Dante corrió por el pasillo de la casa todo sulfurado con su hermano mayor. Y no era para menos: no quería sacarse el diente que desde hacía días le penduleaba en la diminuta mandíbula como una amígdala; y el otro –el mayor- no cesaba en sus intentos por acelerar el trámite. Más que mal tras el despojo del diente vendría la recompensa del ratón que acostumbraba a dejar unas monedas bajo la almohada; suficientes como para esperar al menos un par de sobres con láminas para el álbum, obsequio de su hermano chico, el mismo que, con sus seis años, comenzaba a cambiar la dentadura.
Mientras el niño corría de aquí para allá entre los sillones tras el insoportable hermano, de repente y sin aviso previo, sintió ese enorme vacío en la encía y el consecuente sabor salado de la sangre que precedió al dolor. Era un vacío intenso, casi como una mutilación. ¡No podía ser; el diente ya no estaba en su lugar! Ahora su lengua podía traspasar el muro de los otros dientes y abrirse el paso al infinito exterior. El viento helado le congelaba la punta de la traposa lengua. Lo primero que hizo fue llorar. Lloró más que aquella vez cuando en el colegio le pusieron esa terrorífica vacuna de primer año básico cuya aguja medía como dos metros. Su madre al verlo llorar, corrió hasta la cocina en busca de una salmuera para detener la porfiada hemorragia. Tras las nanas y los correspondientes cariños, al niño le vino la urgente inquietud por saber dónde había quedado la pequeña pieza dental. Era necesario hacerse de ella para poder cobrar la recompensa del ratón. Buscó como un loco en toda la habitación; en el baño; en la cocina: no encontró nada. Buscó infructuosamente debajo de los sillones y cuando ya se había resignado a la fatídica pérdida, vino a dar con el diente que yacía tieso debajo del comedor, entre las patas de las sillas y las migas de pan desperdigadas por todos lados. Al verlo tirado sobre el piso, sus sentimientos se encontraron en una colisión sin precedentes. Allí yacía inerte su compañero de mil batallas, extirpado y suelto; el mismo con quién una y mil veces saboreó los chicles que masticó a escondidas de su madre (antes de tragárselos por supuesto), oculto debajo de la cama; también los porotitos confitados de colores y el chocapick de cada mañana al desayuno. Una sensación de pérdida asoló su mini alma. Si hasta pucheros hizo aquella vez.
Más tarde y ya más quieto, el pequeño Dante hizo de nuevo el recorrido entre el baño y su cama llevando consigo el insignificante cadáver dental. Con una actitud muy ceremoniosa, acorde a la ocasión, caminó los pasos que separaban el toillette de su cama. Ya no lo embargaban eso sí, los sentimientos que temprano lo anduvieron trayendo medio deprimido y bajoneado. Mamá lo había terminado de convencer de que su alma (la del diente) ya se encontraba disfrutando en el cielo de todos los dientes. Ahora el niño sólo pensaba en la recompensa; en los chocolates que se iba a comer al día siguiente. Él era amante devoto de los chocolates. Disfrutaba más que un perro con pulgas masticando ese sabor de la leche y el cacao juntos, mientras el divino embeleco se derretía en su paladar. Cada vez que pensaba en ello la boca se le hacía agua una y otra vez.
La última vez que al hermano mayor lo vino a visitar el ratoncito de los dientes, la recompensa había alcanzado los quinientos pesos (media luca, una quina, $500.-) cifra que el pequeño Dante consideraba exorbitante para su corta edad; toda una fortuna a juzgar por sus amigos. Siempre a los compañeros en el colegio el ratón les había cumplido dejándoles una moneda, como era de esperar, claro que la moneda que obtuvieron los demás nunca les alcanzó para igualar el tremendo poder adquisitivo de una moneda de quinientos pesos, equivalente a 5 monedas de $100 o 10 de $50. De seguro el ratón tenía preferencias con su familia, tal vez por la gran cantidad de queso que siempre se podía ver en el refrigerador. El asunto fue que Dante muy emocionado esa noche, puso el diente debajo de almohada y quietecito se quedó hasta caer finalmente abatido por el sueño, no sin antes repasar una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, todo lo que haría con el dinero por recaudar…
En la mañana los gorriones del pimiento, a coro se dejaron oír desde lo más profundo del patio de los canelos. Hacía frío, pero eso no importó ni una pizca a la hora en que el Dante se despertó. Sin sus pantuflas por supuesto y contraviniendo toda regla, el niño corrió al baño desesperado a causa de los esfínteres acuosos que lo subyugaban sin ninguna misericordia, si no se apresuraba de seguro que terminaba por ‘cruzar el río’. Al volver a su cuarto dio un salto sobre el colchón y con todo el cuidado y la lentitud del universo, levantó la almohada en busca de la recompensa. Sus ansias eran enormes. En la cama del lado, el hermano roncaba como un lirón con anemia aguda.
