Si se le observa bien, un poeta es un ser que camina codo a codo con la vida.
Trabaja, lava, cocina, plancha, hace el amor y saluda selectiva o indiscriminadamente a sus vecinos, los mismos acerca de los que escribe o sobre quienes sostiene una inconsciente y descuidada ignorancia.
Cuando se le habla a un poeta, uno tiene la impresión de que comprende. Quizá sea así, pero en términos generales, su mente es un revuelo de metáforas, un caos siempre por ordenar, un lenguaje primordial.
Inventa poesías como quien hace puentes o guirnaldas para jugar por las noches, a colgarlas de un timbre o una estrella.
Un poeta siente que le sobran los pies, el mundo se le confiesa en su ventana.
Lleva el universo en la mirada y cuando llora o ríe lo hace con toda la piel como lo hace un niño libre.
El corazón de un poeta suele andar siempre por delante de sus pasos.
Es un ser condenado a bordear silencios, a encontrar la palabra que suture la herida de llevar ombligo.
Aspira horizontes, expira rebeldías y por un par de alas, más de uno, le retiró el saludo a Dios con el primer verso.
Un poeta es, mal que le pese, un apasionado cazador de ausencias.
© Cristina Chaca
|