Para mis sobrinos.
—¿Todos Uds., conocen los carrizos? —Sin duda que sí.
—Son unas plantas con tallos altos y delgados, sin carne y cubiertos por muchas hojas colgantes. Son más espigados que las cañas de azúcar, pero deben pertenecer al mismo linaje y cepón. Solamente que aquellas tienen jugo, azúcar y celulosa, y éstos en cambio, están huecos, son vanos.
Pero, ¿qué digo? —¿vanos?
—No, nada de lo que ha creado el Señor puede ser un despropósito, un disparate o algo inútil. El problema es la engañosa y desangelada costumbre de calificar las cosas en orden a su utilidad, por la dulzura o su belleza externa, según los cánones impuestos por los hombres. Así, por ejemplo, todos sabemos que la abeja tiene un aguijón y, cuando prende alguna en carne viva, deja a punto un recuerdo doloroso, y algo más por el veneno que inyecta. Sin embargo, decimos que la abeja es muy útil, que es hermosa, que es sabia y laboriosa, porque nos da la miel.
Los zancudos, también tienen su pequeño aguijón, y les gusta chupar sangre para alimentarse, y difícilmente escucharán decir que alguien los alabe, les dedique cantos y poesías, sino más bien, todo mundo los combate sin tregua. Y por lo general, apenas vemos alguno revoloteando nuestros aires y espacios privativos, lo bombardeamos con lo primero que hallamos a la mano, para cobrarle el impuesto de tránsito, a veces dándole una palmadita o un sopapo bien medido. De este modo —decimos ufanos: acallamos su ruido fastidioso y con ello su existencia inútil y molesta.
Precisamente, para considerar el valor que tienen todas las cosas, y que no se debe mirar nada jamás a la ligera, mucho menos a las personas, por más insignificantes, eclipsadas o inútiles que pudieran parecer, les presento la historia de un simple y hermoso carrizo que vivía feliz, contento y despreocupado cuando estaba plantado en el patio de una casa campesina. El dueño era un buen hombre que vivió hace muchos años en un lugar apartado y distante de la ciudad.
* * * * *
Era aquel un insignificante pradal tosco y rústico que se había formado casi espontáneo en un rincón de la casa, pero que alegraba el corazón de sus habitantes contemplando su verde nervadura llena de vida; asimismo, hacía más feliz la tarea de la existencia e inspiraba sentimientos de esperanza a todos cuantos lo observaban. En efecto, adornado por un huerto siempre florido, ese punto hacía las delicias de todos los ojos, en aquel oasis familiar de la campaña. Ciertamente su aspecto nada tenía de excéntrico, más bien era simple y con aire de inclusero
Con todo, en aquel reducido espacio, se podían encontrar, en condensada riqueza genética, una discreta variedad de plantas hermosas y verdes, tiernas y florecientes en todo tiempo. Destacaban entre las perfumadas y siempre gratas a la vista, ante todo las rosas de Castilla; las había de tintes diversos y todas de fragancia suave y delicada.
Participaban en aquel desfile de hermosura desenvuelta, las malvas, los geranios, el beleño y la corona de Cristo; había también hortensias, azafranes, malvavisco, siemprevivas, acalias, nubes y gladiolas de colores. Del mismo modo, en aquel jardín asomaba sus vestidos el tulipán y contoneaba su cabeza todo el día el girasol o maíz de Texas.
Indudablemente que entraban también en el concierto otras plantas silvestres como la tunilla, el diente de león, la malva, el trébol, la lechuguilla, las violetas y la lentejuela, junto con muchas otras salvajes ignaras de su propio nombre. Todas ellas habían llegado solitarias y esquivas algún día, hasta aquel terreno arrastradas por el viento; se arrimaron como errantes gitanillos sin patria y sin rumbo cuando eran todavía semillas; más tarde, alimentadas por la bondad de la tierra generosa y al germinar sus ventregadas se transformaron en tallos, hojas y flores sonrientes; y, al no poder marcharse completas, se hicieron entonces residentes naturales de la familia y ciudadanas de derecho.