Luego la sorpresa sería enorme. Pese a las expectativas y la tradición, al ver sobre la sábana la moneda de quinientos pesos, un inmenso vacío le latigueó otra vez el ánimo. El diente de leche ya no estaba más; seguro que el ratón de moledera ese ya lo tenía en su colección privada. Claro que la pena que en ese momento lo embargaba sólo le duró hasta el instante en que el hermano mayor se notificó de la transacción. Tener entre las manos tanto dinero le daba un poder sobre el resto. De ahí en más se haría evidente que el trato recibido por los demás ya no sería el del esclavo chico. Su hermano hasta había cambiado el tono de su trato para con él: sonaba dulce y cariñoso como el de su madrina; algo extraño en él. Dante ahora tenía el poder económico necesario entre las manos, como para dirigir los juegos de aquella mañana...y los destinos del mundo.
Al menos por un par de días, Dante fue el rey y señor en la casa y en el colegio también. Los quinientos pesos le habían alcanzado para comprarse una bolsa repleta de chocolates ‘Súper Ocho’. Nada le causaba tanto placer como masticar la galleta en obleas de vainilla y crema y sentirla desintegrarse sublime en el paladar recubierto del más fino chocolate negro existente en todo el planeta TIERRA, incluida la luna. El niño comió y comió a destajo gracias al gentil auspicio de la pieza dentaria. La abundancia le alcanzó incluso para compartir la recompensa con sus hermanos, quienes sospechosamente y mientras le duró el botín, se dejaron ganar por el Dante en cada juego de cartas o de tazos. Como nunca en la vida el niño tuvo acceso a ocupar todos y cada uno de los juguetes de los hermanos, sin ningún tipo de restricciones, ni abusos, ni acusaciones de apropiaciones indebidas en su contra-. Ello, claro está, hasta el día en que, tanto los chocolates, como el dinero, se le agotaron definitivamente. De ahí en más, Dante volvió otra vez a ser el hermano ‘del medio’, y el junior encargado de todos los mandados de la cuadra. De nuevo tuvo que ocupar el desprestigiado puesto de arquero en todas las pichangas que se armaron en el peladero colindante a su hogar. Otra vez tuvo que resignarse a la postergación y la ignominia darwiniana a que están condenados todos los hermanos menores de la especie humana.
Días después, una mañana como tantas otras, Mamá puso a hervir el agua de la tetera muy temprano. Sobre la mesa la leche y el cereal le coqueteaban al pan y a la mermelada que ocupaban el centro del mantel como si fuesen candidatas a reina. Hacía mucho frío porque era otoño. En la calle la locomoción comenzaba a tragarse el silencio del alba, y en los paraderos de autobús los estudiantes se agrupaban para capear el viento gélido de la estación. A la hora del llamado de Mamá, Joaquín y Catalina saltaron de sus catres como cachorros hambrientos. Extrañamente Dante no lo hizo. Desde hacía días que su comportamiento no era el normal; se le veía más retraído, como si fuera presa de los pensamientos más profundos y ostracistas. Por un momento Mamá pensó que Dante otra vez era víctima de alguna enfermedad respiratoria o del mal de ojo.
Cuando el niño nació con apenas siete meses de gestación, ella fue advertida por el pediatra de los inconvenientes futuros de su crecimiento. De ahí en más siempre fue un pollo. Cada invierno el velador de la habitación de los niños se llenaba de jarabes para la tos y nebulizadores para la obstrucción de los bronquios. Mamá siempre recordaba como una anécdota aquella vez que lo vio por primera vez recostado en lo más profundo de la incubadora del hospital. Era tan diminuto que su cuerpo completo cabía en la mano de la matrona; la piel de sus dedos se transparentaba como las patas de los sapos cuando apenas comienzan a crecer. Sin embargo aquella mañana Dante se había retrasado por razones distintas. Por eso cuando lo vieron salir del baño sin otro de sus dientes; tanto la madre como los hermanos saltaron conmocionados de sus asientos. Lo peor de todo fue que la misma escena se volvió a repetir por lo menos sus cuatro veces ese mismo mes. Al terminar el otoño Dante ya parecía un viejo sin dientes, pero de aquellos poderosos y pudientes eso sí, debido al retorno económico del incipiente negocio que había descubierto.
