Eran las 11.30 y aún él no llegaba del fútbol de los lunes, de pronto se abre la puerta y sin reparos cuanta que después del partido fue para allá y después para más allá y que viene reventado, así que ojalá no lo agotara con preguntas. Yo en mi lecho, me mantuve y él se fue a la cocina a preparar su almuerzo para el día siguiente, supuse.
Con mis pies alados, me levante a constatar mi sospecha, y grande fue la sorpresa mía cuando lo sorprendí leyendo el diario.
Me retire indignada a mi cama, la pena se me fundía con la rabia, el portazo de la pieza matrimonial estremeció el piso 8 del edificio y me sentí despreciada, nada de lo que con amor le he rogado ha sido escuchado. Sólo unos minutos por la mañana y otros pocos por la noche bastan para que él considere que el amor es redondp. ¡¡Porque es obvio!! después de leer el diario, se pondría pijamita, cerraría los ojos, respondería “bien” a mi pegunta de cómo estás y sería todo para ese 26 de septiembre de 2005.
Y como una profecía autocumplida se puso pijama, se acostó y yo decidí apagar la televisión y en ese mismísimo instante el peso de su fuerza cayó sobre mí, violento, primitivo, doloroso, inolvidable, quebrantador, imperdonable. Esa noche su mano fue más larga que su conciencia, el peso de su puño cayó sobre mi hombro, adormeciéndolo en el dolor de mi silencio.
El me golpeó el alma, sentí que me volvía loca, mi respiración agitada, mi corazón demolido, mi cabeza frenética, mi amor destruido.
Como una salvaje me levante, le grite desde las entrañas, que pocas veces he conocido a través de mi voz, tomé mi saco de dormir y me fui a la pieza del lado; mientras él intentaba contenerme, me pedía perdón, pero yo no permitía que me tocara. Con mi vista borrosa de tantas lágrimas me volqué al sofá que había estirado. No podía mirarlo, me repugnaba pensar que con ese hombre hacía un rato quería hacer el amor. Luego, a mis pies suplicaba perdón, repetía una y otra vez “no sé lo que hice, no sé lo que me pasó”, “estaba fuera de mí”, “perdóname perrita por favor”. Después de un rato me levanté y me fui a la cama, pero no quería ni mirarlo, ni que me tocará, nada de nada. Al final de cuentas, no logro distinguir qué me produjo más dolor, si su golpe en la espalda o su indiferencia, espero no tener que averiguarlo alguna otra vez.
Me dormí, entregue mi pena y mis sueños a mi almohada blanca, libre de toda furia y dolor. |