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...El jinete del caballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárbaro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si husmease las víctimas. Mientras su caballo seguía galopando, él armaba el arco para disparar la peste sobre la tierra. En su espalda el carcaj de bronce lleno de flechas ponzoñosas que contenían los gérmenes de todas las enfermedades, lo mismo las que sorprenden a las gentes pacíficas en su retiro que las que envenenan las heridas del soldado en el campo de batalla, esparciendo la desolación.

El segundo jinete, el del caballo rojo, manejaba la enorme maza humeante de destrucción sobre sus cabellos, erizados por la violencia de sus interminables carreras a través del tiempo. Era joven, pero el entrecejo y la boca contraída de ira le daban una expresión de ferocidad implacable. Sus vestiduras, arremolinadas por el impulso del galope, dejaban al descubierto una musculatura atlética. La guerra siempre estaba en forma, siempre estaba lista.

Viejo, calvo y horriblemente descarnado, el tercer jinete saltaba sobre el dorso del caballo negro. Sus piernas disecadas oprimían los flancos de la horrible bestia, mientras que sus gemidos moribundos espantaban a los hombres. Con una mano enjuta mostraba la balanza, símbolo del alimento, de las interminables hambrunas que habrían de atormentar al mundo, desangrado por escasez.

Las rodillas del cuarto jinete, agudas como espuelas, picaban los costados del caballo pálido. Su piel apergaminada dejaba visibles las aristas y los vacíos del esqueleto. Su faz de calavera se contraía con la risa sardónica de la destrucción absoluta. Los brazos de una delgadez asquerosamente huesuda hacían voltear una hoz gigantesca que no perdonaba edades ni deseos, cortando cabezas que no volverían a soñar con la vida nunca jamás en las penumbras subterráneas. De sus hombros angulosos pendía un harapo confeccionado en el infierno, el solo contacto con su piel quemaba al roce de los ácidos malolientes de azufre que provenían de las cavernas más horrorosas del submundo.

Y la cabalgata furiosa de los cuatro jinetes pasaba como un huracán sobre la inmensa muchedumbre de los humanos. El cielo tomaba sobre sus cabezas una penumbra de ocaso desconcertante. Monstruos horribles y disformes aleteaban en espiral sobre las cabezas de las gentes, como una escolta interminablemente repugnante.
La pobre humanidad, loca de miedo, huía en todas direcciones al escuchar el galope de la Peste, la Guerra, el Hambre y la Muerte. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se empujaban y caían al suelo en todas las actitudes y gestos de pavor, de asombro, y de desesperación. Y el caballo blanco, el rojo, el negro y el pálido aplastaban con indiferencia bajo sus herraduras implacables: el atleta oía el crujido de sus costillas rotas para siempre, el niño agonizaba agarrado al pecho maternal, el viejo cerraba para inexorablemente los párpados con un gemido infantil.
Dios se ha dormido, olvidando al mundo. Tardará mucho en despertar, y mientras El duerme, los cuatro jinetes feudatarios de la Bestia correrán la tierra como únicos señores.


- Un Fragmento mezclado con lo mío-.

El Coronel.

Texto agregado el 01-10-2005, y leído por 163 visitantes. (0 votos)


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