Otra vez y durante más de cuatro semanas por lo menos, el niño pudo ostentar el poder absoluto, a tal punto que sus hermanos más que hermanos, parecían ser sus sirvientes. Ya las cosas no las pedía por favor, sino que bastaba con que diera una orden o hiciera sonar los dedos para que los otros niños corrieran a satisfacer todos sus deseos, hasta los más extravagantes. A esas alturas el pequeño se había transformado en un patrón de fundo, en un sultán o algo así, claro que su generosidad alcanzaba para ello, ¿y cómo no? si de tanta visita del ratón (a $500 cada una), podía mantener una servidumbre bien retribuida. Lo único malo era que ya no le quedaban dientes suficientes para masticar las obleas por lo que debió reemplazar ‘el Súper Ocho’ por las gomitas dulces. Nada malo si se considera la existencia de una variada oferta en el rubro: osos de gomita, delfines, elefantes, medias lunas, etc.
El niño había descubierto el potencial negocio de los dientes de leche, tanto así que ya se había hecho costumbre para el resto de la familia encontrarse con los alicates de Papá debajo de la cama donde dormía. Pasaba lo mismo con el costurero de la madre donde se guardaban los hilos de cocer. También ya era costumbre en casa que mamá tuviera que lavar las sábanas con cloro para borrar las manchas de sangre ya que con detergente no salían.
Durante todo ese tiempo el niño tuvo a su alcance las cosas que siempre deseó: tiras de petardos; stickers de digimón; sobres del álbum del hombre araña; tazos de scoby doo; y en general cuanta cosa estuviese de moda en el quiosco del colegio. También su status fue distinto: tenía el derecho preferencial para ser el capitán de su equipo, lo mismo para elegir el joystick del play station; ya no tuvo la obligación de hacer caso a los mandados de mamá, que para eso estaban sus otros hermanos. Acontecía lo mismo a la hora de elegir el canal de dibujos animados que se veía en casa después de las tareas del colegio.
Lo malo de todo esto fue que, sin dientes, el niño parecía un abuelito en las últimas y por ello se había hecho acreedor de los calificativos más indignos y degradantes en el colegio: ‘TNT control sarro’; ‘Cindy’ (por sin dientes); y en general, cuanto apodo humillante pudiere existir. Lo mismo aconteció con su fama de mujeriego. Ya las niñas del colegio lo habían eliminado de la lista de los más guapetones. Ni siquiera la Polett lo miraba con el interés de antes. Con todo el Dante prefería el status de poderoso que le entregaba el negocio de los dientes de leche y para ello siguió trabajando como buen emprendedor que era.
Cuando ya no le quedaron dientes para canjearle al ratón, Dante comenzó a preocuparse. No quería por ningún motivo retroceder y volver a ser el mismo niño proletario de antes. Inclusive Mamá tuvo que llevarlo a un par de sesiones con el psicólogo infantil para erradicar la angustia que paulatinamente comenzaba a invadirlo. De a poco el niño notó otra vez un cambio de actitud entre sus hermanos, quienes al verlo sin dinero, cambiaron abruptamente como era de esperar. Ya no corrían cuando Dante les encargaba algún menester; si hasta volvieron las malas caras cada vez que les encomendó alguna tarea. De malas ganas se hacían las cosas. Afortunadamente el mini empresario había alcanzado a ahorrar algo siquiera mientras le duró el ‘veranito de San Juan’. Así, la crisis lo obligó a vender alguno de los juguetes que alcanzó a comprar en tiempos de bonanzas. Sufrió un montón cuando tuvo que vender la colección de cartas que en su momento adquirió en el colegio. Por lo mismo, nada ocupaba más su cabeza que la idea de encontrar una solución al estancamiento por el cual atravesaba la industria de los dientes de leche. La desesperación lo llevó a tal punto que en determinado momento pensó incluso en deshacerse de sus muelas; no obstante para ello aun no existía ni mercado ni ratones interesados en invertir en ese nicho.
Una noche cualquiera mientras observaba el techo de la habitación cubierto de estrellas de neón, gentileza de la empresa eléctrica, el pequeño empresario creyó encontrar la solución definitiva a su problema. Frenético como él sólo, el niño se incorporó y de inmediato corrió hasta el teléfono para llamar a su compañero de curso de nombre Felipe. Hacía días que le había oído hablar de su diente suelto. Ilusionado en encontrar la solución a sus problemas levantó el auricular y marcó el número del ‘PIPE’:
- ¿Aló?
