UNA PARTICULA DE FELICIDAD
Despierta con un rayo de sol entibiando sus párpados. Será un día hermoso. Con los ojos aún cerrados, Sabina se deja arrastrar por una sensación de paz. Un instante como éste es lo que ella suele llamar una partícula de felicidad. La vida está plagada de ellas. Sólo hay que estar conscientes para reconocerlas.
Absorta en la caricia que le brinda la luz matinal, no percibe el abrir de la puerta ni los apresurados pasos que siguen a continuación. Sólo se percata que alguien ha entrado a su cuarto, por el aroma a té de canela, su preferido. La bandeja con el desayuno está sobre el velador. De pie, Nina.
- La señora dice que se apure, que no quiere llegar tarde- le advierte la empleada con amabilidad, mientras la ayuda a sentarse, acomodándole unos almohadones.
- ¿ Llegar tarde adónde?- pregunta Sabina en un susurro de voz.
- Usted ya sabe...
No, Sabina no lo sabe. O mejor dicho, no lo recuerda, ya que por una inexplicable razón, a veces su mente se sumerge en una especie de agujero que devora sus vivencias. En un principio, ella preguntaba lo que supuestamente debía saber. Cualquiera puede tener un olvido. No obstante, las caras de sorpresa y a veces hasta de molestia de los otros habitantes de la casa, la obligaron a disimular sus vacíos de consciencia con el silencio. Cualquier cosa, antes de que la creyeran loca. Por eso, prefiere no seguir haciendo preguntas a Nina, y dejar mansamente que ésta le sujete la taza de té para que beba de la bombilla, y después le deposite dentro de la boca pequeños trozos de galletas. Como si fuera una niña. Pero una niña vieja. Nadie a los ochenta y nueve años , debiera ser tratado como un infante. Es bochornoso. Sabina, sin embargo, no desea crear problemas. Si su hija Amanda, decide que le deben dar el alimento, que así sea. “ Mientras vivas en esta casa, tienes que obedecer”, solía señalarle ella misma a sus hijos cuando éstos eran adolescentes. Todo se devuelve, dicen. Y es verdad.
Nina la ayuda después a ducharse y a vestirse. El traje marrón que elige no le gusta. Apaga el colorido de su rostro, que ya ostenta demasiada palidez.
- ¿Por qué no me pones el vestido celeste?- pregunta Sabina, tímida.
- ¡Cómo se le ocurre! Es demasiado delgado para esta época- responde Nina.
Sabina hace una mueca de desagrado, y se observa en el espejo del tocador. La mucama levanta y ladea sus brazos como si fueran de trapo, igual como hacía ella con sus “peponas” cuando era pequeña. Quién habría imaginado que sería tratada alguna vez como una muñeca. Pero no en un sentido mágico, sino en un sentido triste. Las muñecas están en manos de sus dueñas. Nada pueden hacer por sí mismas. Así como ella. Qué increíble. Y pensar que alguna vez fue una mujer rebosante de vida, capaz de lograr cualquier meta que se impusiera. Incluso, sacar adelante a sus tres hijos, después del prematuro fallecimiento de su marido. Aquellos fueron años dolorosos, plagados de soledad y de mucho trabajo como profesora de música. Pero salió airosa, con empuje y entereza. Y ahora, ni siquiera tiene fuerzas para cubrirse con una falda y una chaqueta, o para coger una cuchara y llevársela ella misma a la boca. Humillante. Gracias al cielo, están las partículas de felicidad.
Nina la deja sola, y le pide que espere, que la señora vendrá a buscarla en cualquier momento. Sabina aprovecha para buscar su cartera, que está en el closet. Avanza tambaleándose. Con cuidado saca el pequeño bolso de cuero, y lo abre. Extrae un rouge de color cobre, y lo pasa sobre sus labios. Luego, se empolva la nariz y la frente. Siempre que va a salir, lo hace. Aunque el mundo se estuviera cayendo a pedazos, nunca dejaría de maquillarse. Ni siquiera el día del funeral de su esposo desistió de esa costumbre. Llovía con viento, y sin duda, la tristeza lo teñía todo. Pero ella no tenía por qué verse fea o descuidada. Como un homenaje a quien fuera su compañero durante doce años, esa tarde Sabina se arregló más que nunca, como si en vez de una despedida, se tratase de una fiesta. No faltaron los desubicados que hicieron comentarios mordaces. Sobre todo, porque además de lucir hermosa, esa jornada ella contra toda lógica no derramó ni una sola lágrima. Y no por insensibilidad, sino porque no pudo. Por más que intentó expulsar su pena y su frustración a través del llanto, no fue posible. Como si una gruesa puerta de pesado acero, hubiese cerrado su corazón. Ese estado perduró por mucho tiempo, hasta que una mañana, en forma intempestiva amaneció llorando. Era un llanto entrecortado, feroz, desgarrador. Un llanto que estremeció su cuerpo, y que culminó con arcadas y vómitos. Tras este episodio, sintió más liviana su tristeza.
