Erase una vez un escritor que amaba las letras, sus preciadas herramientas que le servían para crear, para dar vida, para irradiar belleza. Era un escritor como debe ser un escritor, porque los hay que aman cosas muy ajenas al bello arte de escribir. Nuestro escritor no era de estos, él vivía sólo para escribir... y escribía; quería escribir mejor a cada momento de su existencia; deseaba que sus textos fueran del conocimiento de otros escritores, unos más diestros, otros menos, pero de todos esperaba un comentario, porque para él todo comentario significaba una oportunidad para alcanzar la anhelada superación.
Nuestro escritor era un soñador. Un día descubrió la existencia de una sociedad literaria; sociedad que habría sido creada para que todos los escritores presentaran sus trabajos, para que todos los escritores aportaran sus ideas, para que todos los escritores se apoyaran entre sí. Y sintió como han de sentir las almas en pena cuando de pronto encuentran abiertas las puertas del Cielo. Al cruzar el umbral comenzó a descargar sus pensamientos, sus ilusiones, sus emociones, hasta sus defectos... todo plasmado en cada uno de sus textos.
Pero... ¿por qué siempre el entrometido pero?, un día nuestro escritor descubrió que sus colegas ya no acudían a la sala de lectura, la sala se apreciaba desierta. Buscó y buscó por todas partes; trataba de encontrar a los demás escritores... hasta que ¡horror! al abrir una puerta, unos a otros se golpeaban, se amenazaban, puñaladas y tortazos por doquier... --¿qué está pasando? --quiso preguntar el inocente, pero adivinó que todos a la vez se volverían contra él por su osadía de haber interrumpido su sesión.
Sintió el deseo de llorar, quería correr lejos de allí, y hasta pensó en nunca más volver a escribir. Quería huir, escapar de todo y escapar de todos...
--¿Huir? --pensó en un último momento de lucidez. Y luego de meditar, una decisión tomó: seguiría escribiendo, porque al escribir se ponía en contacto con lo que más amaba, y lo que más se ama nunca se debe abandonar; pensó que mientras quedara uno solo de sus amigos para leerlo, escribir bien valdría la pena.
Y el cuento terminó como los mejores clásicos de antaño: "Todos vivieron muy felices" haciendo lo que más amaban, unos asesinándose mutuamente, otros, escribiendo... escribiendo para ser leídos por los que amaban las letras. Y a nuestro amigo escritor nunca le faltó un amigo que lo leyera.


(Advertencia: cualquier semejanza con algún hecho de la vida real, tal vez no sea coincidencia).


Cancún, México.