DON JULIO PERDOMO
El Rey del Arroz
Don Julio Perdomo murió a los ochenta y
nueve años dejando 13 madres solteras
y 29 bastardos regados a todo lo largo
de las riberas del Orteguaza,
además de una hermana monja en Roma
y un hijo marica en Bogotá.
Dicen las malas lenguas que de sus arcas inagotables salieron los fondos para la
construcción de Manguaré y la mayoría
de los puteaderos entre Florencia y
Garzón, además de la Capilla de Nuestra
Santa Señora de las Angustias en
Montañitas y un orfelinato en San Martín.
A los quince años había asaltado en el Puente Probidad Rural a Alexis Murillo, recaudador de
la Caja Agraria, y un año después,
en el mismo puente, le había devuelto
tres veces más de lo robado y un
cheque a su nombre por cincuenta
mil pesos para compensarle por la
pérdida de su cargo y los inconvenientes
de la investigación penal posterior
al robo.
En doce meses, cuenta la leyenda, había acumulado tanto capital que regresó a
Florencia y le compró a Mr. Bonnet los arrozales
de Yacutacu y la planta de Arajumilla que le
llevaron al Congreso Nacional donde un caci-
que valluno le había enseñado a firmar.
No sabía leer ni escribir, pero podía decir a
ojo y al gramo el peso de cualquier tipo de
ganado y cualquier costal que le pusieran
por delante.
A los ochenta años había sido el último en enterarse que su hijo le había despachado
la mitad de su fortuna a cambio de verga de peones, de agentes viajeros costeños y de
soldados del cuartel de San Martín.
La misma noche que lo llevaron al hospedaje del turco Fuad y lo encontró gimiendo en
brazos del indiecito picuna que le
calentaba las arepas a las hermanas
del convento de la beata
Santa Maripondia lo agarró del solo
sirve para miar y con el báculo
de San Próculo que el indiecito sacaba del convento para treparse al guásimo y saltarse la tapia le dió tal golpiza en el tabernáculo
que todo el pueblo se condolió al ver
el espectáculo de las nalgas sangrantes
que Don Perdomo arrastró hasta la
iglesia donde con la primera mujer que
agarró en la Taberna Berna del suizo
Straessler lo casó en una ceremonia
presurosa y tensa.
Así, entre lo peculiar y lo ridículo y entre el Padre Santoya y Fray AK-47, y con el cañón del rifle
apuntándole al culo Julito Perdomo le hizo su
primer nieto al Rey del Arroz Blue Bonnet y el
ganado Romo Sinuano en el Caquetá.
Durante los siete meses y tres semanas
que duró el embarazo de la india
Zobeida se le dijo, se le aconsejó,
se le recomendó a Perdomito Sodomito
que pusiera pies en polvorosa. Pero no
quiso hacer caso.
Se pasó los consejos por la galleta
y siguió, como Johnnie Walker, escuchando
el show de Eber Castro y los comentarios
de Jaime Ortiz Alvear hasta el día
que la india dió a luz.
Ni siquiera alcanzó a conocer a su hijo
unigénito.
Nadie más volvió a verlo ni saber de él,
excepto Don Julio, El Rey del Arroz, quien
solo se dignó informar al Coronel
Cerro DelaCruz que lo había enviado
a estudiar Topografía y Agrimensura
en la Universidad de la Cochinchina.
Así, sólo, sin más compañía que la
servidumbre de Rancho Perdomo,
murió El Rey del Arroz,
dejando el testamento que le había
dictado al Doctor Marco Antonio Dávila
Pulecio, alias Chichikov, en medio de una borrachera tan ilegible que los
gilipollas de la Irreal Cacademia Espantosa
y los miembros del Instituto Culombiano
de Culitura llevan 21 años tratando de
interpretar la semiología, la semántica
y la sintaxis del primer párrafo.
En medio de los rumores acerca de un
entierro de las más finas esmeraldas
de Muzo y los más valiosos diamantes
de Mavinga y otras piedras preciosas
traídas desde todos los confines del
mundo en un tesoro fabuloso que El Rey
del Arroz hizo enguacar en una jornada
sin reposos de más de 3 años
y siete meses, los 29 bastardos y
otros belzebúes empezaron una pugna
repugnante y feroz en pos de la fortuna
legendaria de Don Julio Perdomo.
La primera víctima de la guerra encarnizada
que se armó para tomar posesión de la
fortuna fué Julito,
su único nieto legítimo, hijo de Perdomito
Sodomito, quien tras unirse a las filas
del M-19 fué a parar a La Tagua
y Saldañita, lejos y fuera del alcance
del ejército de paramilitares
que había organizado el Doctor Dávila
Pulecio, con capital americano,
para salvaguardar las instituciones
si viles y demo críticas del país
seriamente amenazado por el peligroso
movimiento narcoguerrillero formado,
dirigido y constituído por los bastardos
del finado Julio Perdomo, alma bendita,
hijo ilustre del Caquetá
y miembro destacado del Horrorable
Congreso de la República de Locombia.
