, y que –según se sostuvo en dicha ocasión- no serían otra cosa que las costas de la península de Labrador y de Nueva Inglaterra, es decir, la extensa franja oriental de los actuales Canadá y Estados Unidos.
Jubilosamente, los integrantes del mundillo académico y de los medios periodísticos de la mayoría de los países no latinos del hemisferio norte se hicieron eco de la revelación “científica” que, de un plumazo mutaba, tanto los protagonistas y las circunstancias, como la paternidad nacional del Descubrimiento, ávidos como estaban los anglo-sajones por despojar a España de su crédito máximo, el único logro que, del Medioevo para acá, le reconoce Occidente a la patria de Cervantes, del Generalísimo, de la guitarra y la pandereta.
Podrán imaginar la batahola que se armó entre los historiadores que reivindicaban con vehemencia creciente la “primeriada” normanda, de un lado, y los azorados intelectuales y comunicadores hispanófilos, del otro. Éstos, con el orgullo nacionalista por el piso, a capa y espada seguían defendiendo la tesis de que el alumbramiento del Nuevo Mundo a los ojos de Europa había sido el resultado de la travesía que Cristóbal Colón, los hermanos Pinzón, los Niño, los Quinteros, Juan de la Cosa, un cirujano, un escribano y un alguacil, ochenta y tantos marineros andaluces, murcianos y extremeños, y cuatro condenados a muerte iniciaron el 3 de agosto de 1492 desde el puerto mediterráneo de Palos a bordo de tres carabelas con tripulación, vituallas, apoyo logístico y asistencia económica de indubitable origen español.
Por fortuna para quienes se mantuvieron firmes tras la postura tradicional, diez años después del espectacular anuncio formalizado en los claustros universitarios estadounidenses, se pudo demostrar que la referida argumentación, si bien impactante, era insostenible por las siguientes razones: 1°) En la época –circa siglo XI- en la que se habría confeccionado el mapa que servía de prueba “irrefutable”, los vikingos no conocían ni la brújula ni el sextante, instrumentos de medición marítima imprescindibles para plasmar tan precisa labor cartográfica; 2°) La expresión “Vinlandia” inserta en el plano, nombre que los normandos habrían dado a las tierras americanas que descubrieron, quiere decir “país del vino” y está probado que en el Nuevo Mundo no hubo cultivos de vid hasta que los implantaron colonos europeos, por cierto que muchos años después de aquel hipotético arribo efectuado en postrimerías del primer milenio o a principios del segundo; 3°) La revelación de que el inmenso mapamundi que la Universidad de Yale exhibía en su hall central, era lisa y llanamente falso, dado que había sido dibujado y coloreado con anilinas que no existían en los tiempos en los cuales se supone que fue confeccionado y que están disponibles sólo en la época contemporánea.
Finalmente, los rectores de las Casas de Altos Estudios que habían anunciado con bombos y platillos el “descubrimiento” del Descubrimiento, reconocieron el error. Dijeron, además, que las autoridades académicas habían sido burladas en su buena fe y pidieron disculpas por la confusión que fomentaron. El asunto terminó con el bochorno público, para unos, y con enorme alivio para otros, en especial, para quienes habitan al sur de los Pirineos.
· En boca del mentiroso...
Es tal el cúmulo de contradicciones, misterios, ocultamientos y falsedades que rodean el Descubrimiento de América, que aún hoy subsisten opiniones que pretenden atribuir este crucial suceso histórico a los más diversos personajes, pueblos y épocas. Algunos planteos apuntan su artillería a descalificar la persona del descubridor, de quien discuten, entre otras cosas, su nacionalidad: si fue genovés, catalán, gallego, francés, galés o -¿por qué no?- noruego; otros se ensañan con su prosapia familiar y sus actividades anteriores: si era judío converso o, por el contrario, sobrino bastardo del rey; si actuó como contrabandista o corsario al servicio de enemigos de España; también están quienes ponen en tela de juicio su idoneidad para capitanear semejante expedición, llegando algunos al extremo de poner en duda si Colón fue una persona de carne y hueso que vivió alguna vez.
Se especula, además, con las deformaciones posibles de su nombre y algún estudioso llegó a decir que Juan de Kolno, el aventurero escandinavo que, partiendo de Islandia, habría llegado a Groenlandia y a la ribera del Labrador en el siglo XV, no sería otro que el mismísimo don Cristóbal debidamente camuflado. En dirección similar, existe una larga lista de supuestos homónimos, coetáneos del genovés españolizado y de profesión marinera como él, todos ellos potenciales candidatos a consagrarse “descubridores” de América, que habrían sido naturales de Portugal, Alemania, Inglaterra, Dinamarca y hasta de Polonia o Rusia.
