Era una organización cuyo nombre lo protegía la complicidad, la integraban hombres de negocios, profesionales liberales, políticos, banqueros, militares, faranduleros, etc.
Se reunían los viernes a la medianoche, su punto de reunión era el Parque Mirador del Ciego, el cual arrendaban por tres horas pagándoles algunos billetes vencidos al par de viejetes que fingían cuidarlo.
Parqueaban sus yipetas en la entrada principal, se desmontaban vestidos con jeans, botas y chaquetas de cuero, cada uno portaba su correspondiente escopeta lustrada.
El miembro seleccionado se integraba después porque le tocaba arrastrar a la presa quien caminaba arrastrando los pies debido al peso de un collar plateado que le adornaba el cuello.
Las victimas eran generalmente jóvenes negros, de esos que se paran en las esquinas de los semáforos a ofrecerle chucherías al conductor, a quien le tocara esa semana le correspondía bajar el vidrio y ofrecerle una cantidad de dinero lo suficientemente tentadora como para que se montara en su vehículo; esquinas después le clavaba en el cuello un somnífero, el infeliz se desplomaba y venía a despertarse mucho más tarde dentro de una estrecha y apagada habitación, era mantenido ahí hasta el día del evento.
Si el miembro fallaba en conseguir la carnada – sin importar el motivo - se le penalizaba con el pago de diez mil dólares para cada uno de los demás integrantes, de no cumplir era automáticamente expulsado y posteriormente su vida podría correr riesgo en cualquier momento, por eso antiguos cofrades antes de encarar su responsabilidad prefirieron largarse a Miami o a Madrid.
La mayoría de las bombillas del parque estaban quemadas por descuido del cabildo, ellos quemaron las que faltaban.
Cada miembro llevaba un cinto color verde lumínico para evitar errores colaterales, también cargaban linternas en sus cinturas que sólo se usaban cuando alguno gritara “Mate”.
El escogido era desnudado, le quitaban el collar y lo dejaban correr entre la maleza, la mierda y la oscuridad.
Esperaban unos cinco minutos hasta que desarrollara su huida, luego se desperdigaban por cada rincón blandiendo sus armas.
La cacería apenas iniciaba.
El pobre negro se golpeaba con troncos, se cortaba las plantas de los pies con pedazos de vidrio, cada pisada suya producía un sonido de ramas secas, los cazadores olfateaban y se aproximaban cada vez con mejor posición geográfica.
Creyéndose más inteligente que aquellos seres civilizados se acostó sobre un montón de hojas, recién enterándose de cual era su función allí, cerró los ojos y rezó en creole.
Su respiración era áspera y sonora, aun estando en una posición muy incómoda.
Sus perseguidores notaron que las pisadas descalzas cesaron, así que redujeron la velocidad.
En lugar de correr, caminaban, le prestaban más atención al olfato que al tacto.
Todo se valía siempre que fuera a oscuras y que al final de la contienda estuvieran completos.
La victima no se movía, sin importar que cientos de hormigas le devoraban la piel.
El licenciado Marioti tropezó con un pie del condenado, éste no pudo reaccionar tan rápido como quiso.
Disparó cuatro veces; en cada ocasión cambiando la escopeta de ángulo, enumeraba “cabeza, tronco, extremidades...”
Voceó “Mate” para detener la contienda, inmediatamente tocó el cuerpo todavía caliente y algunas hormigas le picaron una mano.
Los demás encendieron las linternas sintiéndose un poco defraudados ya que fue él mismo quien llevó la presa.
En situaciones así, al ganador era premiado en doble proporción, lo cual incluía una madrugada de vida loca que empezaría tan pronto como enterraran al trofeo en la fosa habilitada para aquella ocasión.
28.09.05
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