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LA DANZA DE LAS MOSCAS

I


En este breve lapso de tiempo que es mi vida, al que a veces considero solo como un letargo dentro de otro, gota de charco mientras llueve, había sido testigo varias veces de cómo ciertos estados engendrados en mi interior interpretaban, o quizá hasta generaban inmediatamente ciertos fenómenos externos, sin ninguna intervención directa de mi parte. De este modo llegué varias veces a sentir que me estaba volviendo loco con la caída de una cuchara, el encuentro casual con alguien, una bandada de palomas estallando en aleteos de repente, algunas coincidencias visuales con una simetría bastante sospechosa, o aquella vez que nos sentamos en esa esquina a esperar que casi se estrellara aquel camión. Por años traté de no convertir aquello en una iluminación divina y mas bien dilucidé teorías mas aterrizadas, viendo a la realidad como un tejido inmenso del cual somos parte, un tejido que conducía todos nuestros pensamientos y sentimientos como pulsaciones a través de todo lo que nos rodea, la gente en la calle, el perro tras la reja, la reja misma, la taza del café.

Por eso, aquella tarde, con el sol agudo a través de la cortina, casi desnudo, y con la casa llena de gente, supe que si la sala se había llenado de moscas, no era por el olor a pescado, ni las gotas de cerveza sobre el vidrio de la mesita, ni porque no se hubiera trapeado el piso ese día. No era una cantidad escandalosa, pero sí lo suficiente para intranquilizarse, un aletear de brazos y cruzar de piernas cada tanto, como si se tratara de una danza tácita y extraña en la que no podíamos mantener una misma posición por mas de diez segundos y mucho menos sonreír. Las moscas no son como las mariposas.

Al entrar la noche había tantas que ya rondaban en grupos, espiralándose por toda la sala, unas por el florero, otras bajo el comedor, y otro grupo muy curioso alrededor de una mancha en el piso que ellas mismas describían pues a nuestros ojos no era visible. Se tomaban su tiempo para hacernos sentir sucios, nos palpaban como si se tratara de un par de huevos tibios descascarados incapaces de moverse de sus sillones y del mismo tema sobre cómo es de saludable almorzar con pescado de vez en cuando.

A fuerza de tenerme estancado en este letargo que repetía una y otra vez la misma escena, el mismo malestar, las mismas moscas tropezando estupidamente contra mis rodillas, mi cuello, mi cara, terminé induciéndome en otro de mis exasperantes trances contemplativos. Duró horas. Ya no veía solo moscas y así como la nostalgia te convierte una ventana lluviosa en un caleidoscopio de luces muertas y recuerdos vivos, la incertidumbre entre nosotros era como un monstruo impaciente que se sacudía la cabeza despidiendo moscas, y yo, testigo tranquilo viendo sus espirales de a una, de a cinco, sus giros, sus intenciones. Lograba verlas todas a la vez, como un director verá su orquesta, o me dedicaba a seguir a una de ellas y a no perderla de vista entre las demás, lo cual de verdad tenía gracia. Podía abstraerme hasta tal punto de escucharlas a todas a la vez, fraseándose en un collage de zumbidos que se tejía con la fricción de sus patas y sus tropiezos beligerantes contra los muebles, el vidrio de la ventana, contra mí.

Mis huesos crujieron al levantarme del sillón, el vigilante de la cuadra rondaba soplando su extraño silbato y al acostarme tuve una idea fugaz que luego se tornó en certeza: ¿y si no fuera solo un mosaico desordenado de movimientos? ¿Y si todas hacen parte de un solo orden, patrones zumbantes dentro de un patrón mayor?
Aquel asunto de los patrones lo había visto funcionar con las abejas, sus danzas sobre las colmenas eran todo un espectáculo. Pero nunca lo pensé para con las moscas, en la mierda. Pero si. En mi siguiente encuentro con las moscas, estuve muy atento y no podía ser fortuita la forma en que se movían alrededor de la mancha sobre el piso (que reviví a propósito); se desplazaban como fichas de un juego, turnándose para hacer pequeños recorridos curvos una sobre la otra, y después de ciertos turnos, se levantaban todas a la vez, luego continuaban. Al principio era tan indescifrable como la primera vez que vi jugar al ajedrez. Pero ahí estaba, no solo en ese grupo, también en las que giraban en el aire y en las que me golpeaban comencé a sospechar que no era solo insectos atrofiados por el calor. Era incapaz aún de traducir todo lo que veía, pero lo intuía. Más allá del asco encontré el éxtasis de la atención, y poco a poco este trance me trajo la poética idea de que tal vez no fueran varias moscas, sino tan solo una mosca que yo multiplicaba en mi visión desde este estado tan oscuro. Pero, obviamente, la descarté.