La puerta de la habitación se abre. Es Amanda. Impasible y nerviosa como siempre, la coge del brazo.
- Está todo listo. La maleta la tengo en el auto- señala.
- ¿Maleta?.
- ¡Ay, mamá! No empecemos. Estoy con demasiadas preocupaciones como para explicarte de nuevo.
Sabina entiende que es mejor no oponerse a la corriente. Es obvio que Amanda no anda de buen humor. Pero está intrigada. ¿ Acaso se irán de viaje? Intenta recordar alguna frase o palabra clave que le permita aclarar la situación, pero se produce un desorden en su mente, que la altera y le provoca un leve dolor de cabeza. Siempre le sucede cuando trata de situarse en el pasado reciente. No es igual con las historias de su juventud, que le llegan frescas, con sonidos y colores .
Mientras avanzan por el corredor, aparece un joven apuesto, que la mira con dulzura. Así era su marido. Con esos mismos ojos grandes, azules, intensos. Y ese mismo cabello rubio, rizado. Hasta tiene una sonrisa parecida. Jovial, inocente.
- ¿Ya te vas abuela?- le dice el muchacho, que se acerca y la abraza.
Otra partícula de felicidad. Y Sabina se siente protegida dentro de la calidez de esos brazos delgados, pero fuertes. Abuela le ha dicho el joven. Con razón su rostro le era familiar. Su nombre , sin embargo, lo desconoce. ¿Será un punto en contra si se lo pregunta? Lo piensa por tres segundos, y decide que nuevamente obviar la duda es lo mejor.
- Creo que sí.
- No te preocupes. Vas a estar muy bien- expresa su nieto, mientras acaricia su cabeza cana.
¿Preocuparse? El término la pone en estado de alerta. Intuye que algo extraño está por suceder. El apuro, la maleta, el no te preocupes. Sabina cierra los ojos por un instante, y trata de rememorar algo, cualquier detalle que le dé una pauta de lo que ocurre. Pero es en vano. Una pantalla blanca, borrosa, inunda su mente.
Antes de subirse al auto, Nina le da un beso en la mejilla y le desea suerte. Amanda, en tanto, se sienta frente al volante. Su rostro no refleja emoción alguna. Todos sus sentidos aparentemente están concentrados en la conducción del vehículo. Sabina la mira de reojo, expectante, recelosa. No desea enojarla, pero le urge saber.
-¿ Adónde vamos?- se atreve a cuestionar.
Amanda, sin mirarla, lanza un suspiro de exasperación.
- Por favor, mamá. Cuando lleguemos, vas a recordar- le responde, aún con la vista fija en la ruta.
Sintiéndose culpable sin saber por qué, Sabina se pregunta si será un lugar conocido o desconocido. Si le han preparado una maleta, es porque van de visita. Y si van de visita, obvio que es a la casa de alguien. ¿Pero de quién? ¿De Carmen, su otra hija? No, sería raro. Algo le habría dicho de ser así. La semana pasada estuvo con ella. ¿O fue la antepasada? O tal vez, por fin va a ver a su prima Toyita, que tantas veces la ha invitado a pasar unos días en su parcela. Sí, eso debe ser. Como en los últimos meses ha estado con algunos problemas de asma, Amanda ha decidido que tome un poco de aire puro. Total, la casona no queda tan lejos. A la salida de Santiago, cerca de Paine.
Hace mucho tiempo que no ve a la Toyita. Cuando jóvenes eran inseparables. Iban a las mismas fiestas, se prestaban la ropa, y se contaban todos los secretos. Incluso, uno que se llevará a la tumba. El de aquel amigo que tras quedar viuda, la fue a consolar una tarde, y terminó haciéndole el amor durante tres horas. Fue tal el encandilamiento y la sorpresa, que por meses Sabina estuvo riendo por lo que fuera. Como si un payaso, se hubiera instalado en su interior. Es cierto que no lloró tras la muerte de su esposo, pero rió como una enajenada. Jamás, en toda su vida, un hombre la había hecho disfrutar tanto como aquel amigo, cuyo nombre , por desgracia, ya no puede recordar. ¿Ramón, Ramiro, Rafael? Quién sabe.
- ¿Vamos donde la Toyita, verdad?, pregunta a su hija.
- Por Dios mamá, la Toyita murió hace dos años.