Hay que reconocer que, en buena medida, Cristóbal Colón se tiene bien merecidas las confusiones, las habladurías, los disparates y los ninguneos que, con relación a su obra y a su trayectoria, circulan por el mundo, incluso en los cenáculos académicos más respetables y serios. En efecto, en vida, el marino se ocupó personalmente de ocultar y tergiversar su pasado, de retacear datos que poseía sobre cuestiones importantes, incluso de mentir a propios y a extraños acerca de sus planes de acción y sus objetivos. Por ello, es lógico que, a pesar de haber sido la figura histórica más analizada de los últimos siglos, existan todavía en su manoseada biografía zonas oscuras que alimentan toda clase de errores, equívocos y fabulaciones.
Es de suponer que, siendo Colón el poseedor de información clave para llevar a cabo un proyecto de semejante envergadura, debería cuidarla celosamente de las intrigas, de la maledicencia, del espionaje y de las envidias que provocaría una iniciativa trascendente que prometía cambiar el destino de quienes fueran elegidos para protagonizarla. Debe recordarse al respecto que, en la época en la cual su expedición se hizo realidad, eran varias las potencias europeas que se disputaban entre sí el control de las principales rutas, en particular, las vías oceánicas que eludían el cerco terrestre que habían impuesto los turcos y permitían mantener el vital intercambio de mercancías entre el Mediterráneo y Asia. Por entonces, el reino de Portugal llevaba la delantera al haberse asegurado el monopolio del tráfico marítimo que, bordeando África y atravesando el borrascoso Océano Índico, llegaba al ansiado Lejano Oriente.
Se justifica de modo parcial, entonces, el retaceo informativo que Cristóbal Colón realizaba, aunque, dada su extravagante e imponente personalidad, es probable que se le fuera la mano con la estrategia simuladora, generando así dudas y suspicacias entre sus interlocutores. Por ejemplo, cuando una y otra vez explicaba su idea a los funcionarios, sacerdotes y sabios de la Corte, llamaba a todos la atención la seguridad con que se expresaba acerca de las tierras que habría de encontrar al cabo del itinerario que se proponía encarar. Hablaba como si ya hubiese estado allí con anterioridad. Es más, mientras que los asesores del Palacio sostenían, con razón, que la distancia entre España y Asia rondaba las 10.000 millas náuticas cruzando el Atlántico en línea recta, lo cual representaba un trayecto difícil de efectivizar usando la tecnología marinera vigente en la época, Colón insistía con sospechosa tozudez que a 2.500 millas al oeste de la costa europea encontraría tierra firme. Por esta razón, el gobierno español rechazó la iniciativa dos veces consecutivas antes de doblegarse a la insistencia colombina. Unos años antes, por idéntico motivo, también había fracasado en la Corte lusitana que tenía más conocimientos y experiencia en cuestiones geográficas y marítimas.
Lo curioso del caso es que ambos argumentos eran verdaderos: la distancia que existe entre Europa y Asia ronda las 10.000 millas, pero a menos de la mitad del trayecto (3.500) existe un enorme obstáculo terrestre, el continente americano, con el que Colón habría de toparse. Aún ignorando este “detalle”, Colón daba la sensación de que ya conocía la ruta marítima que debería transitar y el lugar donde desembarcaría; de hecho, llegó a las Antillas en tiempo récord, favorecido por los vientos alisios que soplaban desde popa, cuyo comportamiento él mismo se encargó de describir. Tan grande fue la precisión de la hoja de ruta impuesta por Colón en el primer viaje que, durante los siguientes siglos, el tráfico naval entre ambas riberas atlánticas siguió el mismo derrotero.
· Una gira que no figura en ningún cuaderno de bitácora
Se conocen otros indicios que ayudan a presumir que efectivamente Colón tuvo un contacto anterior con el Nuevo Mundo. Cuando Juan de la Cosa, piloto y dueño de La Gallega (nao rebautizada Santa María) dio a conocer un mapa de la región visitada por ambos en 1492, incluyó el contorno de la península de Florida, siendo que este lugar fue descubierto y explorado años después. ¿Cómo lo conocía? Lo más probable es que el dato se lo haya proporcionado Colón. Además, diversos cronistas que registraron el testimonio de los tripulantes que participaron del Descubrimiento, coincidieron en contar la anécdota según la cual el Almirante había conseguido disolver un motín a bordo pocos días antes de que Rodrigo de Triana profiriera el histórico grito, asegurándole a los marineros sediciosos que él sabía que faltaba poco para llegar porque ya había estado en ese lugar con anterioridad. Con este argumento logró calmar los ánimos y llegar a destino. De fuente similar, parece provenir el hecho de que los aborígenes que recibieron a los expedicionarios españoles, no se sorprendieron de verlos con sus atavíos característicos, ni tampoco llamaron su atención las gigantescas naves, porque –según decían- ya se habían cruzado antes con navegantes europeos.