- Diga – dijo la voz al otro lado. Era la voz de la mamá de Felipe.
- ¡Hola tía!, habla el Dante, ¿se encontrará ‘el pipe’?
- Hooola mijito, que gusto oírlo, ¿cómo esta su mamá?, espero que muy bien, ¿se mejoró de su problema a la dentadura?, sí claro, el Felipe está, espera un momento que te lo llamo. ¡¡¡¡Felipe, es para tíiii, te llama el Dante!!!!
Los segundos transcurrieron lentos mientras su compañero de curso demoró en contestar. En tanto esto acontecía, el Dante elevó plegarias al altísimo para encontrar por fin la solución a su problema. Cuando ya comenzaba a desesperarse otra vez, por fin escuchó la voz de su socio al otro lado de la línea:
- ¡Hooolaaaa puh Cindy, jajajaja! ¿qué me contai?, desde ya te digo que yo no fui eh, tampoco tengo plata pa’ prestar, ¿estamos?.
- ¡Cállate chistocito, escúchame bien será mejor! ¿Todavía tenís ese diente suelto que parece diente de choclo?, es decir, ¿aun no se te ha salido?
- ¿No porqué?- contestó el Pipe, sin entender mucho.
- ¡Te lo compro! –dijo el Dante, sin explicar más- te doy altiro una moneda de $100, más un sticker dorado de yugi oh; te conviene, es plata fresca, libre de todo impuesto, además no te preocupes, de la extracción me encargo yo, no es mucho lo que te va a doler, ¿o acaso eres niñita?
- ¿Y qué pasa con el ratón? –consultó Pipe medio contrariado.
- No te preocupes, del ‘mouse’ me encargo yo, además así puedes adelantar la vaina de tu diente, ¿te tinca o no te tinca?
- ¡Trato hecho!, mañana después del colegio, ¿te parece?, lleva la plata eso sí.
- ¡Perfecto!- dijo Dante antes de colgar el teléfono.
Días después, y cuando Mamá vio la citación de apoderado escondida en lo más profundo de la mochila del niño, puso cara de extrañada. Algo raro ocurría con el Dante. Al estirar la pelota de papel arrugado en que se había transformado la comunicación, las palabras se le atragantaron en el buche. El director del colegio la citaba bajo apercibimiento de expulsión, para tratar ‘el problema de su pupilo’. Claro que la citación en comento tenía fecha del mes anterior y si no fuera porque aquella tarde le había venido la manía de lavar todo cuanto se cruzó por sus narices, jamás habría dado con el asunto.
Hacía días que la treintañera mujer venía encontrando extraño que tanto compañero del Dante y otros -que si bien no iban en el mismo curso, los había visto más de alguna vez por los patios del colegio-, circularan por su casa como si se tratase de una plaza pública, el mall, o algo parecido. De repente y por acto de magia su hogar se había transformado en un asilo de estudiantes y ella en una ‘tía universal’ -‘hola tía, cómo le va tía, permiso tía, ¿estará el Dante tía?’-. También ya le comenzaba a extrañar el hecho de que el niño llegara siempre a la casa con cosas nuevas de la calle; por eso al ver la citación que le hacía la dirección del establecimiento, la preocupación le creció como un globo a punto de reventar. Desde hacía tiempo que venía preguntándole al hijo porqué en la escuela ya no citaban a reunión de apoderados puesto que iban más de dos meses sin que la hubiesen mandado a llamar. Sin embargo sus preocupaciones duraban sólo hasta cuando los otros hijos avalaban las respuestas del Dante; ellos –fieles cómplices de su patrón- explicaban que por razones de capacitación de los maestros (la famosa ‘reforma educacional’), dichas reuniones estaban suspendidas hasta nuevo aviso.
Antes de partir como un cohete al colegio, la joven madre se miró al espejo mientras esparcía la crema humectante por todo su rostro. Estaba muy preocupada; algo no andaba bien con su hijo. Cuando estuvo suficientemente maquillada, pescó la cartera, abrió el monedero para verificar que llevaba el dinero suficiente, y salió a la calle, en el horizonte el sol ya venía de vuelta. Faltaba poco para el fin de la jornada escolar, por eso no le sorprendió ver en la micro a las otras mamás del curso del Dante. Lo que sí le llamó mucho la atención fue que muchas de ellas ya ni siquiera la saludaban o saludaban a medias; algunas incluso le daban vuelta la cara para evitarse la molestia. Algo muy extraño pasaba y de seguro en la escuela estaban las respuestas –pensó doña Alicia-.
