Para él, infinitamente suave, imperecedero, para ellos el minuto siguiente y para ella el minuto menos. Hubiese seguido el rumbo del tiempo de no ser porque entendió al fin, que su camino no es recto, que no describe forma particular o definida, que simplemente se mueve acorde a fuerzas que lo sobreponen y definen, en fin, hablar del tiempo es hablar de medidas, nada más.
Apurada, haber centrado fugaz su mirada en la mirada de un sujeto extraño, era el irracional desperdicio de un tiempo costoso, los otros hombres de la calle, los otros que no eran el sujeto en cuestión, ni siquiera se dieron cuenta del minuto en particular, pero él, o mejor, en su minuto, una fuerza extraña que solo brota en los ojos de aquellos que miran fijamente, intervino delicadamente en el lapso infinito y fugaz en que las miradas se tranzan en la armonía agónica y sublime de ese hombre que ama por el simple placer de escribir amor, porque hay minutos, como ese minuto en particular, del que subyacen infinitas palabras, ese minuto que subsiste en la memoria y se marca ineludiblemente en el alma, un minuto y solo uno que resulta para el sujeto elegido, exacto, casual, consecuencia… un minuto en el que experimenta el diminuto instante en el que duerme quien se encarga de contar, repartir, y cuadricular los sueños. El minuto que se define en si mismo y que define en él, la increíble subjetividad del tiempo.