Jaques.
Casi de inmediato aprendió sus nombres, como si estuviera signado de antemano. No le molestó, después de todo, solo eran nombres, no significaban gran cosa. Las tres chicas parecían enigmáticas y divertidas. Tan escandalosamente vivas, que resultaban un anacronismo, como le había dicho el conserje al pasar, en aquel retiro pacífico y silencioso de montaña. Jaques volvió a sus pensamientos, y a su valija rota, y decidió tomar un cuarto.
- “arriba, elija el que quiera, excepto el 4 y 5”, dijo el conserje.
Finalmente, luego de dar un par de vueltas, escogió una habitación. Tenía una vista agradable, a las montañas, estaba bien. Por lo demás, una cama, mesa de luz, un pequeño armario contra la única pared libre, no encontró televisor ni artefactos modernos, no necesitaba más. Dejó la valija abollada en el piso, los esquís contra la pared y, salió del cuarto.
De vuelta en el hall tuvo que acostumbrarse a la penumbra de nuevo, solo un momento.
Entregó su llave en la recepción al hombre de mirada taciturna, y se dirigió a la calle.
Atardecía. En el horizonte, hasta donde alcanzaba a ver, el cielo se incendiaba de esa forma muda y violenta que suele verse en las montañas, en las tardes despejadas. Permaneció quieto, mirando, sin que ningún pensamiento lo perturbara. Finalmente, el sol se ocultó por completo, y se encontró parado en medio de una oscuridad creciente. Percibió el aire helado que lo impulsó a moverse, a entrar en calor. No se había alejado ni cien metros de la entrada de la posada. Súbitamente, la realidad lo envolvió. Había salido a ver el lugar, tal vez buscar un lugar donde comer algo. Comenzó a caminar, sin rumbo fijo, por la primer calle que salía a su paso. No podía perderse en un pueblo tan pequeño, de todas formas, según su costumbre llevaba un plano.
Un par de cuadras adelante se encontró en lo que supuso el centro. La calle por la descendía se ensanchó ligeramente, y aparecieron, apiñados, varios bares y restaurantes, ninguno particularmente atractivo. Supuso que no recibirían demasiados visitantes después de todo.
Eligió uno casi al azar. Pidió un sándwich y una cerveza. Mientras esperaba, miró a su alrededor. El ambiente le pareció deprimente, un par de mesas ocupadas por solitarios personajes que deboraban lo que tenían en sus platos sin ni siquiera levantar la vista. No es que esperara gran cosa, pero lo que percibió como una apatía extrema reinante comenzaba a irritarlo.
Cuando iba a pagar las vio. Entraron de golpe, entre risitas y empujones, como hacen las chicas cuando entran a un lugar sin mucha convicción, y bromeando entre ellas. Al verlo, saludaron con un gesto, y se ubicaron en una mesa alejada, en diagonal a la barra donde él permanecía casi inmóvil.
Sin saber por que recordó sus nombres. Ingrid, la más alta, delgada y pálida, con un aire nórdico y distante, casi etérea, llevaba, al igual que sus compañeras, enteritos para la nieve. El suyo, celeste claro, con el cuello violeta, evocaba la imagen intangible de un ángel, a la vez que su mirada le confirmaba su existencia real en esta tierra. Candela, la española, de Vigo había dicho?, pequeña y vivaz, con ojos negros de mirada tan intensa que era imposible sostener el contacto visual por más de un par de minutos sin enloquecer. Y, como si del canto de la medusa se tratara, uno siempre deseaba volverlo a intentarlo. Y, finalmente, completando el trío, Valentina, una sudaca ( en sus propias palabras), viviendo en Berlín hace un par de años. Cabello castaño, ojos miel, rasgos decididamente agradables, ayudados, según las costumbres de las remotas pampas, con un sutil maquillaje, y, una apariencia que, sin duda, la haría pasar por italiana. Juntas, resultaban un grupo peculiar, aunque agradable.
Jaques dudó un momento, de pronto, no quería irse.
Había decidido pasar una semana de descanso, solo, sin contacto humano, para relajarse y pensar, si ambas cosas resultaban compatibles. Esquiar, leer, escuchar música, limitar el contacto humano al mínimo indispensable. Y, ahora, estaba ahí, sentado en esa barra, observando y siendo observado por tres chicas, hasta hacía un par de horas completamente desconocidas. Pidió otra cerveza, sin saber muy bien porque. Las oía hablar bajo, no llegó a distinguir en que idioma, y, le pareció, dirigirle miradas furtivas. De espaldas, imaginó sus cuerpos, sus caras, tratando de recordar los detalles, primero cada una por separado, y luego las tres juntas. Sonrió, estaba pasando un buen rato, además, completamente inocente.
El movimiento brusco del hombre que se encontraba en la barra, cerca suyo lo sorprendió. Lo miró por primera vez, parecía borracho, apoyó un par de billetes sobre el mostrador, y tambaleando, salió del local. Solo en ese momento, Jaques reparó en que había olvidado un libro. Instintivamente lo levantó. Lo reconoció enseguida, era un ejemplar bastante maltratado de cuentos de Boris Vian, estaba marcado en el comienzo de “El mirón”. Leyó un par de párrafos salteados, bruscamente recordó el relato que había leído varios años atrás, mientras su frente se perlaba de sudor pese al frío. Cerró el libro, pagó lo consumido, y, sin volver a mirar hacia la mesa del rincón, dejó el bar. Mecánicamente, atravesó heladas calles desiertas, se dirigió a la hostería, a su cuarto, a esperar la mañana, y con ésta la salida del próximo micro.
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