Al llegar al establecimiento la mujer sintió el tañido de la campana que ponía fin a las clases. Era obligación de las mamás esperar detrás de la reja a que los profesores trajeran a sus pupilos en fila india hasta la entrada, ‘para fomentar el orden y evitar los accidentes’ –decían-. Por eso al ver venir a lo lejos la delegación de enanos serpenteando en una fila por todo el patio del colegio, centró la mirada en ella, concentrada hasta en el más mínimo de los detalle. Al primero que vio fue precisamente al Dante, que por ser el más bajito, le tocaba encabezar siempre la columna; se le veía contento. Todos se veían muy alegres y de cuando en cuando, más del alguno lanzaba una broma, de esas ‘del choclón’.
Cuando la fila llegó a la reja, como todos los días, vino el ceremonial de la despedida. Con solemnidad el profesor jefe se paró delante de la columna, hizo una última vista inspectiva al grupo de alumnos, para contarlos y luego lanzar su grito de despedida: ¡¡¡¡Hasta mañana niñooos!!!......¡¡¡has-ta-ma-ña-na-pro-fe-sor!!! –replicaron al unísono los pequeños!!!! Para la mamá de Dante todo iba bien hasta ahí, es decir, hasta cuando los niños lanzaron el grito este del adiós. Estupefacta la joven señora pudo apreciar un montón de mandíbulas despojadas y de lenguas huérfanas, donde ver un diente podía ser considerado casi un milagro. Aunque parecía increíble, la mayoría abrumadora de los niños del curso podían lucir una sonrisa negra, chistosa y hasta lastimosa, que los igualaba en apariencia. A casi todos le faltaban los dientes de leche. Le llamó mucho la atención también ver que, tras el rompe filas, un número considerable de niños de los cursos de más arriba, rodearan al Dante, como si fueran verdaderos guardaespaldas protegiendo a una celebridad en la entrega de los MTV Movie Awards. Algo estaba pasando, algo que de verdad intrigaba a la mujer.
El niño nunca pensó que su mamá llegaría ese día a buscarlo. Por eso apenas distinguió su cara tiesa como moai entre la marea de rostros, al tiro supo que la cosa se le venía seria. Algo había fallado en el sistema de seguridad, alguien definitivamente no había cumplido con sus obligaciones. Como primera medida dio instrucciones para suspender todas las transacciones previstas para ese día. Muchos niños tuvieron que quedarse con los dientes extraídos en la víspera, situación que se vio reflejada en la baja de las ventas de la señora del quiosco. Sin duda que esta externalidad trajo aparejada la desestabilización del mercado. El niño sintió rabia al constatar que todos los métodos conspirativos de seguridad contratados habían fallado. Desde los inspectores coimeados, hasta el primer anillo de guardaespaldas personales. La idea de la delación de alguno de sus hermanos también se le vino a la mente. Por lo pronto, como pudo, se deshizo del stock de dientes adquiridos en el primer recreo. Como traficante que es descubierto, no demoró un par de segundos en pegarse ‘la descargada’, y seguidamente dio instrucciones para comunicar cuanto antes el hecho a los ratones compradores de la mercancía. Como era de esperar, sus hermanos desaparecieron como por acto de magia, no se veían por ningún lado.
Lo único que el niño deseaba en aquel instante, era evitar que mamá lo agarrara de las mechas, allí mismo. Eso para él constituiría la peor de las humillaciones. Quizás por lo mismo la mayoría de los otros compañeros prefirieron quedarse por las inmediaciones para ver y no perderse la escena esa.
No volvió a ver a mamá sino hasta cuando sintió que sus dedos casi le arrancan la oreja derecha. Así tuvo que atravesar el patio mientras la mini multitud festinaba de lo mejor y su dignidad servía de trapero limpia-pisos. Hubiese sido capaz de cambiar todo el patrimonio y el prestigio alcanzado, por evitarse aquel traumático bochorno. Lo que vino después fue el castigo que le cayó encima: un mes sin televisión no fue nada comparado al vejamen de tener que aguantar que su mamá lo fuese a buscar todos los días al colegio, como una gendarmen custodia, y para colmo la boca sin ningún diente y esos alimentos picados que lo rebajaban a la categoría de bebé con babero.
Con los años los dientes que crecieron chuecos fueron presa de los frenillos…
|