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Aún lo recuerdo bien. Sentado en la biblioteca, siempre leyendo, con sus anteojos y sus suéteres oscuros con pelos de gato, con su barba rala, sus cigarrillos americanos del persa, los cordones viejos y amarrados a duras penas, con su delgadez y su caminar medio cojo, medio cansado. Al comienzo de todo, yo lo miraba de lejos entre párrafo y párrafo, y él seguía igual, en la misma posición, en un estado que no se podía llamar tranquilidad, sino que era desesperación, pero una desesperación controlada, fría, racional. Se le notaba en los nudillos, que a veces se le ponían blancos por la fuerza con la que apretaba lo que estuviese leyendo.
Poco a poco me fui acercando a él. Me demoré casi un semestre, pero un día conseguí que me hablase. Fue patético. Me dijo: Disculpa, y yo me quedé atónita, con el corazón latiéndome desbocado y expectante. Luego me preguntó si le podía decir la hora y con eso acabó todo. Se la dije y se fue. Hacía tiempo que no me sentía tan mal, pero se arregló un par de días después, cuando me pidió si podía cuidar de su mochila un momento y al regresar comenzó a preguntarme cosas, descubriéndome de a poco, y mostrando interés en todo lo que yo decía con una sonrisa que no le había visto jamás.
Se llamaba K. y era un par de años mayor que yo, una mechona de filosofía. Estudiaba literatura y, si no había leído todos los libros, al menos tenía una idea general de cada uno. Era increíble la cantidad de cosas que podía decir y el cómo sabía un poco de todo. Aunque lo que más me extrañaba de él era el hecho que fuera tan retraído con el resto. Conmigo se mostraba amable, atento, chistoso, encantador, en resumen, pero con el resto era parco, frío, lacónico y hasta un poco descortés. No comprendía eso, pero nunca se lo pregunté, sus razones tendría, pensé en aquél entonces. Nos hicimos amigos, supongo, o al menos conocidos cercanos, e íbamos a cafés y conciertos, a exposiciones y ferias de libros, donde conversábamos largo y tendido, pasando días enteros juntos recorriendo las sucias calles de Santiago, las que se hacían bellas, al menos para mí, estando en su compañía.
Aún recuerdo el día en que me besó. Habíamos ido a un cine arte en el centro, y acabábamos de salir de allí. Estaba lloviendo, y se sacó su chaqueta raída para que yo me cubriese con ella. Entonces me tomó la cara y me besó, aprovechando que yo tenía las manos arriba, sujetando su chaqueta sobre mi cabeza. Me quedé callada y creo que sonreí. Algunas gotas de lluvia cayeron en su rostro.
Después salíamos con más regularidad, pero no dejábamos que nadie en la facultad supiera de lo que pasaba. Ahora que recuerdo fue él quien insistió en que no le dijésemos a nadie. A veces íbamos a ver pinturas o esculturas, pero convenimos en no ir más juntos, pues peleábamos mucho al interpretarlas. Más bien, dejamos de hacerlo porque él lo decidió así, pues prefería no discutir temas que según él yo no entendía. Para zanjar el asunto, la vez que salimos después de aquél “acuerdo”, luego de haber estado distanciados un mes o algo así, fuimos a un café, territorio neutral, al fin y al cabo, un día miércoles, creo. Estábamos conversando, contándonos cosas de infancia, vacaciones soñadas, el viaje que nunca haríamos, cuando surgió el silencio entre nosotros, pausándolo todo. Entonces sentí como su mano fría se deslizaba lentamente por debajo de la mesa, tocando mi pierna, avanzando centímetro tras centímetro, hasta entrar entre la tela de mi falda y mi piel, silenciosa, rumbo a insertarse en mi entrepierna y helarme. Sus ojos estaban en los míos, impávidos pero sonrientes. K sonrió y su sonrisa parecía la de un títere de papel maché. Yo bajé la vista y la metí en el café que me devolvió la imagen de mi rostro cansado.
Después de eso, a expensas de nuestro acuerdo, me encontraba después de clases y, cuidando que nadie nos viese, me llevaba de la mano hasta llegar atrás de un edificio, donde había un poco de pasto, en el que nos quedábamos, intentando conversar hasta que él decidía empezar a besarme y tocarme. Por aquellos días lo veía más feliz, fumaba con más soltura, y leía más novelas que textos de teoría literaria.
Todo comenzó a hacerse rutinario. Todos los días era lo mismo. Yo lo esperaba, K. aparecía, me llevaba a algún lugar desolado o a su pensión y terminábamos húmedos y jadeantes. Me decía, entre resoplidos que me amaba, que lo hacía feliz, armaba afiebrado proyectos para cuando saliéramos de la universidad. Yo lo escuchaba atenta mirando el techo agrietado de su pieza mientras lo tenía encima, entretenido entre mi pecho y mi cuello. La abundancia de encuentros nos fue llevando a punto muerto, y nos abandonábamos a la monotonía. Fue entonces cuando salí con C., un compañero de curso, buscando salir de la rutina diaria en la que había caído. Descubrí que el caminar se hacía más tranquilo y placentero con C. al lado, que me agradaba estar más con él que con K. y que era muy imaginativo, tanto como para tener siempre una buena excusa para que hacerme evitar a K., y gradualmente lograr que lo viese cada vez menos. Un día discutí por eso con K. en la cafetería. Me dijo cosas horribles frente a mucha gente, y sentí como algo se trizaba lentamente, como un jarrón que ya estaba lleno y debía dejar salir su contenido por algún lado. No lo vi en una semana, y terminé saliendo con C. el fin de semana. Nos besamos a la salida del cine. K. me lo sacó en cara el lunes, no supe nunca cómo se enteró, tal vez me estuvo siguiendo. Cuando yo iba a decirle lo que pensaba sobre él y lo que debíamos hacer, me tapó la boca con fuerza y me llevó a donde solíamos ir, a aquél lugar donde nadie iba, y como no dejé que me tocara, terminó golpeándome. Bastó un golpe para que yo llorase y le dijera que me soltase, por favor. Toda su furia se desvaneció y me ayudó a levantarme. Sus ojos no brillaban cuando me miró irme, y los míos no se volvieron a verlo cuando dijo que me amaba.
No he vuelto a hablarle desde entonces. Ahora espero con la mejilla derecha con una pequeña marca morada a que C. salga de una prueba para que nos vayamos a dar vueltas por el centro, aprovechando que es viernes. El cigarrillo me ayuda a amortiguar los minutos de una espera tensa. Aún K. me mira cuando voy a la biblioteca y lo veo leer silencioso y mustio.
Ahora C. viene bajando la escalera y se me hace fácil verlo desde donde estoy. No me ha visto. Creo, a pesar de lo poco que lo conozco, que lo quiero y me hace sentir bien. Soñamos menos y hacemos más, y siento que me escucha cuando le hablo. Un cálido rayo de sol me golpea mientras el humo de mi cigarrillo se va haciendo volteretas a quizás dónde.
De pronto K. se acerca a C. y le habla en la escalera del segundo piso. Yo sólo observo. Su conversación no es la de dos viejos amigos que se encuentran después de mucho tiempo. Se gritan y se insultan, K. deja su mochila en el suelo, nadie va a separarlos, C. se saca la chaqueta y K. le grita algo. Yo me levanto de la silla y corro hacia ellos.
Comienzan a pelear. Mi cigarrillo queda en el suelo humeando melancólicamente.

Texto agregado el 29-09-2005, y leído por 119 visitantes. (0 votos)


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