Caminó hasta el portal de su casa bajo el incienso de una noche tormentosa, para constatar que la llave interior había sido liberada de esa cerradura. Los instantes se confundieron en un vuelo de miradas y martirios. Recordó a su compañero Manuel, el que siempre mandaba saludos a su esposa, bajo esos ojos libidinosos escondiendo un cúmulo de realidades. También el nuevo tic nervioso de su cónyuge, ese apuro por ir a hacer las compras, lo sombrío de un mirar arrepentido, tantos sueños deshaciéndose en segundos. Volvió a cotejar la cerradura, todo predecía lo peor. La angustia no dejaba de treparle en una infinitud de sensaciones. Se retrotrajo a ese encuentro en el café cuando ella salía apresurada, el miedo como un fantasma cruzando aquel tapado de domingo, perdiéndose en el latir de su cabello. El tiempo parecía detenido en ese umbral, lento, asfixiante, intruso, inequívoco. Ahora podía entender esas salidas a deshora de su esposa, las idas y venidas de Manuel en la oficina, esa sonrisa burlona ante su presencia, las habladurías por la espalda. Una mezcla de vergüenza y odio se fue instalando en su garganta, todo concordaba tan exactamente, que no podía estar errado. Abrió la puerta con sus ojos perdidos en la inmensidad de aquel pasillo. Los pasos cargaban el peso de la traición que se iba acrecentando como un eco oscuro y pegajoso. Al fondo, una pequeña luz titilaba en la cocina. Su mujer estaba allí, rendida ante el televisor. Sólo le bastó una palabra, para que ella lo mirara atónita, antes de caer agonizante. Después, la llamada telefónica; volver a escuchar esa vieja voz; el reencuentro; los ruegos; las últimas palabras de Manuel alegando su inocencia; lo fugaz de aquel disparo...
Dicen que todavía suele detenerse en cada una de las puertas que tiene acceso dentro de la cárcel, donde esos pequeños ojos traen a su memoria ambos rostros, los que sólo se encontraron ante el abismo de la muerte.
Ana Cecilia. ©
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