Cuando te quedaste solo en casa esa tarde, lo único que querías era sacar todo lo malo que habitaba en los rincones, debajo del armario, de la cama, en los pliegues de las cortinas y de las alfombras. Querías sacar todo lo malo que habitaba en tu interior, y no necesitabas testigos para eso, si casi ni te necesitabas a ti mismo. Sería una sesión de autoexorcismo. Una más de tantas, cada vez más frecuentes, más necesarias. Y, de no haberte quedado solo en casa esa tarde, hubieras preferido estar en el cine, gastando el dinero que no tenías. Hubieras querido acudir a despedirte del sol, cerca de la playa, antes de que se ocultara por enésima vez en el año, sólo hubieras deseado hundir tu sonrisa en su mirada mientras ella te decía: “…eso no te va, mejor pruébate el beige con cierre y sin bolsillos”, y luego: “¿me acompañarías a pasear por la alameda?”, pero nada de eso sucedió, nada. Te habías quedado solo esa tarde, sin planearlo. Todos se habían marchado. No entendías por qué, era una de esas tantas cosas que no tenían explicación, pero que tampoco merecía la pena buscarla. No a esa hora, cuando estabas solo, queriendo sacar todo lo malo de ti y quedarte sólo con lo bueno, pero ¿qué era lo bueno? Pusiste a The Cure y escuchaste cinco veces Close to me y siete veces Love song, suficiente como para darte cuenta de que la extrañabas, y que echarla de menos te dolía. Y esa actitud, de sufrir mientras giraban los discos, era tan absurda como detestar el dolor de muela y a la vez desearlo. Pero, estabas solo. Y así sería más fácil resolver esos conflictos casi domésticos que te atormentaban. Sería cuestión de deshacerte de los discos que te hacían recordarla, de romper sus fotos, sus cartas. Como lo hacía tu hermano Tom, cuando tú tenías diez y él diecisiete. Sería sólo cuestión de mostrarle la puerta de escape de tu vida, aquella que tiene una luz roja y el letrero de EXIT. La solución iba por reinventar los pliegues de las cortinas, de cambiarle el color a las paredes, de mover los cuadros, de renovar tu armario: botar las chaquetas beige y reemplazarlas por las azules y negras. El asunto era tan simple como darle una nueva mano de pintura al techo para borrar su persistente y dulce sonrisa, cambiar el papel tapiz que tenía estampado sus bellos ojos en varios de sus recuadros, renovar el sistema acústico para que no se oyera más su voz tan delicada… o activar una bomba, y huir antes de que explotara. Te habías quedado solo esa tarde y cualquier decisión que tomaras podía ser válida. Acertada. Nadie te reclamaría si fallabas. Pero, preferiste tomar las pastillas, aquellas que se venden sólo por prescripción médica. Con cinco hubiera estado bien, quizá hasta con siete, pero te tomaste veinte, una a una. Y ya fue demasiado. Lo supe por la nota que dejaste sobre la cama, por tus detallados diarios, por simple observación del escenario de los hechos, por lo que me contaron tu psicólogo, Tom y ella, que se quedó con tu carta en la que le gritabas con letra temblorosa: “Perdóname por no poder perdonarte”. Era uno de esos tantos epílogos que valen no menos de diez puntos de rating en las crónicas rojas de la televisión y que robustecen notablemente el nivel de lectoría en las secciones policiales de esos diarios en cuya portada muestran igual un plato de comida y cráneos destrozados. Yo soy una reportera principiante a la que encargaron seguir “el caso del tipo que no supo perdonar”. Aún estoy investigando las causas de tu decisión. Pero en tu funeral he visto a Tom, tu hermano, tomarla de la mano a ella. Había una extraña complicidad entre los dos: pareciera que tu mensaje también le afectase a él. Sólo tengo parte de tu historia, estoy comenzando en estos avatares periodísticos y aún no depuro mi técnica, por eso expongo tu caso de este modo, demasiado personal: sin aplicar la pirámide invertida, me ha acusado mi editor. Espero mejorar con el tiempo (me pidieron 1.000 palabras y sólo tengo 732). Ahora que lo pienso, creo que también te faltó tiempo para mejorar tu técnica y sobrevivir: no debió haber sido tan fácil quedarte solo en casa esa tarde y menos si tenías tantas cosas pendientes por perdonar. |