Lograr extraer conclusiones respetables de todo este asunto requería tenerlas en mi casa a diario, pero eso no fue difícil, no se cambia de vida todos los días, y aquel seco sentimiento de aquellos días se fue convirtiendo en el motor de este microclima insectario. Legué a pasar horas solo en el sillón, observándolas, fundiéndome en el ciclo repetitivo de sus vuelos, zumbidos, tropiezos, y de vez en cuando, sus miradas. De vez en cuando ponía música suave y creía verlas bailar, hasta que preferí hacerlo en silencio pues en instantes tenia la certeza de escuchar la voz única de este organismo que eran todas ellas. Su naturaleza me obligó a entenderlo, y decidí a estudiarlo. Mi espíritu científico pareció revivir, y pronto me encontré derramado sobre la mesa de vidrio entre cientos de bocetos en papel calcante, esquemas y luego fórmulas y ecuaciones tentativas que pudieran traducir los patrones individuales, colectivos, pasando también por otros lapsos de quietud y completo goce al cerrar todas las entradas y dedicarme solo a escuchar este ritmo flagrante que se fue apoderando de mí. Otros ritmos menores y aislados como las voces afuera, las bocinas, los radios de las bicicletas, los ladridos de los perros, o hasta mis propios pensamientos fueron condensándose y luego todo se convirtió en un solo ente que nunca existió sino hasta cuando dejé de subestimarlo, y ahora en mi sala, yo también desaparecía mientras vibrara con las moscas.

Siempre he sido poco conversador. Esto ha sido devastador para todas mis relaciones amorosas, pero talvez un poco afortunado para eso que llamé “mi espíritu científico”. Recuerdo a Jennifer. Tan pequeña, tan joven, su piel dorada y templadita, como si me sonriera, mientras sus ojos me miraban como si no supieran que hacer con el mundo. Las palabras la alucinaban. Conversar con ella era asistir a verdaderos monólogos de tal densidad, que no tenía más opción que estudiarla. A detalle, a cada instante, cada palabra, cada gesto, cada inflexión, la distancia entre cada uno, sus silencios, los encuentros, su respiración. La estudié tanto, tanto la desconocí que logre predecirla. Un amigo muy cercano sufría una pena de amor casi eterna y llenó las paredes del cuarto con frases, con poesía y otras tantas posibilidades, tequieros por las esquinas donde eran más difíciles de borrar, teodios cerca al piso para no perder la ilusión por su propia culpa. Inundó sus paredes de anhelos y el se inundaba de lágrimas. Mi caso fue parecido. Jennifer llegó a pasar horas inútiles en su vida llamándome por el teléfono, silbándome desde afuera, enviándome mensajes mientras yo me encerraba a inundar mis paredes con fórmulas, ecuacionando a Jennifer por todo el cuarto, desmembrando cada una de sus palabras, cada gesto, y pronto descubrí que me gustaba mas estar con ella por lo que me enseñaba que por como besaba.
Una noche logre predecirla. Creo que hablábamos de las estrellas y de cómo desaparecen cuando se les mira directamente, y en un instante supe con extraordinaria exactitud que me besaría, varios segundos antes de que lo hiciera. Luego, una tarde, tras dos palomas que volaron por sobre el techo de la casa, predije su silbido desde la otra cuadra. Luego una caricia, luego una carcajada. Todo. Bueno, todo, excepto el momento exacto en que besaría a Jorge, el ayudante de la panadería de la esquina, el margen de error mas corpulento que haya visto.

