Lucrezia
Si la memoria no me engaña, llegué a los jardines Boboli, detrás y a un costado de la Piazza y del Palazzo Pitti cruzando el Arno por el Ponte Vecchio, una hermosa mañana de sábado, cuando aún no habían empezado los calores del verano.
Era la época cuando una multinacional me pagaba los aviones en primera, los hoteles caros y el sueldo y yo hacía mi trabajo lo más rápido posible para poder disfrutar el lugar al que había arribado por unos días. Así, tuve el privilegio de conocer una gran parte del mundo.
Los Jardines Boboli, los sábados y domingos, se llenan de paseantes, turistas y familias que van de picnic, con las canastas a cuesta, y en el aire se mezcla el aroma de las flores con los olores más apetitosos del prosciutto, los quesos, las sorpresatas y ese pan que no he vuelto a comer en otro lado. Los italianos, sean del lugar de la península que sean, adonde vayan, llevan la manduca y el bebercio, como suele decirse. Esto es, comida y vino.
Han pasado más de dos décadas desde entonces, yo era joven y estaba solo y no llevaba canasta ni provisiones y en esa época aún no había kioscos de comidas ni bebidas en varios centenares de metros a la redonda. De modo que, aunque había tomado un suculento desayuno en el hotel y luego un ristretto con pastas en un café cercano a la Piazza dell Signoría, por el aire, la hora y la caminata, en cierto momento sentí que el estómago reclamaba que le echara algo dentro.
Tendido en el pasto, me había quitado los mocasines y dejaba que el sol me diera en el rostro, cuando escuché las voces detrás de mí. Hice visera con la mano y las vi. Era una bandada de jovencitas llenas de vida y pletóricas de hormonas. Todas me parecieron hermosas, que recuerde. Pero una... una me cautivó.
Lucrezia.
El cabello lacio, del color de la miel, la piel blanca con un toque de olivo, los ojos grandes y la sonrisa más hermosa que pueda imaginar. Me asaltó la imagen de una madonna renacentista, cuando los Médici alquilaban condottieros y eran dueños y señores.
Con un endeble argumento, a medio camino entre la excusa y la verdad, me acerqué a ellas y en mi pésimo italiano de aquellos días (ha mejorado, ahora sólo es malo) les pregunté –así, al montón, pero mirándola a ella–, adónde podía encontrar un lugar para comprar algo de comer y de beber.
Habían desplegado un mantel a cuadros y de una canasta de esas que se venden en los negocios cercanos a Santa María Novella, sacaban manjares que me hacían agua la boca. Mi estómago estaba vacío y rezongaba. Pero ella, Lucrezia me lo llenaba de mariposas.
Secretearon entre todas y asintieron. Me invitaron a sentarme y compartir el pan y el vino. Mejor dicho, Lucrezia tomó la voz cantante. Como dicen en Sicilia, debía habernos dado el rayo.
Su carácter y la soltura con que empezamos a conversar, la reveló como una de esas jóvenes que no se enojan y saben apreciar cuando un efervescente italiano le grita “¡Bbbbbeeeeeelllaa!” por la strada.
Recuerdo que volvimos solos dando un gran rodeo, Lucrezia y yo. Nos fuimos hasta el Ponte Alle Grazie y en el trayecto, hablamos de Florencia y de nosotros. Padre suizo-alemán, madre italiana. Buena sangre. En algún momento mencionó Zürich, por trabajo de su papá, y seguimos caminando. Me habló de un instituto donde terminaba sus estudios y de su vocación por la etnología.
Ese día supe cuanto de magia tiene observar Il Duomo de Santa María del Fiore desde las murallas de Belvedere, a la caída del sol, acodados en las almenas de piedras centenarias.
También ese día –cuando ya la noche se había cerrado–, aprendí que esa mezcla de sangre corriendo por las venas y en principio del verano, puede transformar a una jovencita en una mujer soberbia.
La juventud y la incipiente liberalidad de aquellos tiempos, hicieron el milagro.
Nos hicimos el amor durante el resto del sábado y todo el domingo en su cama, en un departamento que caía cerca en una cortada cercana a la Via Guelfa, en la proximidad de San Marco. Me cuesta recordar –¿no son curiosas las trampas que nos tiende la memoria?–, pero al menos conservo una imagen, difusa pero muy tierna, de ella, de rodillas en la cama, apenas perfilado su cuerpo por la luz de la mañana, empeñada en encontrar las mangas de la blusa que había quedado hecha un bollo en el piso.
Al atardecer, la acompañé a la estación de tren, porque volvía con sus padres. Prometimos escribirnos y lo hicimos durante bastante tiempo.
Después, la vida nos llevó por diferentes caminos, en una época en que aún el correo electrónico no era la forma de comunicación más rápida y eficiente porque no existía.
Así: recuerdo más, detalle menos, conocí a Lucrezia y no pude menos que quedar prendado de Florencia.
Sueño, cada noche, volver algún día a esa ciudad mágica, aunque aquella jovencita ya se haya ido.
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