¿Muerta? La noticia la entristece. No. Ella no sabía que su prima había fallecido. Nadie se lo dijo nunca. Mira por la ventanilla del auto, pero las personas y las situaciones que ocurren en la calle, no le interesan. Lo único que le importa y le duele, es que la Toyita se fue de este mundo y ella ni siquiera la despidió. ¿ o sí? Cómo saber. Su cabeza está tan revolucionada, que le tiende trampas, y le impone espejismos. Ya no es dueña de sus pensamientos. Lo que cree no siempre es, y las sorpresas están a la orden del día, como lo del deceso de la Toyita.
Amanda enciende la radio. Edith Piaf. Tanto tiempo. No rien de rien, no je ne regrette rien...La voz del gorrión de París, y el zumbido del motor del vehículo, la van adormeciendo. Se deja arrastrar por el letargo, y la placidez de aquel momento, en que desaparecen dudas, temores y revoltijos mentales. Corre por el gran patio de la casa de sus abuelos maternos. Corre, corre sin parar, sudando, riendo, como si una fuerza invisible la impulsara a seguir y seguir. Luego, sus pies se levantan del suelo y vuela. Vuela alto. Tiene miedo a caer, pero la maravilla de ver a sus abuelos allá abajo, pequeñitos, del tamaño de unas hormigas la insta a continuar danzando en el aire. El viento le hace cosquillas en el cuerpo, la acaricia, la mece, igual que su amante de tres horas. Llora. No lo puede evitar. Su vuelo, de pronto, se hace más elevado. Ya no sólo ve diminutas a las personas, sino a los árboles, los montes, los ríos, el mar, el planeta Tierra entero. Es un ser más dentro del Universo. Roza Selene, las estrellas, y por último, se funde en el sol. Pero su calor no la quema. Por el contrario, la revive, la emociona. La transforma en un átomo luminoso que es expulsado de manera violenta al espacio. Viaja con energía, a la velocidad de la luz. Se siente ligera, completa, feliz. Un agujero negro la absorbe, y de improviso, ella tiembla y se sacude con escandalosas convulsiones que llegan a dolerle. Un grito agudo se desprende de su garganta.
Amanda la remece, preocupada, seria.
-Ya llegamos- le señala.
-¿Adónde?- pregunta Sabina, aún en otro estado de consciencia.
- Mira tú misma - responde su hija.
Sabina entonces abre bien los ojos, y observa hacia afuera. Es una vivienda amplia, de color blanco. Muchas ventanas con protecciones, como una cárcel. Una mujer de mediana edad, gorda y de piel muy blanca y pecosa, sale a recibirlas. Incluso le abre la portezuela del automóvil.
-Bienvenida, señora. La estábamos esperando- manifiesta, ayudándola a descender, y luego a sentarse en una silla de ruedas.
Sabina se pregunta si será alguna pariente olvidada. Aunque si lo fuera no la habría tratado de “señora”. Exagerada sonrisa y delicadeza gratuitas le parecen una conducta dudosa. ¿Qué pretenderá? ¿Será mala tanta suspicacia? La mujer comienza a cuchichear algo con Amanda. Ella no alcanza a oír. Desconoce si es por la creciente sordera, o porque hablan en voz baja.
La casa es amplia, con olor a limpio, y algo fría. La decoración es austera, pero de buen gusto. Le llama la atención la cantidad de sofás y asientos que hay en el living. Nunca antes había visto una sala tan grande.
-¿Quiere conocer su habitación?- le pregunta la mujer gorda.
-¿Mi habitación?- inquiere Sabina, vacilante.
- Sí, por favor- responde Amanda, nerviosa.
Recorren una galería luminosa, con ventanales a ambos lados, hasta que llegan a un pasillo, en el cual se aprecian varios cuartos. Sin duda, se trata de un hotel. Entran en la puerta número cinco.
-Aquí es- dice la gorda.
- Esta va a ser tu pieza, mamá- le explica Amanda, que por primera vez se atreve a mirarla.
Sabina no entiende por qué su hija, siempre pálida, ahora tiene las mejillas enrojecidas. Como si estuviera avergonzada.
- Cualquier cosa que necesites, le pides aquí a la señora. Ella tiene mi teléfono. Quédate tranquila. Verás que es lo mejor- prosigue Amanda, entregándole la maleta a la mujer.
Luego, su hija la besa rápido en la frente y desaparece, junto a la gorda. Sabina mira su entorno. Es una pieza más pequeña que la suya, pero acogedora. Aparte de la cama y el velador, hay una silla y una mesita circular con mantel rosado, sobre la cual alguien ha depositado un jarrón con rosas blancas. Su aroma impregna el cuarto. Abre las cortinas. Una ventana grande le muestra un jardín hermoso, por el que pasean una decena de otros huéspedes del hotel, ancianos como ella. Sin embargo, lo que más le agrada de su habitación es que da hacia la cordillera, y por lo tanto, mañana una vez más despertará con un rayo de sol entibiando sus párpados. Otra partícula de felicidad.
FIN
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