Además, se podían contemplar en un rincón, un poco distanciado de los demás, un frondoso granado apelmazado y una higuera torcida sobre sí misma, con harta pereza por soltar sus frutos, la cual estaba invadida por una enredadera pequeña que la oprimía y desfiguraba su porte, haciéndola más carnosa y menos jarifa.
En medio del fresco verdor y llamativa hermosura de todas ellas, sobresalía un gracioso y espigado carrizo. Era alto y nervudo, de magnífico talle y aire desenvuelto; porque, alimentado por el cuidado de su amo —todos los días lo rociaba con chorros generosos de agua fresca—, había crecido más de lo normal. Y, aunque la carne de sus ramas de luenga cabellera no bordaban olores perfumados, sí despuntaban por su altura y tejían un baile original casi continuo sobre las demás plantas del jardín. Limpio y esbelto, su follaje se columpiaba con gracia: sueltos sus flecos como crines de yegua salvaje volaban por el viento, promoviendo olas manumisas, perennemente verdes con una respiración silbante de espirales húmedos. Además de proyectar una sombra fresca en el verano ardiente, su movimiento rítmico como baile donairoso, generaba un leve sonido musical al ser acariciado y nimbado por la brisa y espiración del viento.
Dicha planta inconfundible y soberbia de los bordes acuosos, pero no exclusiva de ellos, año tras año crecía en el ameno y tranquilo jardín de la casa y se hacía con el paso del tiempo más formidable, más alta e imponente entre las plantas rudas y silvestres. A veces su exuberante follaje se proyectaba y reflejaba sobre aquel vivero a manera de una bella estampa de cuentos; le hacía cosquillas a las plantas pequeñas, que también sonreían y se alegraban con su presencia.
Era evidente, sin embargo, que les hacía sombra a todas ellas y las apocaba; porque, además, el carrizo sabía de cierto que su dueño lo amaba con particular estima y apego. Y, sintiéndose querido, admirado y aplaudido por todos, era el ser botánico más feliz de la tierra. —Porque, como Uds., saben, cuando se les habla con cariño y se les mima, todas las plantas crecen más rozagantes y primorosas.
Así pues, en aquel lugar tranquilo de la casa, donde se hallaba el bien cuidado y sonriente huertecillo, sucedió un buen día, en una calurosa tarde de verano —por cierto antes de la puesta del sol—, que el dueño del risueño jardín llevó sus pasos decididos hasta ponerse frente a su amada planta.
Luego de contemplar pensativo por un tiempo considerable a su planta predilecta, finalmente le dijo —y no por referencia—, sino en forma directa y sin rodeos: —“Mi querido carrizo, ha llegado tu hora, te necesito”.
El magnifico carrizo se ruborizó, a su modo —no se puso rojo, sino más verde—, sintiendo que había por fin llegado el momento para aquello que fue creado. Solícito y campechano hizo mecer las ramas turgentes cuajadas de bractéolas desmelenadas y, saltando de contento estremecido, dijo con grande gozo interno y alegría rebosante: —"Señor, estoy dispuesto a todo. Haz de mí el uso que tú quieras". —En realidad no sabía lo que decía.
En cambio, la voz del dueño del carrizo era grave y afligida. Por eso en un tono doloroso, pues lo apreciaba mucho, con un sollozo y voz lacerada, le dijo harto conmocionado: —"Gracias por tu pronta disponibilidad a mis proyectos y a mis planes; solo que…, —titubeó un poco y luego continuó: —es que.., para poder usarte, he de pasar la hoz por tu raíz, desmoronar tus cimientos y destrozarte de tu tallo".
Al escuchar lo anterior y sin creer de verdad cuanto había oído, el carrizo se quedó perplejo. Primero volvió su mirada a un lado y luego al otro, para ver si su propietario que lo amaba tanto, se estuviera dirigiéndose a otro ser innominado. Pero, no. —Él era directamente el interpelado. Y, porque se quedó mudo de extrañeza y sentimiento, volvió a escuchar la voz del amo, concluyente: —"Te necesito, y para usarte, tengo que pasar la hoz por tu raíz, desmoronar tus cimientos y destrozarte de tu tallo".
