Recuerdo que cuando tenía dos años tenía una trenca verde de capucha y botones de cuerno. Recuerdo también que esa era la trenca que llevaba el día que mi curiosidad en la cocina acabó con una cazuela de leche hirviendo derramada y unos gritos. Y un viaje a un hospital. Recuerdo una enfermera muy amable que se llamaba Caela.
La veracidad de muy recuerdo es fácilmente contrastable. Sólo hace falta mirar la cicatriz de mi pecho.
Aunque pensándolo bien creo que eso no es mi primer recuerdo. Más bien creo que eso es el recuerdo de algo que después mis padres me contaron. Y que mi memoria negligente ha archivado mal.
Comienzo entonces la tarea de descubrir mi primer recuerdo.
Creo que mi primer recuerdo es uno en el que estoy tumbado sobre una mesa camilla en la trastienda de la peluquería de mi madre. Es una tarde de invierno y estoy mirando la bombilla del techo que ya está encendida porque anochece muy pronto. Sobre la mesa camilla unas suaves faldillas de terciopelo a rayas. Mi espalda agradece el calor del brasero de cisco. Estoy solo. Nadie me ha podido contar eso.
Creo que para ser honestos, cuando jugamos a decir cual es nuestro primer recuerdo debemos imponer además la condición de cual es nuestro primer recuerdo estando solos. Ya sé que los recuerdos perderán mucho de originalidad y mucho de peripecia, pero ese suele ser el precio de la verdad.