El último día de mayo, él apareció con su sudadera gris de colegio, sus mejillas rosadas y sus ojos amables y sencillos. Apareció de la nada, con la calidez en sus palabras, la candidez en sus gestos y la fuerza interna que lucha cada día por sobrepasar todo, por lograr, cada pequeño propósito.
Ella, llegó con el cabello ensortijado atrapado en una moña como protegido contra los estragos del viento. Apareció sin fijarse tan siquiera, con la indiferencia propia de su personalidad, con un orgullo que se percibe en su mirada, una firmeza presente en cada palabra y una terquedad innata en cada uno de sus actos.
Ninguno se fijó en el otro aquel día opaco que se había encargado de unirlos en un abrazo, en una amistad perecedera. Simplemente, cruzaron unas cortas palabras sin aparente importancia, pero con un significado interno que se extendió por sus almas y los internó en una amistad cómplice, constante, fuerte.
¿Cuál de los dos se imaginaría su noviembre?. Entre multitud de palabras, historias, secretos, crecería ese sentimiento deseado por él, desconocido por ella, pero sublime para los dos.
Entre juegos de celestina, confundido entre materias de castellano y matemáticas, camuflado tras el uniforme de colegio y las diversiones de estudiante. Explotó cual Big Bang, disfrazado de música y cartuchos, de helados y paseos; ese amor paciente y duradero que esperó acurrucado sin perder la calma, ese momento preciso bajo el frío y la lluvia cálida, en el que el miedo por fin perdiera, en el que él, convenciera con el suave aroma de sus palabras y brindara el abrazo que detendría el tiempo en un sólo instante y pondría a girar el mundo insensato, injusto y calculador en una dirección diferente.
Ella, dejó atrás su incredulidad y frialdad la noche en que llegó su noviembre. Mientras los carros pasaban como si nada fuera del parque, mientras los niños preguntaban sin cesar y los padres pensaban en el mañana sin disfrutar el presente, mientras los tenderos anhelaban la entrada de un cliente sin celebrar la venta del día, y mientras la gente caminaba sin detenerse empujada por la inercia de la rutina. Ella, vivía la belleza de su presente, era atrapada, trazaba una línea de antes y después, se dejaba llevar, se embriagaba sin poder detenerse, abría los ojos a una nueva sonrisa; a su boca, se le antojaba una nueva sensación, y sus manos impotentes, se entumecían negándose a reaccionar de aquel hermoso instante.
Él, tímido y sensato, sintió por fin lo más cercano a la obsoleta felicidad, creyó, entregó cada sentido, cada pequeño movimiento en un sólo momento. Cayó convencido de cada palabra, no sintió el frío ni la lluvia, ni la ausencia de la tierra que se había separado de sus pies; simplemente, se fundió en el calor de un abrazo, en el dulce sabor de un beso que había esperado impaciente como alimento de crío.
Así llegó su noviembre, sin avisar. Se agazapó con los ojos abiertos, mientras el amor, aquel sentimiento que aun con tantas palabras no tiene explicación, hacía su efecto embotador, adormecedor; mientras sumergía a sus víctimas en la felicidad de la alucinación, en el sueño del que nadie quiere despertar.
Noviembre esperó al amor, esperó que este se paseara por cada rincón de sus almas, que se disfrazara, que jugara, que insistiera, que entrara poco a poco por sus sentidos hasta encontrar en cada uno la fibra poderosa donde posó su fuerza arrasadora, donde los atrapó sin dar explicación, dejándolos propensos a recibir todas las maravillas y desdichas que el destino ha escrito en el grueso libro de sus vidas.
LINNA CHAPARRO OSPINA
JULIO 20 DE 2005
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