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He comenzado a escribirte, Rabdill, y –a pesar del remordimiento que me frustra a veces– no me he detenido. He seguido escribiéndote, como quien empieza a amarte o a odiarte con profusión. Así de básico. Así de simple. Y mientras lo hago te imagino (es lo mismo decir: te recuerdo) contemplándome todo el tiempo: protegido entre el humo del café, siempre detrás de la columna, de la mampara, de la puerta, de tu mirada, de tu timidez. Eso sí, saliendo al frente de cuando en cuando para recriminarme por no dejar ese horrible lapicero de lado y darte un beso. Sólo uno, para que no empezaras el día renegando, como ayer y antes de ayer. Pero, el lapicero podía más, te ganaba la batalla casi siempre (bueno, eso era antes, no sé si mañana). Yo sentía tu derrota cuando al despedirte ya ni me mirabas. Hasta podía sentir tu maldición lanzada contra este alfeñique de plástico, cuando me temblaba en las manos y rodaba por los suelos. Invertía al menos tres minutos en recogerlo y reponer mi atención en lo que estaba haciendo (si es que podía). Entonces, te daba la victoria a ti, Rabdill, pero casi siempre era tarde: ya habías cruzado la puerta de salida. Algunas veces te seguía, pero sólo con la mente, empuñando más fuerte el odioso lapicero, musitando tantas cosas, regresando las horas con pasmosa libertad. Hasta darme cuenta que, de estos desencuentros, la culpa no era tuya ni mía, sino del abuelo Marguett, que un día se equivocó y en vez de darme el libro de Coquito en la primaria me dio el de Platón. Y yo no paré hasta leerme sus cuarenta y dos diálogos, más sus trece epístolas. Creo que desde aquella vez me quedé con la manía de tener siempre un lapicero a la mano, para atrapar algunas líneas, primero ajenas, luego mías. He seguido escribiéndote, Rabdill, como quien recapitula errores, olvidando que el lapicero puede sólo (re)escribir pero no borrar. Si he hecho alguna pausa, ha sido sólo para preguntarme: ¿A qué hora regresas? Insípido. Temeroso. Seguro te habrás perdido otra vez en la ciudad, siguiéndole el rastro a algún nuevo desconocido que traerás a cenar. Siempre has sido así, un niño grande. Me lo había advertido tu mamá. Son más de las nueve y no estás. ¿Pero, te has dado cuenta, Rabdill?, a pesar de estar siempre presente en mis pensamientos, eres casi un fantasma: yo te ataco y tú no te defiendes. No protestas por mi falta de ternura. Al menos, no te siento. Por eso para escribirte uso el lapicero de color azul, azul-gótico, azul-tristeza, el que más detestas. Es como un reproche, contra el abuelo Marguett, contra Platón, contra mí, contra ti, contra el desconocido que traerás a cenar esta noche sin avisar, pero nunca contra el alfeñique de plástico. Me tiembla la mano, esta vez en grado siete. Te acercas. Ya te extrañaba, Rabdill.

Texto agregado el 28-09-2005, y leído por 274 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-10-2005 Muy original y bien escrito. Se lee con facilidad y gusto. Un abrazo castillo
 
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