Ten calma, le había dicho un catequista en el retiro previo a la Confirmacíón.
Sin embargo casi nueve años habían pasado y Manuel Lescano temblaba descontroladamente. Los ojos estaban enrojecidos, casi desorbitados. Las fosas nasales se distorsionaban a la respiración acelerada. El labio inferior tiritaba, mientras su completo rostro palidecido estaba empapado en sudor helado.
El arma resbalaba entre las manos sudorosas que la aguantaban. El dedo índice dudaba acariciando el gatillo. El cañón de la pistola apuntaba directamente al pecho de un hombre arrodillado en un rincón del cuarto. Se tapaba la cabeza con las manos. Murmuraba palabras inaudibles.
Entretanto, una segunda arma apuntaba en dirección a la sien de Lescano. Dispara huevón, gritó repentinamente el otro. Dispara, conchatumadre, o te mato, ¡te mato!
Una gota se derramó precisamente de la frente de Lescano. Cayó de golpe en el suelo resonando para sus oídos. En aquel momento, Manuel Lescano podía percibir todo a su alrededor. Podía acertar a los susurros de su victima. Podía escuchar el hablar del viento. Podía oír el sonar de la gota contra el piso. Era capaz incluso de adivinar los pensamientos de su agresor.
Ten calma, le había dicho César Vidal hacía ocho años y medio. Ten calma, repitió entrecortadamente él mismo. Dispara o te mato, conchatumadre. Dispara, carajo. Dispara, mierda, que te mato, aullaba en un lapsus de desesperación el otro tipo.
A media cuadra, César Vidal corría apresuradamente. De repente, oyó un ruido sordo. Un disparo lejos, muy lejos del retiro... |