Hacía más de media hora que estaba buscando palabras adecuadas entre las hojas del árbol enfrentado a mi ventana. Era incapaz de poner alguna palabra a lo que fluía en ese momento por mi estómago. Lejos de cualquier sentimiento de pasión caótico y asfixiante, este era suave y denso como el mercurio. No me alteraba, no me provocaba desvaríos; simplemente hacía que caminara con pesadumbre, con los ojos clavados en el vacío de cualquier habitación o paisaje. Ese mismo vacío era el que se enraizaba en mi pecho e iba asentando sus anclajes en los pulmones, para comprimir a su antojo mi respiración. Era una visión cada vez más oscura del mundo, pero lejos de esa oscuridad alentadora y aventurera de la ciudad nocturna, era una oscuridad pesada y quejumbrosa, como una casa en ruinas sin ventanas ni puertas ya. Es una cárcel que ni si quiera puedes ver, solo el tacto harinoso y desconchado de una pared con demasiada historia.
Aprieta el anclaje, se tensa la realidad, espasmos en el estómago, aprieto los puños, latigazo en el cuello. Grito. Grito fuerte, muy fuerte. Salen todas las miserias del mundo por mis cuerdas vocales, escuecen y desgarran toda la traquea. Se empieza a agrietar el techo y las paredes, caen todas. Y yo debajo, ya no grito, ya no duele.
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