Pero con el tiempo, el evento de las moscas adquirió un aire más esperanzador que el de las mujeres. Ya podía predecir milimétricamente cada choque contra mi cuerpo, primero la rodilla, luego el antebrazo, el hombro derecho, de nuevo la rodilla. Dieciséis variaciones de este patrón, ochenta y cuatro de los recorridos por cada mosca. Nunca me imagine tener esa sonrisa en medio de tantas moscas. Después de conocer con exactitud sus patrones de comportamientos individuales y grupales, su mortalidad, los nacimientos, las variaciones temperamentales, pude intervenir. Con mezclas sencillas de algunos fluidos caseros, diseñé nuevos esquemas del micro ambiente, disponiendo manchas de diferente proporción sobre el piso, alterando levemente la temperatura de la sala, con las entradas de aire y algunos focos ciegos. Bailaban siempre igual.
Una de las mayores dificultades fue mantener concentración constante sobre mis propios actos, hasta los más microscópicos. De ningún modo les permitiría sospechar aún que conocía cada uno de sus movimientos. Sabia que hasta el movimiento mas veloz que yo hiciese ellas lo verían como en cámara lenta, por eso un día deduje que la única forma de acercarme bastante a una de ellas era acercar la punta de mi dedo índice lo mas lento posible, gota de agua nadando lento en el vientre del océano. Tardé más de un minuto en tocarle los ojos a una de ellas. Algo se encrispó dentro de mi, pero fue un error. Creé un desfase tal en la rutina que casi tuve que esperar a que se renovara el ciclo de la comunidad. Decenas de ideas cruzaron por mi mente sobre lo que pasaría si se enteraran, por lo que luego me sorprendí sentado en la sala con un tarrito de Bygon al lado y un matamoscas, por si las moscas.

Estudiar a algo o a alguien siempre deriva en el estudio de uno mismo. A la quinta semana ya tenia bosquejadas mis propias secuencias, el orden en que hacía hasta las nimiedades mas imperceptibles, sobre todo las involuntarias, como girar mi cabeza, cruzar mi pierna, o pasar mi cabello detrás de mi oreja, y a pesar de abandonar mis ocupaciones básicas, y hasta mi aseo personal, tenía claro que la única forma de no ser descubierto era seguir mis secuencias, a toda escala, y con un gran esfuerzo, mas aún después de haberlas descifrado. Mis propios patrones eran la clave para no interrumpir los suyos y descubrir hasta donde llegarían. Sentía que de seguir así, la danza de las moscas me lo mostraría todo. Encontraría patrones a toda escala, soñaba con predecir las espirales del humo que despedía el tabaco de mi papá, el momento preciso en que un vendedor aparecería por la puerta, cuándo sonaría el próximo timbrazo del teléfono, o incluso, con la suficiente dedicación, el momento de mi muerte.

El segundo mes, no sin sudar lágrimas tenía esquemas aproximados de donde irían a morir las moscas, y de donde vendría la siguiente generación, todo contemplando el no moverme del sillón. Pero cierto fue que estos fallaron en su mayoría, y tan solo me dejaron una noción superficial del ciclo de vida promedio del conjunto. El tercer mes concluí el primer ciclo estable, y en adelante los patrones cambiaron, pero se mantuvieron estables en lapsos cada vez más cortos, hasta mantenerse regulares en periodos de catorce días. Nunca supe por qué sucedió de este modo pero lo cierto es que con el tiempo empecé a aburrirme ello, de saber cada detalle de mis moscas, desde la dirección del vuelo de la que llamaba la subversiva (que aparecía indefectiblemente una vez cada cuatro ciclos) hasta el momento en que dos de ellas se rascarían las patas al mismo tiempo. Pronto empecé a necesitar un punto de giro, una de esas señales inesperadas que vuelcan todo hacia la asimetría, siempre ha sido así la naturaleza, siempre supe que sucedería, pero nunca cuándo. Lo necesitaba cada vez mas, mechones de pelo caían junto al sillón por la impaciencia, moría por ver una mosca que se le antojara volar de espaldas, o alguna otra pariendo arañas. Pero no. A excepción de las copulaciones no encontré fugas asimétricas dentro del patrón mayor de su comportamiento, y temía volver al inicio del proceso, cuando las aborrecía por caminar en el borde de mi plato, o por zumbar en mi oído. No quería, pero bien sabía que no se cambia de vida todos los días.

En ese período desesperante recordé que la rutina, la monotonía de las observaciones sencillamente dependían de mí. De cómo me sentía con lo que observaba, pies descalzos chasqueando charcos mientras llueve. Fue entonces cuando entré a una parte del ciclo magnífica. Al parecer, los patrones de las moscas y los míos fueron hilvanando una simbiosis impecable y hermosa. A un nivel más allá del conciente, éramos todo un solo organismo, sin cabos, sin nodos aparentes. Éramos un solo tejido, una sola idea inmaterial que flotaba en toda la extensión de la sala como un gran terciopelo. Ahora las moscas caminaban por todo mi cuerpo, a mi pensar, sin distinguirme de suelo o de una pared. Yo sentía que mis pensamientos pasaban por ellas antes de yo pensarlos. No lo entendía, pero era hermoso.