Que descanse en paz
a la diestra del Dios Pudre
y las almas de los fundadores
de la Putria.
La india Zobeida, madre de Julito Perdomo,
era hija del último jefe de la tribu Picuna,
asentada en las cabeceras inaccesibles
del Río Tambuyacu, en territorio peruano,
donde ni los salvajes incas
se atrevieron a desafiar los enigmas de
una manigua densa y agobiante
en la cual nunca penetraba de lleno la
luz del sol, las serpientes
tomaban un aspecto de cristal sudado, las
tarántulas blancas tenían ojos azulinos,
casi humanos, y el agua del río tenía un
color bermellón y un lejano sabor a
sangre menstruada.
De allí, según una tradición que solo
narran cuando la lengua se les pone
verde del jugo alucinógeno
de las hojas de Mataiba, los llevó
Simón Bolívar a Cuarumaru,
hoy Puerto Leguízamo, en una
de sus travesías homéricas, entrando
por un ramal del Río Caguán que
solo el conocía y los farcos aún están
tratando de encontrar, y
regresando con su caballo Palomo cubierto
de helechos carmesí y tréboles plateados
y los cascos rellenos de un polvo de
oro finísimo que Manuquene tardó
varios días en despegar.
Ahí, en algún lugar de esa jungla misteriosa,
creció Julito Perdomo, por decisión de Zuname,
la madre de Zobeida, para mantenerlo lejos
de la influencia perniciosa del
Rey del Arroz.
Cuando todo el pueblo se enteró de
que Zuname había pedido que le
entregaran al niño ya Rancho
Perdomo se había convertido en un bunker
con sicarios y matones traídos de los
países más remotos.
Alexandre Ullora, del Summer Institute,
tuvo que conseguir traductores de los
idiomas más exóticos
y extraños, para que todos leyeran
las advertencias de la alta peligrosidad
y poder nigromántico de Zuname
junto al retrato hablado que había
hecho el Profesor Díaz antes de
que las manos se le quedaran
tiesas y torcidas, con los dedos formando
un gesto obsceno e insultante y
tuviera que andar permanentemente
con guantes para parar las palizas
que ya le habían propinado varios fuereños ofendidos.
A pesar de que los sicarios, advertidos
de la alta peligrosidad de Zuname,
se mantenían alertas
en grupos de a veinticinco, cada vez más
insomnes y ponzoñosos, tras una semana
de ómenes y presagios que estremecieron
hasta a los más descreídos del pueblo,
la noche que cumplió cuatro años el niño desapareció dejando doscientos matarifes profundamente dormidos, con unas
erecciones impresionantes y unas sonrisas bobaliconas que duraron seis
meses hasta que una noche de suspiros temblorosos y gemidos entrecortados
todos fallecieron en una eyaculación
colectiva y simultánea y una explosión
de verijas que dejó
todo el Rancho Perdomo cubierto con una
mancha genitalosa y gelatinosa que no
se podía limpiar y que tomó nueve meses
en desvanecerse dejando la Casa Mayor
con un aroma perenne a
prostíbulo.
El pueblo entero se había enterado
gracias a las lenguas viperinas de las
beatas del coro del Padre Santoya,
que la noche de la desaparición
del niño de Rancho Perdomo una delegación
de pirujas picunas había visitado
a los sicarios contratados por
El Rey del Arroz.
Aterrados por la perspectiva segura de la retaliación rabiosa y enloquecida del abuelo enfurecido los clientes de la Taberna Berna desaparecieron por dos semanas hasta que
el suizo Straessler, desesperado, se atrevió
a entrar a Rancho Perdomo a suplicarle a Don
Julio que salvara su establecimiento, fundado
en 1.930 y por más de cuatro décadas
sirviendo de protección al virgo
de las niñas decentes.
El Rey del Arroz, en un tono colérico de
iracundia controlada, repitió varias veces
entre dientes apretados
para que toda la servidumbre pudiera
corrobar las buenas nuevas a los clientes
de la Taberna Berna, que nada iba
a pasar, y que de todas maneras,
fuera como fuera, era preferible
tener un nieto brujo que un nieto marica.
Nadie volvió a ver a Julito Perdomo,
cuyo nombre ya había pasado casi al
olvido, hasta el día
que se apareció en la Taberna Berna
convertido en un gigante de mas
de dos metros de altura,
con musculatura de Tarzán y pelo de Chita,
anunciando que iba a vengarse
del Rey del Arroz..........continuará
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