Con ésta y otras evidencias de diferente calibre fue creciendo la teoría de que Cristóbal Colón habría participado de una excursión no revelada -o intencionalmente clandestina- al Nuevo Mundo con anterioridad a la fecha memorable que figura en todos los almanaques del planeta. Es decir que, según este planteo, el 12 de octubre de 1492 nuestro héroe no hizo otra cosa que repetir para la “tribuna” y para la posteridad una gesta practicada previamente. Claro, la segunda vez contaba con el respaldo y la representación oficial de una nación poderosa, además de ostentar el elevado cargo y los importantes títulos concedidos por la autoridad española. No obstante exhibir puntos endebles, adhieren a esta hipótesis reputados historiadores como el peruano Luis Ulloa, el argentino Enrique de Gandía y el norteamericano Samuel Elliot Morrison. A nivel educativo, periodístico y popular, en cambio, la versión del doble periplo es ignorada casi por completo.
Entre las pruebas documentales del referido viaje preliminar, se destaca la transcripción que hizo Bartolomé de las Casas (Historia de las Indias - tomo I) de una carta de puño y letra de Colón que expresa: “Yo navegué el año cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra isla Tile (Islandia) cien leguas...” La expresión “ultra Tile” significa más allá al oeste de Islandia y, si se desplazó 100 leguas bien pudo llegar a América. Aunque se sostiene que ésta es una jactancia más del presuntuoso genovés, hay quienes se preguntan que si era mentira, qué sentido tuvo escribir tal cosa luego de obtenida la consagración pública. Hay otro texto que deja perplejos a los filólogos especializados: entre las capitulaciones formalizadas por los Reyes Católicos autorizando la misión y otorgándole a su organizador el cargo de Gran Almirante de la Mar Océana y Virrey de todos los territorios conquistables, más el 10% de los productos que obtuviere, figura un documento fechado el 17 de abril de 1492 (es decir, seis meses antes del 12 de octubre) en el que se expresa “...en alguna satisfacción de lo que ha descubierto en las mares océanas...” ¿Cómo se explica el tiempo de verbo utilizado?
Cabe agregar que fue desconcertante la vehemencia con la que Colón peticionó -y presionó- a los monarcas para que le fueran concedidos, antes de hacerse a la mar, derechos políticos, títulos nobiliarios y beneficios económicos vinculados a los probables resultados de la expedición americana. Sus pretensiones eran reputadas de exageradas y generaron grandes resistencias en la Corte, incluso incomodaron a quienes lo apoyaban. Sólo alguien muy seguro del éxito final de la misión podía defender tan tozudamente los privilegios insólitos que pretendía formalizar, al punto de poner en riesgo el prometido respaldo real.
Finalmente, corresponde señalar que, si bien es cierto que estos indicios no alcanzan para demostrar la teoría historiográfica del “descubrimiento duplicado”, también es cierto que quienes han querido desbaratar dicha argumentación no encontraron razones contundentes para hacerlo. Mientras tanto, en los ámbitos especializados, se consolida la tesitura de aceptar la posibilidad de que Cristóbal Colón haya inspeccionado el continente americano antes de 1492. Esto pudo haber ocurrido en el año 1477 cuando el almirante visitó Inglaterra e Islandia, enganchándose en una expedición que pudo haber cruzado el océano tocando las costas de América del Norte, incluida Florida y las islas del Mar Caribe, para volver al punto de partida. Así, calladito, Cristóbal Colón regresó a Europa guardando para sí información estratégica, la que pensaba “negociar” con aquellos gobernantes que confiaran en su “intuición”, que contaran con los medios materiales y con el poder político suficientes como para encarar el emprendimiento más trascendente de la historia moderna. Cuando la mayoría dudaba e, incluso, se burlaba del proyecto, él fue el único -junto a un puñado de acólitos- que comprendió en su exacta dimensión la importancia del mismo. Él perseveró incansablemente hasta que lo escucharon. Él convirtió la quimera en realidad. A él le pertenece la gloria.
GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Año III – N° 29
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Castrillo Guerra, Iván: “América: rumores y crónicas de su predescubrimiento”; El Heraldo, Barranquilla, 2000.
· Gálvez, Lucía: “Las mil y una historias de América”; Norma, Bs.As., 1999.
· Gutiérrez Carbó, A.: “Colón en ruta hacia América” en “El Descubrimiento de América”; Abril, Bs.As., 1988.
· Luca de Tena, Torcuato: “ América y sus enigmas”; Planeta, Barcelona, 1992.
· Montaner, Carlos A.: “Las raíces torcidas de América Latina”; Plaza&Janés, Barcelona, 2001.
· Ortiz Chaparro, Francisco: “Historias de América. La seducción y el caos”; Mondadori, Madrid, 1992.
· Scenna, Miguel Ángel: “Los anteriores a Colón” en “El Descubrimiento de América”; Abril, Bs.As., 1988.
· Vázquez de Espinosa, A.: Compendio y descripción de las Indias Occidentales”; Historia 16, Madrid, 1992.
· Universidad de Alicante: “Cristóbal Colón y el descubrimiento del Nuevo Mundo; Taller Digital (web), 2000.
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