Con una buena dosis de coraje puede aceptarse el desafío, la posibilidad, de dejarse morir en un diálogo.
Así, un as sobre la mesa trae otro y el juego es fascinante.
Es como leer a dos voces una poesía que implora ser escrita.
El asombro de la palabra que se anuncia, que va a llegar a cambiar, a sostener, a derribar lo dicho, resulta tan excitante como alistar el equipaje la noche anterior a un viaje.
Una palabra desnuda en su exquisito equilibrio, vestida con la mejor ambigüedad para dar lugar al malentendido, es al fin y al cabo, la única posibilidad para lo imposible.
El diálogo asesina el aburrimiento, abre las ventanas y se respira aire nuevo.
Dialogar es desafiar al miedo, es bajar al ruedo impulsados por la música de la palabra y sus intervalos: los silencios
El silencio no siempre es amenaza; el diálogo no necesita palabras de estopa para rellenar nada.
Es tan extraordinariamente hermoso, por esos tiempos, escuchar una voz que regale tropiezos, que exprese “no saberes”.
Una voz que no busque ostentar la razón sino expresar, simplemente, sus razones.
La voz, cuando crea con otra una frecuencia común, se hace casi tangible.
Es la manera que encuentra la palabra de satisfacer al tacto.
Camina, corre, vuela, inventando caminos que recorren el alma a través de miradas, bocas y oídos.
La voz necesita aprender a elegir las palabras en las que habrá de viajar, de lo contrario el alma, que no conoce la estupidez, jamás desplegará sus alas.
Una conversación deja sabor a gloria cuando se anda en la búsqueda de verdades y se suspende sin haberlas encontrado.
En una charla no hay lugar para la violencia porque ésta no encuentra espacio, entonces el diálogo no ofende el oído con obviedades, y cuando las hay, las denuncia.
No oculta silencios, los enfrenta o los contiene. Nos brinda cada tanto una mirada que se desnuda en un “no entiendo”, y nos da la oportunidad de ponernos a trabajar por una palabra, instalados en el territorio de la confianza.
Sólo entre dos existe la posibilidad de crear una nueva mentira con jerarquía de obra de arte.
Habrá mutuo acuerdo, y esa ilusión evitará que la voz suene a desgarro, a lejano tañido anunciando un entierro.
Debe ser por eso que no hay mejor remedio que una conversación para retrasar la muerte.
En general el diálogo suele reinar por las noches y parece ser un buen momento retirarse de ellas antes de clarear.
Nos permite olvidarnos de ese único e inapelable enemigo. Nos ofrece cuna nueva para nuestros dolores mutuos y una mesa con mantel puesto para reírnos a carcajadas en su cara, aunque los ojos no puedan mentir y delaten que hablamos por miedo.
Para la muerte, esa perversión de la vida, dos son una patota.
© Cristina Chaca |