II


Pero un día, sucedió. El eslabón de la cadena que se rompe, gota de lluvia que asciende entre las suicidas. Ella. Una de ellas. Igual a las demás en su fisonomía, de hecho no había diferencias considerables entre ellas, pero ésta tenia algo tan diferente que casi brillaba. En mis cálculos no aparecía ella, pero siempre en el fondo, algo dentro de mi que desconozco sabia que allí estaría como siempre, tal vez desde el primer día. No era la subversiva, faltaban cinco días para su aparición, y hacia dos meses que mis márgenes de error no sobrepasaban los tres días. Además podía verlo en sus ojos, más claro que mis palabras ahora.

Era jueves. Salí temprano. Todo el día cursó normal a excepción de un acorde tonal en una conversación cercana. Lo único que tiempo después pude formular como un cabo suelto fue la conversación que tuve con ella durante el almuerzo. Varias veces había tratado de explicárselo, pero como se verá es un tema difícil de ilustrar. Ella no entendía mucho sobre el tema, prefería hablar de canciones y sueños comunes, pero aparte de ella no veía quién mas sonriera de esa forma al verme hablar garabatos. Almorzábamos. Compartíamos un solo plato, la plata dio exacta. Ya la había visto agarrada de la ventana, estaba allí antes de nosotros entrar al restaurante. Nos acaloramos hablando y cuando le presté atención de nuevo, ya se había posado sobre el salero. La miraba a ella.

- Ahora se va a posar en tu vaso- dije, como pensando en voz alta.
- ¿Qué?- preguntó, sin dejar de mirar la carne.
- La mosca. Si quieres, muévelo un poco hacia la izquierda, solo enferman a los que las aborrecen.
Me fijó los ojos con amabilidad y me mostró una de esas sonrisas voluntarias que suele darme para no confligir. Su pelo suelto le daba una apariencia animal hermosísima.

-Tomate la sopita, Joanma. Se te está tostando el cerebro- dijo con sutilidad, estirando algunas vocales para sonar más materna.

Se llevó el trozo de carne a la boca, y en ese instante, la mosca se posó en el borde de su vaso.

-Tienen patrones, Yasu. No son así nomás.

Fuimos los últimos en salir de aquel restaurante. Pasamos un buen rato discutiéndolo, pero fue como intentar desbaratar un balín con un par de agujas, y luego la conversación derivó en un tema constante entre ella y yo y que definitivamente era más complejo que si tuviera diez hormigueros en mi sala. Alzaba la voz, diciéndome que yo prefería estar con mi mente que con ella. Las estadísticas parecían indicar que así era.

Regresé a mi casa de mal humor, recuerdo haber salido del restaurante sin sin voltear a verla siquiera. Las calles del centro parecieron bullir desde nuestra discusión. A veces parece que a mi mente no le gusta que se metan con ella. Me instalé en la sala, puse los dispositivos, corrí el cenicero, descolgué un espejo y me senté a observar como todas las tardes. Fue en esa ocasión en la que lo hizo por vez primera. Su vuelo era particularmente lento, parecía calcular cada una de las vellosidades de sus patas. Se ubicó sobre el segundo estante, junto al reloj, frente a mí, para luego clavarme su infinita mirada durante varias eternidades. En su mirada estaba el tiempo, la sala, todas mis intenciones. Lo sabia todo, y anclada indefinidamente en la madera no le importó hacérmelo saber. De inmediato, en la sala solo estaban sus ojos inertes, todo se había desvanecido, similar al efecto de quedarse mirando directamente una estrella: las demás desaparecen. También desapareció mi propósito, los muebles, el reloj junto a ella, las demás moscas. Sus ojos eran cientos de microceldas metálicas donde me reflejaba cientos de veces, ahora era yo quien se multiplicaba por toda la habitación revoloteando y zumbando. Era cierto. No eran varias moscas. Había pasado siete meses analizando solo a una.

Me llene de desesperación. Sudaba. No quería aceptarlo, solo quería volver a mis fórmulas, pero el efecto de la observación me entumió las piernas, llegué a creer que no me movería nunca. Un centímetro y sentí mis piernas como invadidas de hormigas. Al levantarme, me sacudí la manteca de moscas que cubría mi cuerpo y fui a los bocetos sobre la mesita de vidrio, como quien a punto de ahogarse, logra sacar la nariz del agua, pero al respirar se descubre en medio del mar: No aparecía por ningún lado. No había ningún símbolo, ningún número, ni un solo rayón en mis papeles que la representara. Era como si siempre hubiera estado allí y nunca la hubiera visto. Miré hacia el reloj sobre el estante de nuevo. También de allí se había ido. Descarté la idea de buscarla, no era como buscar un zapato, ella estaba allí, entre las demás y lo único que la ocultaba era yo mismo.

