No es cierto que Jack y Sally hayan tenido un final feliz, porque desde el comienzo todo se convirtió en una fea tormenta que chocaba constantemente, de día y de noche, contra la vida de los dos. No es cierto tampoco que Sally decidiera esperarlo pacientemente mientras pegaba los retazos sueltos de su corazón de tela, aunque sea cierto que haya muerto de las ganas por hacerlo. Por eso, después de un día terrible en que se le extraviaron todas las estrellas, entró a su cuarto, tomó a Saúl, su gato rojo, y lo abrazó. Luego se puso frente al espejo de conchitas marinas y observó sus mejillas, aún coloradas. Ya no tenía ganas de llorar. Se quedó pensando un momento y empezó a desbaratarse las trenzas húmedas de lluvia. Saúl la observaba inmóvil. Le dolían las uñas, su brazo derecho empezaba a revelar los moretones y la hinchazón en su labio inferior era evidente. Mordió su labio y suspiró.
- Cuando desaparezca la hinchazón, verás que todo volverá a ser como antes, Saúl – dijo. Saúl no se movió. – Tendrás que creerme, lo verás y tendrás que creerme, solo dame unos cuantos días -. Sally se apartó del espejo y se tendió en su cama. De ahora en adelante, además de Julianita, Saúl y Biana serían sus únicos amigos, aunque tuviera que invocarlos en la soledad con todas sus fuerzas hasta que fuera posible creer que la estaban oyendo. Caminaría arrastrando su sabanita vieja junto a Saúl y haría lo posible porque los últimos golpes muy pronto fueran olvido. Ya no jugaría más la apuesta macabra de encontrar a Jack en los sitios pensados, ya no juraría nunca que controla las tormentas de fuego de sus emociones, y cada noche llegaría cargada de garabatos, se metería un rato a jugar en el espejo y luego saldría dejando a Chocolate muerto de la envidia, a echarse sobre Julianita para abrazar a Saúl. Sobre todo los días en que tuviera que ir a la plaza y ver muchos ancianos vagabundos y señoras que le producían miedo por sus zapatos de pelo de cabra. Muy probablemente Sally lloraría con frecuencia, pero nadie lo notaría, ahora procuraría reparar con los hilos de Tayí los bolsillos de descosidos de su delantal para que no se le asomaran las lágrimas por los bordes flojos, y solo cuando lloviera permitiría que se le rebosaran los ojos e incluso subiría en la barca de su deseo para atravesar tranquilamente las aguas gruesas de su desilusión. Sally ya no sería más la muñeca de Jack, aunque lo amara con todo el algodón de su vientre ya no aguardaría verlo tras la cerca de su rechazo y jamás volvería a esperarlo sobre el tejado para arrancar luceritos con que alimentar a las campanitas luminosas que le arrullaban en las noches bajo su toldo.
En cambio aguardaría a Zurich, el sapo gritón que volvía con la lluvia, y a Biana, aunque ella todavía tardara en regresar de su viaje. Sally mantendría la luz de su cuarto encendida y siempre habría alguna canción para Jack extendiéndose en la noche, Tayí, con sus finos velos plateados, iría cubriendo poco a poco su retrato en la pared y solo conversaría con la voz que las conchitas marinas del espejo habían logrado retener de él durante el tiempo que permanecieron juntos, porque ya no Jack, ya nunca más Jack.
Caro, Septiembre 6 de 2005. Porque en Septiembre siempre pasan estas cosas.
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