En aquel momento se asustó mucho más, y estuvo por unos instante castañeteando parejo, casi desvanecido, perdiendo todo su temple y su figura. Entonces, tratando de salvar la envoltura y su pellejo, suplicó a su bienhechor temblando de emoción, con voz lastimosa e incrédula, angustiado y escondido detrás de todas sus hojas:
—"¿Pero, me vas a cortar mi, señor? —¿A mí, que soy la más bella de tus plantas del jardín y el encanto de tus ojos? —¡No, por favor, piénsalo bien; tal vez estás soñando! Luego continuó el carrizo, creyendo que sus palabras habían surtido el efecto deseado en el ánimo de su amigable dueño:
—Úsame sólo para tu alegría al contemplarme; para que vengas a sentarte todos los días bajo mi fresca aureola; para admiración de tus amigos y vecinos. —Sí, amo, diles que mi perfil es más bello que un bambú oriental y, que estar a mi sombra es más agradable que beber un jugo de caña de azúcar, y mejor que un vaso de licor perfumado; pero, por favor señor, no me destruyas, no me quites de tu jardín".
—"Mi querido carrizo, —respondió el labrador conmovido y con acento desolado: —"si no permites que te corte, entonces no podría de ningún modo utilizarte para mis proyectos".
Todas las plantas del jardín quedaron mudas de estupor. La menta y el anís hicieron decantación de su olor y se perdieron en la insignificancia, marchitas. Hasta el viento, estupefacto y boquiabierto, dejó de soplar en aquellos momentos, porque todos esperaban con palpitación, pasmo y sobrecogimiento la respuesta que daría el carrizo sometido a tan extraordinaria prueba.
Entonces, y después de un segundo de tiempo que retrató la eternidad, ante la sorpresa indivisa de todas ellas, con brío esforzado y una resolución firme y serena, con voz lenta y melancólica, —porque sufría intensamente—, el carrizo inclinó su magnifico follaje y musitó: —"Señor, si no puedes usarme sin arrancarme de este jardín que fue mi casa, mi hogar y el lugar de mis delicias, en este momento corta, saja, trónchame, de una vez".
—"Mi querido carrizo, la más hermosa de mis plantas, —dijo el señor con una lágrima asomándose a sus ojos y temblando de emoción: —no sólo debo arrancarte del suelo, sino también tengo que desgajar y separar todas tus ramas; debo arrancar y desbandarte de tus hojas y, además, arrojar por el suelo tu corona".
—"¡Oh, mi buen señor, ten piedad y compasión de mí!, —replicó al momento el extenuado carrizo. —"Derríbame al suelo, quítame de tu jardín, pero déjame a mis hijos, mis ramas, mis hojas y mi espiga. Mira, eso es lo único que tengo. La higuera produce gustosos higos, el nopal echa sus tunas; hasta la higuerilla da semillas para hacer el jabón. Pero, ya ves que yo no tengo otros frutos. Por eso, ¡déjame morir y secarme junto con mis vástagos y mi semilla verde, que no dará nunca descendientes! No, mi amo, no me apartes de ellos" —gimió el carrizo con llanto trastornado—, y guardó humilde silencio.
—"Si no puedo deshojarte y destroncar todo cuanto te envuelve y tienes adherido, para revelar y descubrirte completamente limpio, tampoco podría usarte para mis planes", —le repitió afligido su dueño.
Como una flecha disparada transcurrió raudo el tiempo. Se escuchó el llanto herido en lo más secreto del alma del carrizo. Sufría de verdad. Y, ante aquella angustiosa prueba, hasta el sol escondió su rostro detrás de las montañas y se retiró llorando desangrado, dejando sonrojado el cielo. Todas las flores del jardín ocultaron sus colores, y se marchitaron sus hojas, sin aliento, al cesar de inventar la clorofila. Una mariposa horrorizada emprendió el vuelo de prisa, también herida; iba derramando polvos bermejos de su linfa esparcidos por el viento.