Esa noche dormir fue difícil. Para mí, de algún modo, el mundo de las moscas funcionaba igual que como el mundo de las personas. Complejo y misterioso a cada paso. Como quien pasa de una posición a otra mientras duerme, en un instante me vi caminando por una calle angosta infestada de gente que al parecer trataba de venderme algo. Sus ojos eran más grandes de lo normal y parecían inyectados de un rojo frenesí. Todos me extendían sus brazos, querían echárseme encima, y yo involuntariamente les daba revés a mis bolsillos para que se alejaran. Pero antes de llegar a la esquina, tan solo moverme era imposible. Sudaba, vociferaba gritos inteligibles, y los edificios de la calle me devolvían ecos multiplicados de mis gritos hasta hacerme sangrar los oídos. Estaba en el suelo de rodillas, y al verme sangrar, la gente retrocedió un poco, algunos mirando desconcertados sus manos ensangrentadas. Pude levantarme y a través de la multitud, en la puerta de un restaurante antes de llegar a la esquina, estaba ella, mirándome, inmutable y serena. Su pelo era mas negro que nunca y así, suelto, tenia una apariencia animal estremecedora, pero hermosa. Me sonrió. Era una de esas sonrisas voluntarias que tanto me abatían. Su rostro impávido me decía que entendía todo lo que estaba pasando. En su mano, con el otro brazo cruzado, sostenía un vaso de vidrio con jugo de mora. Se lo llevó a los labios, un rayo de sol a través de la textura del vaso le convirtió sus dos ojos en cien, me dió una ultima mirada y el sueño se desvaneció. Desperté. Tenía encostrada la sensación de que la mosca era ella.

Los días siguientes transcurrieron de forma similar Las demás moscas no mostraban cambios en su rutina, el dibujo de sus vuelos en la sala coincidía como siempre con mis bocetos, hasta el hastío, sino fuera por ella. Junto al reloj, en la estantería, a la misma hora cada tarde se detenía a observarme. Estaba creando un nuevo patrón, con la ligera diferencia de que ella lo sabía. Sabia lo que hacía, hasta me hizo pensar que sabía lo que yo iba a hacer. Al mirarla me hacía sentir intranquilo de pensar, pues sus asquerosos ojos habían convertido la distancia entre el estante y el sillón en otra cosa. Pero no podía dejar de mirarla, no me imaginaba que fuera diferente, aunque el sol se anclara en mi espalda y ya no pudiera asegurar que la mosca y yo éramos dos. Solo sé que sonreía, si, y era esa misma sonrisa.


III


La tarde en que la mosca se metió en mi cuerpo, siempre va a ser el recuerdo más desconcertante en mi memoria. Ahora he cambiado un poco mi vida, salgo más, saludo a los vecinos, hablo bastante por teléfono, a veces río a carcajadas, pero todos los fines de semana voy al río. A veces, al sentarme al antejardín por la tarde, veo a los muchachos de la cuadra jugar con su pelota y no entiendo nada. Pero me gusta así. Está bien para estos tiempos tan desordenados.
Las moscas se han ido. Las pocas que ahora merodean tal vez sean otras, no lo sé. Quemé todos los bocetos. Mi perro ladraba emocionado, en sus salidas vespertinas nunca había visto tanto fuego. Saltaba emocionadísimo, delfín en agua que se incendia. Los demás volvieron a la casa, y al sentarme a la mesa con ellos, si alguna mosca se posa sobre mi vaso, paso mi mano gentilmente para que se vaya. No creo que se vayan a dar cuenta. Casi nunca miran a los ojos cuando preguntan, y preguntan como si ya supieran la respuesta. Casi nunca preguntan por ella.



21 septiembre, 2005. Miércoles. 7 veces.

Texto agregado el 30-09-2005, y leído por 416 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-10-2005 iba a decir "símiles geniales", pero es que TODO el texto es un símil fantástico... las letras llegan a convertirse (son) en esa multitud de moscas... hartan, cansan, son demasiadas, dan vueltas sobre lo mismo... dan ganas de matarlas cual sastrecillo valiente... ¡Bien!, que el texto sea asfixiante es inevitable. (Por cierto, me cagan las moscas) Aristidemo
 
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