La idea no surgió de la nada, cuando cumplí once años, muchos de los chicos que estuvieron rodeándome al apagar las chispeantes velas de la maciza torta de chocolate, no los había invitado yo, solamente eran hijos de las compañeras de trabajo de mi madre, de hecho yo también había caído a fiestas así. Nunca quise ir, me sentía incómodo, no conocía a nadie, mientras que el resto se conocían, eran todos amigos, y reían constantemente, haciendo que me persiguiera. Tendré la bragueta abierta?! Se me ve un moco?! Me pareceré a un chimpancé?!. Estoy seguro que en mis cumpleaños anteriores, también hubo chicos que no conocía. Por ello, en esta última celebración, debían estar todos. No quería olvidarme de nadie. Repasaba una y otra vez la lista de invitados. Desde la persona que más quería, hasta el más condenado hijo de puta que hubiera odiado alguna vez. Todos debían estar presentes. No todos los días se celebra un velatorio, y menos si el anfitrión, quien invita, quien muere, soy yo.