Y, en aquel instante desgarrador y supremo; tembloroso, pero resuelto para abrazar decididamente su destino, el carrizo publicó su adhesión total, abrasado por el cariño fiel de su amo y sus designios:
—"Señor, si tú lo quieres, realiza en mí tus proyectos: mutila, cercena, separa; quita las hojas de mi piel, mis ramas y mi espiga: apártalas de mí, renuncio a todo, déjame barrido".
Sin embargo, todavía el dueño del jardín, añadió: —"Mi pequeño y gracioso carrizo, siento hasta el alma hacerte aún algo más doloroso... —Tú no tienes corazón, sino pequeñas válvulas entre cañuto y cañuto. Pero también eso que es tu centro, lo más íntimo de ti mismo, es necesario e inexorable que te lo deba quitar. Pues, si antes no cumplo esta dolorosa operación, que será sin duda el último y más grande sacrificio para ti; es decir, si no te quito el corazón, tampoco podría utilizarte para mis planes".
La noche que dejó el sol con su apresurada huida se hizo fría. Apagaron también su luz las luciérnagas y las estrellas lloraron lágrimas negras de aflicción, todo lo cual convirtió el firmamento más oscuro. Tampoco había luna, porque el sol se la llevó envuelta en su prisa. Parecía que la tierra se perdía hundida en el espacio infinito… Y en aquel momento sublime, el carrizo inclinó su frente hasta el suelo, como víctima que se inmolaba ante un altar, mientras se donaba subyugado; y apareció en su compostura el asomo de una llama que reverberaba una cintilación recatada y serena de triunfo:
—"Señor, derriba, rompe, quiebra, arranca, limpia, purifica, horada, quítame el corazón: todo es tuyo".
De este modo, el señor del jardín cortó el carrizo, separó sus ramas y lo deshojó; de un tajo echó al suelo su espiga, y también le deshizo todos sus anillos, es decir, su corazón, y lo dejó completamente hueco. Luego, lo dividió en dos piezas, una grande y otra pequeña. Después, una parte la llevó hasta unas piedras, donde brotaba un manantial de agua fresca, cerca de sus otros campos de cultivo abatidas por el torbellino estacado del tórrido verano que las tenía a punto de perecer por la sequedad. Delicadamente conectó entonces a la fuente donde brotaba el agua una extremidad de su amado carrizo, y orientó la otra punta, doblándola hacia atrás de las piedras para sus campos secos. Con la otra pequeña fracción del carrizo fabricó unas flautas que regaló a sus hijos.
La porción del carrizo usada en el manantial dejaba pasar clara, fresca y dulce el agua para regar y fecundar aquellos campos, que florecieron de maíz, frijol, trigo, hortalizas y pastizales. La cosecha fue abundante y dio de comer no solamente a su familia, sino a muchos otros habitantes de aquel ámbito y distrito colmado de gentes; se beneficiaron los moradores del pueblo y hasta personas más lejanas; y, según parece, hubo suficiente forraje hasta para los animales. Mientras tanto, las flautas de carrizo, con dulce sonido musical alegraban el oído y despertaban bellos sentimientos de ternura en quienes las escuchaban.
De esta manera, el carrizo, vino a ser durante un tiempo considerable una grande bendición para muchos seres vivientes, aunque había sido arrancado de su jardín, despojado de sus hojas, destruido su corazón y botada por el suelo su corona.
* * * *
Cuando era la planta más bella del jardín, vivía sólo para sí misma y se reflejaba en su propia belleza, gustando ser admirada, pero inútil para los demás. En el momento que fue demolido y deshecho, herido y desfigurado hasta lo más profundo de su ser, llegó a ser un canal, que el campesino usaba para hacer fecundos sus campos, dar alimento y vida a muchas personas; y también, alegrar los corazones con la música que se producía por medio de sus cañutillos.
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