El ascensor comienza a bajar. Se detiene en el décimo cuarto y entonces, como siempre, entras tú. Comienzo a no dudar de que lo haces expresamente. Esperas a oír como se cierra la puerta en el piso de arriba para salir tú también y así coincidir en el pequeño camerino.
Tienes unos ojos bellísimos y cuando miras a través de ellos toda la soberbia de la adolescencia se refleja en tus pupilas. Son negros, de un oscuro impenetrable. Y después está tú sonrisa, segura y burlona, absolutamente conquistadora.
Ya estamos en el duodécimo y todavía no has apartado la mirada ni un solo momento. Debes extrañarte de que pese a tu belleza, tu perfección, nunca te mire. Pero sin perder la paciencia, como un cazador experto, crees intuir que algún día conseguirás atrapar en tu mirada a tu presa y que entonces ésta será tuya.
No se si alguna vez te has fijado en mí, supongo que no, que sólo ves un bulto informe a su lado. El noveno ya.
Te debes preguntar porque nunca te mira. Se protege. Quizá le caigas bien, y también pretenda protegerte a ti.
Te juro que espero con deleite el día en que consigas arrancarle una mirada. Ese día no llegarás vivo abajo. Nadie en el quinto. Alguien debió llamar y volver luego a entrar en su casa. Tal vez olvido algo.
Te crees dueño de este juego, sin intuir siquiera que las reglas las marco yo. Tan sólo yo. A quien tú miras conoce el juego, por eso, alguna vez, se estremece como si tuviera frío.
Pero no es frío lo que siente, es miedo. Miedo no, pánico, terror absoluto. Pasamos el segundo, vas a tener suerte otra vez.
En todo caso, ya estás muerto, aunque nunca jamás te mire, ya estás muerto. No voy a permitir que oses desafiarme de esta manera.
Acaricio la empuñadura de nácar, mientras el ascensor se detiene. Hoy todavía no; sal a la calle y cómete el mundo, Tal vez mañana yo te coma a ti.
Vuestro, bajando por las escaleras para adelgazar;
Dolordebarriga
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