El sonido retumbaba en todo el corredor, como un murmullo de grillos, que traspasaba las fronteras de la piel. Estabas solo, con el cuerpo extendido, entre las sombras de la noche; apegado al arrullo de la oscuridad, sobre el sillón hamaca del abuelo. Tus brazos caían, bajo el mimbre tieso, perpendicular a la nostalgia; abrazado al recuerdo de la pasión, que te había dejado trunco. Sobre la rusticidad del suelo, un vaso de vino, confortaba tu dolor; exiliando al llanto, vertido entre las venas. Te espié detrás de todo; acurrucada en el follaje de tu vida, que permanecía quieta; paralela a los recuerdos tibios de mis manos, habitadas por tus huellas. Pero seguías allí; alejado; difuso; atado a las cenizas, que esfumaban tu felicidad. A veces, la brisa de mi aliento, movía tu cabello claro; solo cuando me sentías cerca, casi pegada a tu sonrisa leve; otras, el perfume de los nardos, traficaba con la ausencia. Quise hablarte; pedirte perdón; rendirme a tu deseo, declinado en sufrimiento; pero las palabras no llegaban a tus rostro, ni mis labios estallaban, en el reflejo de tu boca. Entonces comprendí, que debía irme. A mi espalda, el paraíso bullía, en un infierno insoslayable; partí con tu imagen prendida en la retina; acelerando los tiempos de la huída. Después, los grillos se extinguieron, bajo el verde de los pinos, en una melodía de lamentos. Te miré dormir sedoso; cobijado en el espejo de la luna, que bañaba el infinito. Y mi llanto se fugó en un aleteo furioso, de miradas y colores, tangible solo a los recuerdos.

Ana Cecilia.